INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA
por Pierre Castres
Título del original francés: Recherches d’anthropologie politique © Éditions du Seuil, París, 1980
1.* edición en Barcelona, mayo de 1981
© by GEDISA
Capítulo 12. La desgracia del guerrero salvaje*
En un trabajo reciente 30 yo
decía que no se puede pensar la sociedad primitiva sin pensar al mismo
tiempo la guerra. Inmanente al ser social primitivo, dato inmediato y
universal de su modo de funcionamiento, la violencia guerrera aparece en
el universo de los Salvajes como el principal medio de conservar el ser
de esa sociedad en la indivisión, de mantener a cada comunidad en su
autonomía de totalidad
una, libre e independiente de las otras. La guerra pertenece a la
esencia de la sociedad primitiva en tanto es el mayor obstáculo que
interponen las sociedades sin Estado a la máquina de unificación
constituida por el Estado. En consecuencia, toda sociedad primitiva es
guerrera y de ahí la universalidad de la guerra que se comprueba
etnográficamente en la infinita variedad de las sociedades primitivas
conocidas. Si la guerra es un atributo de la sociedad, la actividad
guerrera es entonces una función, una tarea inscrita de principio en el
horizonte del ser-en-el-mundo masculino: en la sociedad primitiva, el
hombre es, por definición, un guerrero. Ecuación que, como veremos,
arroja nueva luz a la cuestión, muy debatida y, a veces, sin mucho tino,
de las relaciones sociales entre hombres y mujeres en la sociedad
primitiva.
El hombre primitivo es, en tanto hombre, un
guerrero. Cada adulto masculino mantiene una relación de igualdad con la
función guerrera que, aunque admite —y aún reclama— la diferencia reconocida de talentos individuales, cualidades particulares, bravura y savoir-faire
personales, en suma, la jerarquía del prestigio, excluye en cambio,
toda disposición desigual de los guerreros respecto del eje del poder
político. Como la actividad económica o la vida social en tiempos de
paz, la actividad guerrera no tolera que la comunidad de guerreros se
divida —tal como sucede en toda organización militar— en
soldados-ejecutantes y jefes-que-mandan: la disciplina no es la fuerza
principal de los «ejércitos» primitivos, la obediencia no es el primer
deber del combatiente de base, el jefe no ejerce ningún poder de mando.
Puesto que, contrariamente a una opinión tan extendida como falsa, de
que el jefe no dispondría de poder, salvo en caso de guerra,
el líder guerrero en ningún momento de la expedición (preparación,
batalla, retirada) está en condiciones —en el caso de que ésa fuera su
intención— de imponer su voluntad, de hacer valer un orden que sabe de
antemano que nadie obedecerá. En otras palabras, la guerra, tanto como
la paz, no permite al jefe hacer de jefe. Describir la verdadera figura
del jefe salvaje en su dimensión guerrera (¿para qué sirve un jefe
guerrero?) requeriría un desarrollo especial. Por el momento retengamos
la idea de que la guerra no abre ningún campo nuevo a las relaciones
políticas entre los hombres: tanto el jefe guerrero como los simples
guerreros siguen siendo Iguales. La guerra jamás instituye la división
en la sociedad primitiva; ni aun efímeramente, entre los que mandan y
los que obedecen, la voluntad de libertad no se anula —aunque sea al
precio de la eficacia operacional— en la voluntad de victoria. La
máquina de guerra es incapaz, por sí sola, de engendrar la desigualdad
en la sociedad primitiva. Las antiguas crónicas de los viajeros y
misioneros y los trabajos recientes de los etnólogos, coinciden en que
cuando un jefe quiere imponer su propio deseo de guerra a la comunidad
ésta lo abandona, porque quiere ejercer su libre voluntad colectiva y no
someterse a la ley de un deseo de poder. Al jefe que quiere «hacer de
jefe», en el mejor de los casos se le vuelve la espalda, en el peor se
lo mata.
Tal es, por lo tanto, la relación estructural que
mantiene la sociedad primitiva en general con la guerra. Ahora bien,
existe (existía) en el mundo un tipo muy particular de sociedades
primitivas en las que la relación con la guerra excede ampliamente lo
que hemos dicho más arriba. Se trata de sociedades en las que la
actividad guerrera está de alguna manera desdoblada, o sobredeterminada:
por una parte, asume, como en toda sociedad primitiva, la función
propiamente socio-política de mantener a las comunidades en la
multiplicidad, ahondando sin cesar la separación entre ellas; por otra
parte, se despliega en un plano completamente diferente, no ya como
medio político de una estrategia sociológica —permitir el juego pleno de
la fuerza centrífuga para conjurar desde un principio toda fuerza
unificadora—, sino más bien como objetivo privado, como fin personal del guerrero.
En este nivel, la guerra ya no es un efecto estructural del modo de
funcionamiento de la sociedad primitiva, sino una empresa individual
absolutamente libre que no depende más que de la decisión, del guerrero:
éste sólo obedece la ley de su deseo o de su voluntad.
En este caso, ¿será la guerra tarea exclusiva del
guerrero? A pesar del aspecto extremadamente «personalizado» de la
actividad guerrera en este tipo de sociedades, es evidente que incide en
el plano sociológico. ¿Cuál es la nueva figura que esta doble dimensión
que adopta la guerra asigna al cuerpo social? Se dibuja en la
superficie del cuerpo social un espacio extraño —un espacio extranjero—,
que le adjunta un órgano imprevisible: el grupo social particular constituido por el conjunto de los guerreros.
Y no constituido por el conjunto de los hombres,
ya que en estas sociedades no todos los hombres son necesariamente
guerreros, no todos sienten con igual intensidad el llamado de las
armas; tan sólo unos pocos realizan su vocación guerrera. En otras
palabras, en este tipo de sociedades el grupo de guerreros no reúne más
que a una minoría de hombres, aquellos que han elegido deliberadamente
consagrarse full-ttme
por así decirlo, a la actividad guerrera, aquellos para quienes la
guerra es el fundamento mismo de su ser, su amor propio último, el
sentido exclusivo de su vida. La diferencia entre el caso general de las
sociedades primitivas y el caso particular que tratamos ahora aparece
inmediatamente. En la sociedad primitiva, esencialmente guerrera, todos
los hombres son guerreros potenciales porque el estado de guerra es
permanente, y son guerreros efectivos cuando estalla, de tiempo en
tiempo, el conflicto armado. Y es justamente porque la totalidad de los
hombres está siempre preparada para la guerra que no se puede
diferenciar, en el seno de la comunidad masculina, un grupo más guerrero
que los otros: la relación con la guerra es igual para todos. En tanto
que en el caso de las sociedades «con guerreros», la guerra reviste el
carácter de una vocación personal que todo individuo masculino puede
sentir, ya que cada uno es libre de hacer lo que quiera, pero que sólo
algunos realizan de hecho. Esto significa que, en el caso general, la
totalidad de los hombres hacen la guerra de tiempo en tiempo y que, en
el caso particular, una minoría de hombres hacen constantemente la guerra.
O bien, para decirlo aún más claramente: en las sociedades «con
guerreros» todos los hombres hacen de tiempo en tiempo la guerra, cuando
la comunidad en su conjunto está en juego (y así nos encontramos en el
caso general); pero, además, un cierto número de ellos están
constantemente embarcados en expediciones guerreras, aún en el caso de
que la tribu se encuentre, provisoriamente, en paz relativa con los
grupos vecinos: hacen la guerra por su propia cuenta y no para responder
a un imperativo colectivo.
Esto no significa, claro está, que la sociedad
permanezca indiferente o inerte frente al activismo de sus guerreros:
por el contrario, la guerra es exaltada, el guerrero vencedor celebrado,
y se festejan sus hazañas en conjunto en el curso de grandes fiestas.
Por lo tanto, la relación entre la sociedad y el guerrero es positiva.
Es por ello que estas sociedades merecen con propiedad el calificativo
de guerreras. Aún será preciso dilucidar en profundidad la relación real
que liga la comunidad como tal al grupo un tanto enigmático de sus
guerreros. Pero, ¿dónde se encuentran estas sociedades?
Conviene tener en cuenta antes que nada que las
sociedades guerreras no presentan una esencia específica, irreductible,
inmutable, respecto de la sociedad primitiva; no son más que un caso
particular,, y su particularidad reside en el lugar especial que en ella
ocupa la actividad guerrera y los guerreros. En otras palabras, toda
sociedad primitiva podría transformarse en sociedad guerrera a causa de
circunstancias externas (por ejemplo, un aumento de la agresividad de
los grupos vecinos, o, por el contrario, un debilitamiento que incitaría
a redoblar los ataques contra ellos) o internas (exaltación del ethos
guerrero dentro del sistema de normas que rigen la existencia
colectiva). Esto significa que el camino también puede recorrerse en
sentido inverso, que una sociedad guerrera podría dejar de serlo si un
cambio en la ética tribal o en el entorno socio-político moderara el
gusto por la guerra o limitara su campo de aplicación. El hecho de que
una sociedad primitiva se convierta en guerrera, o su eventual retorno a
la situación «clásica» anterior, procede de una historia y de una
etnografía particulares, locales, que siempre es posible reconstituir.
Pero éste es otro poblema.
Toda sociedad primitiva está, así, abierta a la
posibilidad de convertirse en guerrera. Seguramente, en el dilatado
espacio de nuestro mundo, a lo largo de los milenios que ha durado este
modo primordial de organización social de la humanidad, ha habido por
todas partes, surgiendo y desapareciendo, sociedades guerreras. Pero,
naturalmente, poco interesa referirse solamente a la posibilidad
sociológica que tiene toda sociedad primitiva de convertirse en sociedad
guerrera y a la probabilidad de tal evolución. La etnología,
afortunadamente, dispone de documentos más o menos antiguos en los que
se encuentran descritas, muy detalladamente, las sociedades guerreras.
Incluso puede ocurrir —rara vez, y por lo tanto es una oportunidad
preciosa— que se tenga la suerte de llevar a cabo en una de esas
sociedades lo que se denomina trabajo de campo. El continente americano,
tanto al norte como al sur, ofrece un variado muestrario de sociedades
que, más allá de sus diferencias, poseen en común una propiedad
sobresaliente: en grados diversos, han llevado muy lejos su vocación
guerrera, institucionalizado las cofradías de guerreros, permitido que
la guerra ocupe un lugar central en la vida política y ritual del cuerpo
social, en una palabra, han acordado el reconocimiento social a esta
forma original, casi asocial, que es la guerra y a los hombres que la
llevan a cabo. Los informes de los exploradores, las crónicas de los
aventureros, los relatos de los misioneros, nos muestran que tal es el
caso de los Hurones, los Algonquinos y los Iroqueses. Y a estas fuentes
antiguas se agregan, confirmándolas, los relatos más recientes de
cautivos de los indios, documentos oficiales americanos (civiles o
militares) y las autobiografías de guerreros vencidos, que nos hablan de
los Cheyennes, Sioux, Pies Negros y Apaches.
Igualmente belicosa, aunque menos conocida,
América del Sur presenta a la investigación y la reflexión antropológica
el incomparable campo de trabajo constituido por el Gran Chaco. Situado
en el corazón del continente sudamericano, esta austera y vasta región
tropical cubre una buena parte de Paraguay, Argentina y Bolivia. El
clima (estaciones muy contrastadas), la hidrografía (muy pocos cursos de
agua), la flora (abundancia de una vegetación espinosa adaptada a la
escasez del agua) confluyen para que el Chaco sea muy homogéneo desde el
punto de vista de la naturaleza. Y aún lo es más desde el punto de
vista cultural, destacándose netamente en el horizonte etnográfico
sudamericano con la nitidez de un área cultural determinada. La mayor
parte de las numerosas tribus que ocupan este territorio ilustran
perfectamente, sin duda mejor que cualquier otra sociedad, aquello que
entendemos habitualmente por cultura guerrera. La guerra es considerada
por ellas la actividad más importante y es la ocupación casi exclusiva
de una parte de los hombres. Los primeros conquistadores españoles,
quienes apenas llegados al linde del Chaco debieron afrontar los asaltos
reiterados de los indios cbaqueños, lo comprendieron rápidamente.
Ahora bien, ocurre que por efecto del azar de la
historia y la tenacidad de los jesuítas, disponemos de una documentación
considerable acerca de las principales de estas tribus. En el curso del
siglo xvin, y hasta su expulsión en 1768, los jesuítas intentaron
integrar el Chaco a su acción misionera, alentados por su éxito entre
los indios Guaraníes. El fracaso, antes de la expulsión, fue casi total
y, como lo subrayan los mismos jesuítas, prácticamente inevitable:
contra la tarea de evangelización se alzaba, insuperable, el obstáculo
de la diabólica pasión guerrera de los indios. Al no poder relatar una
conquista espiritual exitosa, los misioneros, resignados, se dedicaron a
reflexionar sobre su fracaso y a descubrir la explicación en la
particular naturaleza de estas sociedades que la mala fortuna les había
asignado. De ahí, para suerte nuestra, las inmejorables descripciones
que han dejado, enriquecidas por años de contacto cotidiano con los
indígenas, por el conocimiento de sus lenguas y por una real simpatía de
los jesuítas hacia esos feroces guerreros. Y es así que, de ahí en más,
se asocia a la tribu de los Abipones el nombre de Martín Dobrizhoffer, a
la de los Mocovíes el de Florian Paucke, a la de los famosos
Guaicurú-Mbaya el de José Sánchez Labrador, sin olvidar la obra que
Pedro Lozano, historiador de la Compañía de Jesús, consagró
especialmente a las sociedades del Chaco.31
La mayoría de estas tribus ha desaparecido, lo
que hace doblemente precioso al testimonio de los libros ejemplares que
conservan su memoria. Pero jamás podría sustituir completamente, por más
detallado y preciso que fuera, a la observación directa de una sociedad
viva. Esta posibilidad se me ofreció en 1966, en la parte paraguaya del
Chaco, cerca del río Pilcomayo, que separa la Argentina del Paraguay.
El curso medio de este río bordea por el sur el territorio de los indios
Chulupí, más conocidos en la literatura etnográfica bajo el nombre
(inexacto) de Ashluslay y que se llaman a sí mismos Nivaklé, término
que, como era de esperar, significa simplemente «los Hombres». Estimados
en 20.000 a comienzos de siglo, los Chulupí ahora parecen haber logrado
controlar la caída demográfica que los amenazaba: hoy en día son
aproximadamente 10.000 almas. Permanecí entre ellos seis meses
(mayo-octubre de 1966), acompañado en mis desplazamientos por dos indios
intérpretes que, además de su propia lengua, hablaban fluidamente el
castellano y el guaraní?
Hasta el comienzo de los años treinta, el Chaco paraguayo era un territorio casi exclusivamente indígena, térra incógnita
en la que los paraguayos no habían intentado penetrar. Las tribus
llevaban en ella su vida tradicional, libre, autónoma, en la que la
guerra ocupaba un lugar preponderante. A consecuencia de las tentativas
de anexión de esta región por parte de Bolivia en 1932 estalló una
guerra asesina, la guerra del Chaco, que enfrentó a bolivianos y
paraguayos hasta 1935 y que terminó con la derrota del ejército
boliviano. Los indios, ajenos en principio a este conflicto interna*
cional que no les concernía, fueron sin embargo las primeras víctimas:
esta guerra encarnizada (50.000 muertos en cada bando) se desarrolló en
su territorio, y sobre todo en el de los Nivaklé, obligándolos a huir de
las zonas de combate y trastornando sin remedio la vida social
tradicional. Preocupados por consolidar su victoria, los paraguayos
edificaron rápidamente, a lo largo de las fronteras, una cadena de
fortines cuyas guarniciones protegían además, contra eventuales ataques
indios a los colonos y misiones religiosas que se instalaban en ese
territorio virgen. La antigua libertad de los indios se perdió para
siempre: los contactos más o menos frecuentes con los blancos y sus
efectos habituales (epidemias, explotación, alcoholismo, etc.) no
tardaron en difundir la destrucción y la muerte.
Las comunidades más belicosas, sin embargo, reaccionaron mejor que las otras: es el caso de los Chulupí,32 33 quienes apoyados en un potente ethos
guerrero y una eficaz solidaridad tribal, supieron mantener hasta el
presente una relativa autonomía. Cuando yo visité a aquellos indios, la
guerra —claro está— había terminado hacía mucho tiempo. Pero había
muchos hombres, de cincuenta o sesenta años, que eran antiguos guerreros
(viejos combatientes) que veinte o veinticinco años antes (principios
de los años cuarenta) todavía tendían crueles emboscadas a sus enemigos
hereditarios, los Toba, que ocupaban en la Argentina la otra ribera del
Pilco-mayo. Tuve frecuentes charlas con muchos de ellos. La memoria
fresca de combates bastante recientes, el deseo de todo guerrero de
exaltar sus hechos de armas, la atención apasionada de los jóvenes que
escuchaban el relato de sus padres, todo se conjugaba para facilitar mi
deseo de saber lo más posible acerca de una sociedad «con guerreros»,
sobre los ritos y técnicas de la guerra indígena, sobre la relación
entre la sociedad y sus guerreros. Tanto como a las crónicas de los
Sánchez Labrador o los Dobrizhoffer, Ies debo a esos hombres —de una
lucidez sorprendente en lo que se refiere al status
del guerrero dentro de su propia comunidad— el haber entrevisto los
rasgos que componen, plena de orgullo, la figura del Guerrero; el haber
podido descubrir las líneas del movimiento que necesariamente describe
la vida guerrera, y, por último, el haber comprendido (porque ellos me
lo dijeron, ellos lo sabían) cuál es el destino del guerrero salvaje.
Tomemos como ejemplo, porque ilustran
perfectamente el singular mundo de las sociedades guerreras y porque la
documentación que se posee sobre ellas es muy rica, el caso de tres
tribus del Chaco: los Abipones, los Guaicurú y los Chulupí. El grupo de
los guerreros, institucionalmente aceptado y reconocido por la sociedad
como lugar determinado del campo sociológico o como órgano particular
del cuerpo social, se llama en ellas, respectivamente, Hachero, Niadagaguadt, Kaanoklé.
Estos términos no denotan solamente la actividad principal a la que se
dedican estos hombres (la guerra), sino también su pertenencia a un
orden de superioridad socialmente admitida (una «nobleza», dicen los
cronistas), a una especie de caballería cuyo prestigio repercute en la
sociedad íntegra: la tribu está orgulloso de sus guerreros. Ganar el
nombre de guerrero es conseguir un título de nobleza.
Esta superioridad del grupo de los guerreros
reposa, en efecto, exclusivamente en el prestigio que les dan los hechos
de armas. La sociedad funciona como un espejo que devuelve al guerrero
vencedor una imagen halagadora de sí mismo, no sólo para que él juzgue
legítimos sus esfuerzos y los riesgos corridos, sino también para que se
sienta alentado a proseguir la realización de su vocación beligerante, a
perseverar, en suma, en su ser de guerrero. En el curso de fiestas,
ceremonias, danzas, cantos y bebederas que celebran y conmemoran
colectivamente sus acciones, el Hachero abipón o el Kaanoklé
chulupí sienten, hasta el fondo de su ser, la verdad de este
reconocimiento que la sociedad no le escatima. Existe un ajuste exacto
entre el mundo ético de los valores tribales y el amor propio individual
del guerrero privado.
Esta disposición jerárquica -—más que aceptada, deseada por la sociedad— que reconoce al guerrero la superioridad de su status social,
no podría exceder la esfera del prestigio: no se trata de una jerarquía
del poder que detentaría el grupo de guerreros para ejercerlo sobre la
sociedad. Ninguna relación de dependencia coloca a la sociedad en
situación de tener que obedecer a su minoría guerrera. Igual que
cualquier otra sociedad primitiva, la sociedad guerrera no permitía a la
división social quebrar la homogeneidad del cuerpo social, no deja que
los guerreros se instituyan como órgano de un poder político separado de
la sociedad, no deja que el Guerrero encarne la nueva figura del Señor.
Aún será necesario analizar en profundidad los procedimientos que la
sociedad pone en juego para mantener a los guerreros alejados del poder.
Pero es sin duda esta disyunción esencial la que señala Sánchez
Labrador, una vez anotada la incorregible propensión a la vanagloria y a
la fanfarronería de los nobles-guerreros Guaicurú:
...en realidad, hay poca diferencia entre todos ellos (L, página 151).
¿Quiénes son los guerreros? Como es fácil
imaginar, la agresividad y la belicosidad disminuyen, en general, con la
edad y es por esto que los guerreros se reclutan en una clase de edad
determinada, la de los jóvenes de más de 18 años. Los Guaicurú que
habían desarrollado, más que sus vecinos, un complejo de actividades
ceremoniales, marcaban con un verdadero rito de pasaje la llegada de los
jóvenes a la edad de portar armas (después de los 16 anos). En el curso
de este ritual, los adolescentes sufrían penosas pruebas físicas y
debían distribur todos sus bienes (armas, vestidos, ornamentos) entre la
gente de la tribu. Se trata de un ritual específicamente militar y no
de un rito de iniciación, ya que este último se realizaba antes, al
cumplir los jóvenes de 12 a 16 años. Pero los jóvenes que habían pasado
con éxito el ritual guerrero no pertenecían, sin embargo, al grupo de
los Niadaga-guadí, la cofradía de los guerreros, a la que sólo se
accedía mediante un tipo de hazaña particular. Más allá de las
diferencias rituales que presentan estas sociedades, en todas las tribus
del Chaco la carrera de armas estaba abierta a todos los jóvenes sin
distinción. En cuanto al ennoblecimiento resultante de la entrada en el
grupo de los guerreros, dependía exclusivamente del valor personal de
los debutantes. En consecuencia, era un grupo totalmente abierto (no hay que buscar en él, pues, una casta cerrada en gestación) pero al mismo tiempo minoritario, ya que no todos los jóvenes lograban cumplir con éxito las hazañas requeridas, y entre aquellos que lo lograban no todos querían
(como veremos luego) ser socialmente reconocidos y designados
guerreros: que un combatiente chulupí o abipón se niegue al título de Kaanoklé o de Hachero
basta- para mostrar, por la importancia de la renuncia, la magnitud de
lo que espera obtener y conservar a cambio. Aquí se ve con claridad lo
que quiere decir ser guerrero.
El guerrero es, ante todo, un apasionado de la
guerra. Una pasión singularmente intensa en las tribus del Chaco, como
explican sus cronistas. Sánchez Labrador escribe acerca de los Guaicurú:
Consideran las cosas con una total indiferencia, a
excepción del extremo celo con el que se ocupan de sus caballos, sus
utensilios y sus armas (I., pág. 288).
Esta constatación desencantada es confirmada por Dobrizhoffer a propósito de los mismos Guaicurú:
Su principal y única preocupación y ciencia son los caballos y las armas (I., pág. 190).
Pero esto también es válido para los Abipones
que, desde este punto de vista, no valen más que los Guaicurú.
Dobrizhoffer, espantado frente a las heridas infligidas a los niños,
anota que es el
preludio a la guerra, para la que son entrenados desde muy jóvenes (IL, pág. 48).
La consecuencia —importantísima para un padre
misionero—■ de esta pedagogía de la violencia era que los Abipones, poco
preparados para practicar las virtudes cristianas se dedicaban, por el
contrario, a evitar la ética del amaos los unos a los otros. La cristianización, escribe el jesuíta, estaba destinada al fracaso:
...los jóvenes Abipones son un obstáculo para el
progreso de la religión. En su ardiente deseo de gloría militar y de
botín están ávidos por cortar las cabezas de los españoles y destruir
sus carretas y sus campos... (II., pág. 148).
El gusto de los jóvenes por la guerra no es menos vivo en sociedades con características muy diferentes. Es así
que en el otro extremo del continente americano, en el Canadá,
Champlain fracasa frecuentemente en sus esfuerzos por mantener en paz a
las tribus con las que hubiera querido asegurar la alianza: siempre los
riiismos factores de guerra, los jóvenes. Su estrategia de largo
alcance, fundada en el establecimiento de relaciones pacíficas entre
Algonquinos e Iroqueses, tal vez hubiera tenido éxito de no ser por
...que nueve o diez jóvenes cabezas duras
emprendieran la guerra, lo que hicieron sin que nadie pudiera
impedírselos debido a lo poco que obedecen a sus jefes... (pág. 285).
En cuanto a los jesuítas franceses, encentraron
en estas regiones los mismos sinsabores que sus homólogos alemanes o
españoles en el Chaco un siglo más tarde. Preocupados por poner un freno
a la guerra que libraban sus aliados Hurones con los Iroqueses, y para
librar a los prisioneros de guerra al menos de las terribles torturas
que les infligían los vencedores, sistemáticamente intentaban comprar a
los Hurones sus cautivos Iroqueses. He aquí lo que respondió a tal
proposición de compra, indignado, un jefe hurón:
Yo soy hombre de guerra y no un comerciante, he
venido a combatir y no a comerciar; mí gloria no consiste en traer
presentes sino prisioneros y por lo tanto yo no puedo tocar vuestras
hachas ni vuestras calderas; si tanto deseáis tener nuestros prisioneros
tomadlos, yo todavía tengo bastante ímpetu como para ir a buscar otros;
si el enemigo me quita la vida se dirá en el país que como Onontio34 retuvo nuestros prisioneros nos hemos lanzado a la muerte en busca de otros. (III, año 1644, pág. 48).
En cuanto a los indios Chulupí, sus veteranos me
contaban cómo, cuando entre 1928 y 1935 preparaban una expedición
particularmente decisiva y peligrosa contra los militares bolivianos y
argentinos que entonces estaban resueltos a exterminarlos, debieron
rechazar las candidaturas de decenas de jóvenes cuya impetuosidad e
indisciplina hacía correr el riesgo de comprometer el éxito de la
expedición, es decir, de convertirla en un desastre. «No tenemos
necesidad de vosotros, decían los Kaanvklé, somos bastantes.» Probablemente no eran más de una docena.
Los guerreros son, por lo tanto, hombres jóvenes.
¿Pero por qué los jóvenes son tan amantes de la guerra? ¿Dónde se
origina su pasión? En una palabra, ¿qué es lo que mueve a un guerrero?
Es, como hemos visto, el deseo de prestigio que sólo la sociedad puede
proporcionar o negar. Este es el lazo que une al guerrero con su
sociedad, el tercer término que relaciona el cuerpo social y el grupo de
los guerreros, determinando de entrada una relación de dependencia: la
realización del ser del guerrero pasa por el reconocimiento social, el
guerrero no puede pensarse como tal sí la sociedad no lo acepta. Las
hazañas individuales no son más que una condición necesaria para la
adquisición de un prestigio que sólo confiere el consentimiento social.
En otras palabras, la sociedad puede muy bien, según las circunstancias,
negarse a reconocer el valor de una acción guerrera considerada
inoportuna, provocadora o prematura: en el juego entre la sociedad y el
guerrero sólo la tribu detenta el dominio de las reglas. Los cronistas
miden la pasión guerrera por la potencia del deseo de prestigio, y esto
que escribe Dobrizhoffer acerca de los Abipones vale para todas las
sociedades guerreras:
Consideran que la nobleza más digna de honor no
es la que se hereda por la sangre y que es como un patrimonio, sino la
que se obtiene por propios méritos (...). Para ellos, la nobleza no
reside en el valor y el honor del linaje sino en el coraje y la rectitud
(II., pág. 454).
El guerrero no posee nada de antemano, no hay situación rentable, la gloria es intransferible y no fundamenta ningún privilegio.
El amor por la guerra es una pasión secundaria,
derivada de otra primaria: el deseo, más fundamental, de prestigio. La
guerra es el medio de realizar un fin individual, el deseo de gloria del
guerrero. El guerrero tiene vocación de gloria y no poder, para él la
guerra constituye el medio más rápido y eficaz de cumplir su voluntad.
Pero, ¿bajo qué signo el guerrero se hace reconocer por la sociedad,
cómo puede obligarla a conferirle el prestigio que espera de ella? Dicho
de otra manera, ¿qué pruebas ofrece para establecer su victoria? En
primer lugar está el botín. Su importancia entre las tribus del Chaco, a
la vez real y simbólica, es tanto más notable por cuanto la guerra en
general, en la sociedad primitiva, no tiene ninguna finalidad económica.
Después de haber anotado que los Guaicurú no hacían la guerra para
aumentar su territorio, Sánchez Labrador definía las causas principales:
La razón que los hace guerrear en territorio
extranjero es únicamente el interés por el botín y la venganza de lo que
consideran ofensas (I, pág. 310).
A Dobrizhoffer, los Abipones le explicaban que
la guerra contra los Cristianos les procuraba más beneficios que la paz (II, pág. 133).
¿Cuál es la composición del botín de guerra? Se
trata, esencialmente, de instrumentos metálicos, caballos y prisioneros,
hombres, mujeres o niños. El destino del metal es evidente: acrecentar
el rendimiento técnico de las armas (puntas de flecha, lanzas,
cuchillos, etc.), el de los caballos es menos utilitario. En efecto, a
los Abipones, Mocovíes, Toba y Guaicurú no les faltaban caballos;
tenían, por el contrario, millares. Algunos indios poseían hasta 400, de
los cuales sólo utilizaban efectivamente algunos pocos (caballos de
guerra, de viaje, de carga). La mayor parte de las familias abi-ponas
disponían por lo menos de una cincuentena de animales, por lo tanto, no
tenían ninguna necesidad de los caballos ajenos, aun cuando pensaran que
nunca tenían bastante. Capturar las tropillas de los enemigos
(españoles o indios) era una especie de deporte. Naturalmente se trataba
de un deporte sumamente riesgoso, ya que cada tribu cuidaba celosamente
su bien más preciado, las inmensas tropillas. Ciertamente, un bien
precioso, pero de puro prestigio, exclusivamente espectacular, ya que no
tenía más que un pobre valor de uso e intercambio. Además, la posesión
de millares de caballos era un estorbo para la comunidad porque le
creaba la servidumbre de la vigilancia constante con el fin de
protegerlos de los vecinos, la búsqueda permanente de pasturas y de
cursos de agua abundantes. Los indios del Chaco arriesgaban su vida para
robar los caballos ajenos, a sabiendas de que acrecentar sus animales a
expensas de los enemigos los cubría doblemente de gloría. Dobrizhoffer
indica la amplitud de estos robos:
A veces, en un solo asalto, los jóvenes abipones, que son más feroces que los adultos, han robado 4.000 caballos (III, pág. 16).
Por último, la parte del botín de guerra, que da más prestigio, como explica Sánchez Labrador, son los prisioneros:
Manifiestan un indescriptible y furioso deseo de
obtener prisioneros y niños de cualquier otra nación, aún de los
españoles (I, pág. 310).
Menos marcado que entre los Guaicurú, el deseo de
capturar enemigos es, sin embargo, poderoso entre los Abipones o los
Chulupí. Durante el tiempo de mi estancia entre estos últimos, me
mostraron en uno de sus pueblos a dos viejecitos, un hombre y una mujer,
que habían pasado largos años de cautiverio entre los Toba. Algunos
años antes, los Toba los habían devuelto a la tribu a cambio de algunos
de los suyos, prisioneros de los Chulupí. Cuando se compara lo que
escriben Sánchez Labrador y Dobrizhof-fer acerca del status
asignado por los Guaicurú y los Abipones, a los cautivos, aparece una
diferencia considerable en cuanto al trato que se les reservaba. Según
el primero, los prisioneros de los Guaicurú eran «siervos» o «esclavos».
Evocando la extrema libertad de que gozaban los adolescentes escribe:
Hacen lo que quieren sin siquiera ayudar a sus padres. Es una ocupación de domésticos. (I, pág. 315).
Dobrizhoffer, por el contrario, anota a propósito de los Abipones:
Jamás consideran a sus prisioneros de guerra, ya sean españoles, indios o negros, como siervos o esclavos (II, página 139).
Rápidamente nos damos cuenta de que en realidad
las tareas más allá de las menudas y fastidiosas tareas cotidianas,
tales como ir a buscar leña para el fuego, agua, u ocuparse de la
cocina. Por lo demás, los «esclavos» vivían como los señores y
participaban con ellos de las acciones militares. El sentido común
explica suficientemente por qué los vencedores no podían transformar a
los vencidos en esclavos y explotar su fuerza de trabajo: ¿qué clase de
tareas iban a asignarles? Sin duda, hay peores condiciones que la de
esclavo guaicuru, como explica el propio Sánchez Labrador:
Mientras sus señores duermen, se emborrachan o hacen otras cosas (I, pág. 251).
Por otra parte, los Guaicurú no se complicaban con sutiles distinciones sociales:
Su auto-glorificación hace que consideren al
resto de las naciones conocidas, sin exceptuar a los españoles, como
esclavos (II, pág. 52).
Aunque no podamos resolverlo ahora, es necesario,
al menos, que delineemos un problema: la particular demografía de estas
sociedades guerreras. A mediados del siglo xvni los Guaicurú eran 7.000
y los Abipones 5.000. Poco tiempo después de la llegada de los
españoles tuvo lugar en esas regiones la primera guerra entre los
conquistadores, conducidos por Alvar Núñez Cabeza de Vaca y los
Guaicurú, que en ese entonces eran unos 25.000. En poco más de dos
siglos, por lo tanto, su población había decrecido más de dos tercios.
Los Abipones, por cierto, habían sufrido la misma caída demográfica.
¿Cuáles fueron las causas? Evidentemente es necesario tener en cuenta
las epidemias introducidas por los europeos. Pero, como lo subrayan los
jesuítas, las tribus del Chaco, a diferencia de las otras (los
Guaraníes, por ejemplo) por el hecho mismo de su hostilidad al contacto
—cuando no belicosidad— con los españoles, se encontraban relativamente
al abrigo del mortal impacto microbiano. Si las epidemias no son la
causa, o lo son parcialmente, ¿con qué se relaciona, entonces, la
despoblación de estas tribus? Las indicaciones de los misioneros sobre
este punto son muy precisas. Sorprendiéndose del escaso número de niños
que había entre los Guaicuru, Sánchez Labrador refiere que él no ha
conocido más que cuatro parejas con dos niños y que los otros no tienen
más que uno o ninguno (II, pág. 31). Dobrizhoffer hace la misma
observación: los Abipones tienen poco niños. Por otra parte, el número
de mujeres entre ellos es muy superior al de los hombres. El jesuíta
indica la proporción, seguramente exagerada, de 100 hombres por cada 600
mujeres, y de ahí la gran frecuencia de la poliginia (II, págs.
102-103). No hay duda de que la mortalidad de los jóvenes era muy
elevada y que las tribus del Chaco pagaban muy cara su pasión por la
guerra. Sin embargo, no es ésta la razón de la baja demografía, puesto
que los casamientos polígí-nicos habrían debido compensar las pérdidas
de hombres. Parece evidente que la caída de población estaba provocada
por la falta de natalidad y no por el exceso de mortalidad de los
hombres: no había suficientes niños. Para ser aún más precisos: había
pocos nacimientos porque las mujeres no querían tener niños. Por esto, uno de los objetivos de la guerra era capturar los niños de los otros,
operación generalmente exitosa porque los niños y adolescentes,
españoles en particular, cautivos de las tribus, se negaban a dejarlas
cuando tenían la ocasión. No es menos cierto que estas sociedades (sobre
todo los Abipones, Mocoví y Guaicurú) se encontraban, por la dinámica
propia de la guerra, abocados a la cuestión de su propia sobrevivencia.
En efecto, ¿acaso no hay que articular estos dos deseos, distintos y
convergentes, el deseo social de la sociedad de llevar por todas partes
la guerra y la muerte y el deseo individual de las mujeres de no tener
niños? Voluntad de dar la muerte por una parte, negativa a dar la vida
por otra. En la satisfacción de su pasión guerrera, esta altanera
caballería del Chaco tendía, trágicamente, hacia la posibilidad de su
propia muerte: compartiendo esta pasión, las mujeres aceptaban ser
esposas de guerreros pero no madres de sus niños.
Resta subrayar los efectos socio-económicos a
mediano plazo de la guerra en estas sociedades. Algunas de ellas
(Abipones, Mocoví, Guaicurú) hacía mucho tiempo que habían abandonado la
agricultura, ya que la guerra permanente y la necesidad de buscar
nuevas pasturas para los caballos no se ajustaban a la vida sedentaria.
Por lo tanto, eran nómades, y recorrían su territorio en grupos de 100 a
400
personas que vivían de la caza, la pesca y la recolección (plantas
salvajes, miel). Si las acciones reiteradas contra los enemigos eran, en
principio, para adquirir bienes de prestigio (caballos, prisioneros),
tendían a adquirir una dimensión propiamente económica: no sólo
procurarse bienes de equipo (armas), sino también de consumo (plantas
cultivadas comestibles, algodón, tabaco, carne de vaca, etc.). En otras
palabras, y sin exagerar la envergadura de este corrimiento funcional de
la guerra, las acciones se convirtieron también
en empresas de pillaje: los indígenas pensaban que era más fácil
procurarse los bienes que precisaban con las armas en la mano. Una
práctica de este tipo podía, a la larga, determinar una doble relación
de dependencia de carácter económico: dependencia externa de la sociedad
global respecto de los lugares de producción de los bienes deseados
(sobre todo, de las colonias españolas) y dependencia interna de la
tribu en relación con el grupo que, al menos parcialmente, asegura su
subsistencia, a saber, el grupo de guerreros. Así, no debe sorprendernos
el significado exacto que tenía, entre los Guaicurú, el término que
designaba a los guerreros como tales, y no solamente los cazadores: Niadagaguadi, aquellos gracias a los cuales comemos.
Esta «perversión» económica de la guerra en las
sociedades que se dedican plenamente a ella, más que un accidente local,
¿no será, el efecto de una lógica inmanente a la propia guerra? El
guerrero, ¿no se transformará, fatalmente, en un asaltante? El caso de
las sociedades primitivas que siguieron un camino análogo lleva a pensar
esto. Los Apaches, por ejemplo (cf. bibliografía), cuando abandonaron
la agricultura dejaron que la guerra asumiera poco a poco una función
económica: pillaban sistemáticamente los establecimientos mexicanos y
americanos, bajo la conducción, entre otros, del famoso Gerónimo, cuya
tribu sólo toleraba las acciones militares que le procuraban bastante
botín. Tal vez haya sido la lógica de la guerra, pero poderosamente
favorecida por la posesión del caballo.
El análisis detallado de los elementos que
componen el botín de guerra podría sugerir que basta para fundamentar el
reconocimiento del guerrero como tal, que es la fuente esencial del
prestigio buscado. Ahora bien, esto no es así, y la pertenencia al grupo
de los Hachero o de los Kaanoklé no se determinaba de ninguna manera por el número de caballos o de prisioneros capturados: había que traer el cuero cabelludo de un enemigo matado en combate.
Generalmente se ignora que esta tradición es tan antigua en América del
Sur como en América del Norte. Casi todas las tribus del Chaco la
respetaban. Arrancar el cuero cabelludo del enemigo abatido significaba,
explícitamente, el deseo del joven vencedor de ser admitido en el club
de los guerreros. Ceremonias imponentes celebraban la entrada del nuevo
miembro, reconociendo su derecho definitivo al título —ya que se trataba
de un ennoblecimiento— de guerrero.
Es necesario, entonces, plantear esta doble ecuación: los guerreros
ocupan la cima de la jerarquía social del prestigio; un guerrero es un
hombre que, no contentándose con matar a sus enemigos, les arranca el
cuerpo cabelludo. La consecuencia inmediata es que un hombre que mata a
su enemigo sin arrancarle el cuero cabelludo no es un guerrero. Una bizarría que parecerá anodina pero que se revelará de extrema importancia.
Existe una jerarquía de los cueros cabelludos.
Las cabelleras españolas, sin ser despreciadas, no eran, de lejos, tan
estimadas como las de los indios. Para los Chulupí, por ejemplo, nada
valía más que un cuero cabelludo toba, sus enemigos de siempre. Antes y
durante la guerra del Chaco, los guerreros chulupí opusieron una
resistencia encarnizada al ejército boliviano que quería apoderarse del
territorio y exterminar a sus ocupantes. Admirables conocedores del
terreno, los indígenas acechaban y atacaban a los invasores en las
proximidades de los escasos cursos de agua. Los indios me contaban esos
combates. Las flechas silenciosas diezmaban las patrullas enloquecidas
por la sed y el terror a un enemigo invisible. Los soldados bolivianos
morían por centenares, tantos, me decían los antiguos guerreros, que los
indios renunciaron a quitarles el cuero cabelludo a los simples
soldados para quedarrse solamente con la cabellera de los oficiales.
Todos estos trofeos son conservados por sus propietarios, cuidadosamente
colocados en estuches de cuero o de cestería, y cuando los guerreros
mueran, sus parientes los quemarán sobre la tumba a fin de que el humo
proporcione al alma del difunto un acceso fácil al paraíso de los Kaanoklé. Pero no hay humo más noble que el proveniente de la cabellera de un guerrero toba.35
Antes, los cueros cabelludos de los enemigos pendían del techo de las
grutas o anudados a las lanzas de guerra, rodeados de una intensa
actividad ritual (fiestas de celebración o de conmemoración) que
denotaba la profundidad del lazo personal que unía al guerrero y su
trofeo.
Estos son, esencialmente, el contexto etnográfico
en el que se despliega la vida de las sociedades con guerreros, y el
horizonte sobre el que se diseña la trama más secreta de las relaciones
entre el guerrero y la tribu. Anotemos ahora que si estas relaciones
fueran de carácter estático, si la relación entre el grupo particular de
los guerreros y la sociedad global fuera estable, inerte o estéril,
nuestra reflexión debería concluir aquí. En esta hipótesis tendríamos
una minoría de hombres jóvenes —los guerreros— emprendiendo por cuenta
propia —búsqueda de prestigio— una guerra permanente; y una sociedad que
no tendría más que felicitarse a la vista de los beneficios primarios y
secundarios que le procurarían los guerreros: seguridad colectiva
adquirida por el debilitamiento constante de los enemigos, presas de
guerra y botín resultante del pillaje de sus establecimientos. Una
situación semejante podría reproducirse y repetirse indefinidamente, sin
innovación alguna que viniera a alterar el ser del cuerpo social y el
funcionamiento tradicional de la sociedad. Deberíamos concluir entonces,
como Marcel Duchamp, que no hay solución porque no hay problema. La
cuestión reside en esto: ¿hay problema? ¿Cómo podría enunciarse?
Se trata de saber si la sociedad primitiva no
corre ningún riesgo al dejar crecer en su seno a un grupo social
particular, el de los guerreros. Tenemos fundamento para preguntarnos
esto respecto de ellos y no respecto de otros grupos, ya que la
existencia de un conjunto de cantores o de una cofradía de danzarines,
por ejemplo, no afecta en nada al orden social establecido. Pero aquí se
trata de los guerreros, hombres que detentan un casi-monopolio de la
capacidad militar de la sociedad, de alguna manera el monopolio de la
violencia organizada. Esta violencia es ejercida sobre los enemigos,
pero ¿podría ocurrir que fuera ejercida también
sobre la propia sociedad? No la violencia en su realidad física
(«guerra civil» de los guerreros contra la sociedad) sino en tanto
podría dar lugar a una toma de poder
por el grupo de guerreros que la ejercerían, desde ese momento, y según
sus necesidades, contra la sociedad. ¿Podría el grupo de guerreros,
como órgano especializado del cuerpo social, convertirse en un órgano de poder político independiente?
En otras palabras, ¿resiente la guerra la posibilidad de aquello a que
toda sociedad primitiva se dedica por esencia, o sea a conjurar la
división del cuerpo social en Señores (la minoría guerrera) y Súbditos
(el resto de la sociedad)?
Hemos visto cómo, en las tribus del Chaco o entre
los Apaches, la dinámica de la guerra podía transformar la búsqueda de
botín prestigioso en pillaje de recursos. Si dentro del abanico de sus
fuentes de aprovisionamiento de bienes materiales, la sociedad dejara
crecer la parte proveniente de los botines de guerra, permitiría también
que a la larga se estableciera una relación de dependencia creciente
respecto de sus proveedores, los guerreros, que podrían así orientar a
su antojo la vida política de la tribu. Estos efectos económicos de la
guerra son menores y provisorios en los casos citados, pero muestran que
la sociedad no está al amparo de una evolución como la mencionada. Pero
más que a las situaciones locales y coyunturales conviene interrogar a
la lógica inmanente en la existencia de un cuerpo de guerreros y a la
ética propia de ese grupo. Lo que nos lleva a plantearnos la pregunta:
¿qué es un guerrero?
Es un hombre que coloca su pasión guerrera al
servicio de su deseo de prestigio. Este deseo se realiza cuando el joven
combatiente puede reclamar su integración a la cofradía de guerreros
(en sentido estricto) y su «titularización» como guerrero (Kaanoklé, Hocbero,
etc.): cuando presenta el cuero cabelludo de un enemigo. Podría
suponerse que la acción llevada a cabo garantiza al nuevo guerrero un status
irrevocable y un prestigio definitivo que no tendrá más que saborear
apaciblemente. Nada de eso. Lejos de estar terminada, su carrera recién
comienza. El primer cuero cabelludo no es la coronación sino el punto de
partida. De la misma manera que en esta sociedades el hijo no hereda la
gloria adquirida por el padre, tampoco el joven guerrero se libera de
otras hazañas mediante su proeza inaugural: debe recomenzar a cada
instante, ya que cada acción realizada es a la vez fuente de prestigio y
cuestio-namiento del mismo. El guerrero está, por esencia, condenado a una huida hacia adelante. La gloria conquistada jamás es suficiente, necesita ser comprobada, y toda hazaña rápidamente reclama la realización de otra.
Así, el guerrero es el hombre de la
insatisfacción permanente. La personalidad de esta inquieta figura
resulta de una convergencia entre el deseo individual de prestigio y el
reconocimiento social que se le confiere. Ante cada hecho de armas, el
guerrero y la sociedad pronuncian el mismo Juicio: está bien, pero puedo
hacer más, adquirir más gloria, dice el guerrero; está bien, pero debes
hacer más, obtener de nosotros el reconocimiento de un prestigio
superior, dice la sociedad. Dicho de otra manera, tanto por su
personalidad (la gloria antes que nada) como por su total dependencia de
la tribu (¿quién sino podría conferirle la gloria?), el guerrero se
encuentra, volens nolens,
prisionero de una lógica que lo lleva implacablemente a querer hacer
siempre un poco más. De lo contrario, la sociedad perdería rápidamente
la memoria de sus hazañas pasadas y de la gloria que le valieron. El
guerrero sólo existe en la guerra, está condenado al activismo: el
relato de sus proezas, declamadas con ocasión de las fiestas, es un
llamado a otras hazañas. Cuanto más combata el guerrero más prestigio le
conferirá la sociedad.
De esto se sigue que si la sociedad es la única
capaz de acordar o negar la gloria, el guerrero está dominado, alienado
por la sociedad. ¿Pero acaso esta relación de subordinación no podría
revertirse en beneficio del guerrero, en detrimento de la tribu? En
efecto, esta posibilidad está inscrita en la lógica misma de la guerra
que aliena al guerrero en una espiral ascendente de hazañas cada vez más
gloriosas. Esta dinámica de la guerra que, originariamente, es una
empresa individual del guerrero, podría muy bien ir convirtiéndose poco a
poco en empresa colectiva de la sociedad: el guerrero bien puede
alienar a la tribu en la guerra. El órgano (el conjunto de los
guerreros) puede desarrollar la función (la actividad guerrera). ¿De qué
manera? En primer lugar hay que tener en cuenta que, aunque por
naturaleza deben cumplir individualmente su vocación, los guerreros
constituyen en conjunto un grupo determinado por la identidad de sus
intereses: organizar expediciones sin cesar para acrecentar su
prestigio. Por otra parte, ellos no hacen la guerra a los enemigos
personales sino a los enemigos de la tribu. En otras palabras, su
interés es no dejar nunca en paz a estos enemigos, hostigarlos siempre,
no darles respiro. De esto resulta que, en una sociedad cualquiera, la
existencia de un grupo organizado de guerreros «profesionales» tiende a
transformar el estado de guerra permanente (situación general de la sociedad primitiva) en guerra efectiva permanente (situación particular de las sociedades con guerreros).
Ahora bien, tal transformación, llevada a su
término, acarrearía consecuencias sociológicas considerables, por cuanto
alteraría la estructura misma de la sociedad, su ser indiviso. El poder
de decisión de guerra o paz (poder absolutamente esencial) no
pertenecería ya, en efecto, a la sociedad, sino a la cofradía de
guerreros, que colocarían su interés privado por encima del interés
colectivo de la sociedad, que convertirían su punto de vista particular
en el punto de vista general de la tribu. El guerrero empujaría a la
sociedad a un ciclo de guerras no deseado. La política exterior de la
tribu ya no estaría determinada por ella misma sino por una minoría que
la llevaría a una situación imposible: la guerra permanente contra todas
las naciones vecinas. Aquello que en un comienzo era grupo de
adquisición de prestigio, la comunidad guerrera, se transformaría luego en grupo de presión con vistas a llevar a la sociedad a aceptar la intensificación de la guerra, y por último en grupo de poder
que decidiría por sí solo la paz o la guerra. Una vez recorrida esta
trayectoria, inscrita de antemano en la lógica de la guerra, el grupo de
guerreros detentaría el poder y lo ejercería sobre la sociedad para
obligarla a perseguir su objetivo: se habría instituido, así, como
órgano de poder político independiente, la sociedad global presentaría
una figura radicalmente nueva, la de la división entre dominadores y
dominados.
Por lo tanto, la guerra acarrea el peligro de la
división del cuerpo social homogéneo de la sociedad primitiva. Una
paradoja sorprendente: por un lado la guerra permite que la comunidad
primitiva persevere en su ser indiviso; por otra parte, se revela como
el posible fundamento de la división en Señores y Súbditos. La sociedad
primitiva como tal obedece a una lógica de la indivisión que la guerra
tiende a sustituir por la lógica de la división. Vemos entonces que la
sociedad primitiva no permanece al margen del conflicto dinámico, de la
innovación social o, para decirlo de otro modo, de la contradicción
interna: el conflicto entre el deseo social del grupo (mantener el
cuerpo social como totalidad una) y el deseo individual del guerrero
(todos los medios son buenos para acrecentar la gloria), contradicción
entre dos lógicas opuestas de tal manera que cada una debe triunfar
mediante una exclusión radical de la otra. O bien la lógica sociológica anula
a] guerrero, o bien la lógica guerrera destruye la sociedad como cuerpo
indiviso. No hay soluciones intermedias. ¿Cómo se plantea entonces la
cuestión de la relación entre la sociedad y los guerreros? Se trata de
saber si la sociedad está en condiciones de poner en juego los
mecanismos de defensa adecuados para protegerse de la mortal división a
la que, fatalmente, la conduce el guerrero.
Para la sociedad es un problema de sobrevivencia: o la tribu o el
guerrero. ¿Quién de los dos será más fuerte? ¿Cuál es la solución que se
da a este problema en la realidad social concreta de estas sociedades?
Para saberlo es necesario interrogar nuevamente a la etnografía de estas
tribus.
En primer lugar reparemos en los límites
asignados al grupo de guerreros como organización autónoma. De hecho,
este grupo no está instituido y socialmente reconocido como tal más que
en el plano del prestigio adquirido: los guerreros son los hombres que
han conquistado el derecho a ciertos privilegios (título, nombre,
peinado y pinturas especiales, etc.), sin contar los efectos eróticos de
su prestigio en las mujeres. La naturaleza misma de su objetivo vital
—el prestigio— les impide precisamente constituirse como conjunto capaz
de elaborar una política y una estrategia unitaria, como parte del
cuerpo social apto para promover y alcanzar objetivos colectivos que les
sean propios. En efecto, el individualismo obligado de cada guerrero
impide al conjunto de guerreros aparecer como colectividad homogénea. El
guerrero deseoso de adquirir prestigio no puede y no quiere contar más
que con sus propias fuerzas: no desea una eventual solidaridad de sus
compañeros de armas con los que debería compartir el beneficio de la
expedición. Una banda de guerreros no actúa como un equipo: cada uno por
sí mismo, es, llevada al extremo, la divisa del guerrero salvaje. Gozar del prestigio es un puro asunto personal, adquirirlo también.
Pero vemos también que en virtud de la misma
lógica, el prestigio adquirido (la hazaña realizada) no asegura al
guerrero más que una satisfacción provisoria, un placer efímero. Cada
hecho de armas saludado y celebrado por la tribu lo coloca, de hecho, en
la obligación de apuntar más alto, de mirar más allá, de volver al
punto cero renovando la fuente de su prestigio, extendiendo siempre la
serie de sus hazañas. En otras palabras, la tarea del guerrero es infinita,
siempre inacabada, jamás alcanza el objetivo que queda siempre fuera de
sus posibilidades: no hay reposo para el guerrero en su búsqueda
infinita.
Su empresa es, pues, individual y además no
genera rentas: la vida guerrera es un perpetuo combate. Pero esto no es
todo. Para responder a esta exigencia, personal y social a la vez, de
reconquistar el prestigio reiterando las hazañas no le es suficiente al
guerrero con renovar el mismo hecho de armas, instalándose apaciblemente
en la repetición de traer nuevamente al campamento el cuero cabelludo
de un enemigo: ni él ni la tribu se contentarían con esta solución tan
fácil (si puede decirse). Es necesario que la proeza sea cada vez más
difícil, el peligro enfrentado más terrible, mayor el riesgo que se
corre. ¿Pero por qué ha de ser así? Porque es el único medio que tiene
el guerrero de mantener su diferencia individual en relación con sus
compañeros, porque entre los guerreros hay competencia por el prestigio.
Toda proeza de uno de ellos, justamente porque es reconocida como tal,
es un desafío para los otros: tienen que hacerlo mejor. El debutante
busca igualarse al veterano, obligando así a este último a mantener la
diferencia de prestigio demostrando más valentía. El amor propio
individual, la presión social de la tribu y la competencia en el
interior del grupo acumulan sus efectos para lanzar al guerrero en una escalada de temeridad.
¿Cómo se traduce concretamente, en el terreno,
esta escalada? Para el guerrero se trata de buscar la máxima dificultad
que acreditará su victoria con un valor igualmente grande. Así, por
ejemplo, realizarán expediciones cada vez más largas, penetrando cada
vez más en terreno enemigo y renunciando a la seguridad que ofrece la
proximidad de su propio territorio. O bien irán a enfrentar a un grupo
adversario reputado por su particular coraje o ferocidad, cuyos cueros
cabelludos son, por esto, más apreciados que los otros. Incluso se
arriesgarán, a pesar del redoblamiento del peligro producido por las
almas, los espíritus y los fantasmas, a llevar a cabo sus acciones por
la noche, cosa que los indios no hacen jamás. De igual manera, cuando se
organiza un ataque en conjunto, los guerreros se separan mucho de la
vanguardia de las tropas para lanzar el primer asalto en un pequeño
número. Se cubre de mucha gloria quien abate un enemigo en su campamento
o su poblado, galopando en medio de las flechas o los arcabuzazos. Los
testimonios de los exploradores, las crónicas de los misioneros, los
informes de los militares, contienen una gran cantidad de relatos que
ilustran la bravura de los guerreros salvajes, admirables a veces y, más
frecuentemente, insensatos. Su bravura es innegable, pero les viene más
de la lógica propia de la guerra, la guerra para adquirir prestigio,
que de la personalidad individual del guerrero. Desde el punto de vista
de los europeos (tanto en América del Norte como en América del Sur),
ciegos a esta lógica de la gloria, la temeridad indígena no podía
parecer sino insensata, anormal. Pero desde el punto de vista indígena
correspondía, simplemente, a la norma común de los guerreros.
Guerra para ganar prestigio, lógica de la gloria;
¿a qué grado último de bravura podían conducir al guerrero? ¿Cuál es la
hazaña que procura la mayor gloria porque es insuperable? Es la hazaña
individual, la acción del guerrero que, solo,
atacará el campo adversario, que se iguala, en ese desafío máximo en el
que se inscribe la desigualdad más absoluta, a toda la potencia de sus
compañeros, que reivindica y afirma su superioridad sobre el conjunto de
los enemigos. Sólo contra todos: ése es el punto culminante de la
escalada en la proeza. Aquí no vale para nada el saber del guerrero
experimentado, de poco le sirve su astucia cuando se encuentra en un
frente a frente al que sólo ayuda la aplastante sorpresa de su presencia
solitaria.
Champlain cuenta, por ejemplo, que cuando intentó
convencer a un valiente guerrero algonquino de no atacar en solitario a
los Iroqueses, escuchó la siguiente respuesta: que le era imposible
vivir sino mataba a sus enemigos y obtenía venganza, y que su corazón le
decía que debía partir lo antes posible, lo que estaba decidido a
hacer. (Pág. 165.)
Lo mismo hacen los Iraqueses, de lo que se sorprenden los jesuítas franceses instalados entre los Hurones:
...y aún algunas veces un enemigo tendrá el
coraje, desnudo y tan sólo con un hacha en la mano, de entrar por la
noche y sólo a las cabañas de un pueblo, y luego de haber matado a los
que se encontraban durmiendo emprender la huida, sin defensa frente a los centenares de personas que lo perseguirán días enteros (III, año 1642, pág. 55).
Se sabe que Gerónimo, incapaz de arrastrar a los
Apaches a la guerra constante que deseaba, no dudaba en atacar los
poblados mexicanos acompañado tan sólo de dos o tres guerreros. En su
hermoso libro de memorias (cf. bibliografía), el sioux Impulso Negro
recuerda cómo un guerrero Crow fue muerto cuando, en solitario durante
la noche, intentaba robar los caballos de los Sioux. Impulso Negro
cuenta también que en un famoso combate contra el ejército
norteamericano, un caballero cheyenne cargó solo, delante de sus
hermanos, en medio de los disparos de los fusiles: lo mataron. Entre los
Yanomami amazónicos más de un guerrero muere, como el famoso Fusiwe
(cf. bibliografía), en un combate librado en solitario contra un grupo
enemigo. Los Chulupí aún conmemoran el fin de uno de los suyos, Kaanoklé
de gran renombre. En la cumbre de la gloria, no tenía elección posible:
montado en su mejor caballo de guerra, solo, se internó varias jornadas
de marcha en territorio Toba, atacó uno de sus campamentos y murió en
el combate. En el recuerdo de los Chulupí permanece viva la figura de
Kalali’ín, célebre jefe de guerra Toba. Ellos me contaron cómo, a
principios de siglo, venía por la noche, solo, a los campamentos de los
Chulupí dormidos, degollando y quitando el cuero cabelludo a uno o dos
hombres en cada visita; y siempre escapaba ileso. Algunos guerreros
chulupí decidieron capturarlo y lo lograron, tendiéndole una emboscada.
Las hazañas de Kalali’in son evocadas con odio, su muerte con
admiración: murió en la tortura sin dejar escuchar el sonido de su voz.
¿Para qué multiplicar los ejemplos? Basta leer
los textos en desprecio por el peligro viene acompañado siempre del
deseo de gloria. Esta conjunción explica, por otra parte, un
comportamiento de los guerreros que dejaba perplejos a los europeos, a
saber, que un combatiente capturado por sus enemigos jamás intentaba evadirse.
Por lo tanto, la mayoría de las veces, el porvenir del prisionero de
guerra estaba trazado: en el mejor de los casos sobrevivía a las
terribles torturas que le infligían sus captores, en el peor (el destino
más frecuente), era muerto. Pero escuchemos a Champlaín relatar las
consecuencias de un combate que, aliado con los Algonquinos, lleva a
cabo en 1609 contra los Iroqueses, capturando a una docena de ellos:
Entonces los nuestros encendieron un fuego y
cuando se hicieron las brasas cada uno cogió un tizón y quemaron a ese
pobre miserable, poco a poco, para torturarlo. Lo dejaron algunas veces,
arrojándole agua sobre la espalda, luego le arrancaron las uñas y le
pusieron fuego en los extremos de los dedos y en su miembro. Más tarde
le raparon la cabeza y le echaron encima una goma hirviendo. Luego le
cortaron los brazos cerca de los puños y con bastones tiraron de los
nervios y los arrancaron a la fuerza, y como vieron que no lo conseguían
los cortaron (pág. 145).
Treinta años después nada ha cambiado, como lo comprueban los jesuítas en 1642:
como uno de los prisioneros no mostraba signo de
dolor en lo más fuerte de sus tormentos y suplicios, los Iroqueses,
enardecidos por la constancia que veían en él, tomáronla como una señal
de mal augurio, pues creen que las almas de los guerreros que desprecian
su rabia les hacen pagar bien caro la muerte de sus cuerpos; viendo,
digo, esta constancia, le preguntaron por qué no gritaba: Yo hago,
respondió, aquello que vosotros no haríais si os trataran con el mismo
furor con que vosotros me tratáis: el fuego y el hierro que aplicáis
sobre mi cuerpo os harían gritar bien alto y llorar como niños, y yo no
me inmuto. Al oír esto, estos tigres se lanzan sobre su víctima a medio
quemar, le levantan la piel de la cabeza y arrojan sobre su cráneo
sangrante arena roja y quemante de fuego: lo bajan de la hoguera y lo
pasean alrededor de las cabañas (III, año 1642, pág. 43).
Se sabe que entre los Tupí-Guaraní un prisionero
de guerra podía permanecer años sano y salvo, aún libre, en el poblado
de los vencedores, pero tarde o temprano era inevitablemente ejecutado y
comido. El lo sabía y no intentaba huir. ¿Dónde encontraría refugio,
por otra parte? Ciertamente no entre los suyos, puesto que para ellos el
guerrero capturado no pertenece más a la tribu, está definitivamente excluido de la comunidad
que sólo espera en terarse de su muerte para vengarlo inmediatamente.
Si intentara escapar, la gente de su poblado se negaría a acogerlo: es
un prisionero y debe cumplir su destino. Tanto es así que, como escriben
los jesuítas a propósito de los indios canadienses, la huida de un
prisionero de guerra «es un crimen entre ellos que no perdonan» (III,
año 1644, pág. 42).
He aquí que por todas partes se precisa esta
afinidad irreductible, esta vecindad trágica entre el guerrero y la
muerte. Si es vencedor, le es preciso volver a partir para la guerra en
seguida con el fin de asegurar su gloria con una hazaña aún mayor. Pero
al extender sin cesar el límite del riesgo enfrentado, termina casi
siempre por encontrar el término mecánico de su huida hacia adelante en
busca del prestigio: la muerte solitaria frente a los enemigos. Si es
vencido, o sea, capturado, deja por ello mismo de existir socialmente a
los ojos de los suyos: nómade ambiguo, erra a partir de ese momento
entre la vida y la muerte, aún si no se lo mata (es el caso de las
tribus del Chaco, en las que los prisioneros raramente eran ejecutados).
No hay alternativa para el guerrero, tiene una sola salida: la muerte.
Su tarea, decía yo, es infinita. Lo que queda probado aquí, en suma, es
que el guerrero jamás es un guerrero
sino es en lo infinito de su tarea, cuando, realizando la hazaña
suprema gana, junto con la gloria absoluta, la muerte. El guerrero es,
en su ser, ser-para-la-muerte.
Por esto, Dobrizhoffer se equivoca, al menos parcialmente, cuando escribe sobre este punto:
Los Abipones buscan la gloria, pero jamás la muerte (II, página 360).
Los guerreros, ya sean los Abipones u otros, tal
vez no busquen la muerte por sí misma, pero les sobreviene
inevitablemente al final del camino que han elegido: buscando la gloria
encuentran la muerte. Por lo tanto, no debe sorprendemos que la tasa de
mortalidad entre los guerreros sea muy elevada. Las antiguas crónicas
recuerdan sobre todo la figura y el nombre de los mejores guerreros, los
jefes de guerra, y casi todos murieron, tarde o temprano, en combate.
Hay que tener en cuenta también que estas pérdidas diezmaban una clase
de edad determinada: los hombres de veinte a cuarenta y cinco años, o
sea, de alguna manera la flor y nata de esta caballería salvaje. Tanta
perseverancia en este ser-para-la-muerte sugiere, tal vez, que la pasión
por la gloria estaba al servicio de otra pasión más profunda, aquella
que llamamos el instinto de muerte,
instinto que no solamente recorría el grupo de los guerreros sino que
también contaminaba al conjunto de la sociedad. En efecto, ¿acaso no se
negaban las mujeres a tener niños, condenando así a las tribus a una
rápida desaparición? Un querer-morir colectivo de una sociedad que
aspira a no reproducirse más...
Se aclara aquí un último punto. Yo decía más
arriba que entre las tribus del Chaco sólo una parte de los hombres
deseaban ser guerreros, es decir, ser designados como tales después de
haber traído un cuero cabelludo enemigo. En otras palabras, el resto de
los hombres se dedicaba a la guerra pero mataba a sus enemigos sin
quitarles la cabellera, o sea, no aspiraba al título de guerrero.
Deliberadamente renunciaban a la gloria. Pero no anticipemos los motivos
de esta decisión un tanto inesperada, dejemos, que se expliquen los
propios indios. Podremos observar así, en su discurso, la absoluta
libertad de su pensamiento y su acción, tanto como la fría lucidez de su
análisis político. Los hombres de estas sociedades hacen lo que quieren
y saben perfectamente por qué lo hacen.
Durante mi estancia en el Chaco tuve en varias
oportunidades ocasión de conversar con antiguos combatientes chulupí.
Algunos de ellos eran guerreros «institucionales», Kaanoklés'.
poseían las cabelleras de los enemigos que habían matado. En cuanto a
los otros, no se trataba de verdaderos guerreros porque jamás le habían
arrancado el cuero cabelludo a un enemigo. Dentro del grupo de antiguos
combatientes, los Kaanoklé
eran escasos, porque la mayor parte de sus compañeros hacía mucho
tiempo que habían muerto en batalla, lo que está inscrito en el orden
guerrero. Por lo tanto, fueron los no-guerreros quienes me explicaron la
verdad del guerrero. Si ellos no eran Kaanoklé era porque no habían querido. ¿Por qué razón unos combatientes valerosos no deseaban ser Kaanoklés?
Tal es el caso, entre otros, de Aklamatsé, un reputado chamán, o de
Tanu’uh, un hombre de un saber mitológico inmenso. Ambos tenían
aproximadamente sesenta años y, sobre todo el segundo, habían librado
muchos combates contra los bolivianos, los argentinos y los tobas, pero
ninguno de ellos era Kaanoklé. El
cuerpo de Tanu’uh, Heno de cicatrices (heridas de
arma blanca, flechas y balas), indicaba claramente que había rozado la
muerte más de una vez. Tanu’uh, sin duda, mató una o dos decenas de
hombres. «¿Por qué no eres Kaanoklé'?
¿Por qué nunca has arrancado el cuero cabelludo de tus enemigos?». La
respuesta fue, por lo contradictoria, casi cómica: «Porque era muy
peligroso y yo no quería morir». En síntesis, este hombre que se había
arriesgado a morir diez veces no quería convertirse en guerrero por
miedo a la muerte.
Para él, no cabía duda de que el Kaanoklé
está condenado a muerte. Reivindicar la gloria que lleva el título de
guerrero significa aceptar tarde o temprano el precio: la muerte.
Tanu’uh y sus amigos describían muy bien el movimiento que anima al
guerrero. Para ser Kaanoklé,
decían, es preciso traer un cuero cabelludo. Pero una vez que se ha
dado este primer paso, el hombre debe volver a la guerra para traer
otros, porque sino se le olvidaría. Es por esto que los Kaanoklé mueren pronto.
El análisis de la relación que liga a la sociedad
con sus guerreros no podría ser más claro. La tribu acepta que se
constituya en su seno un grupo autónomo de hombres de guerra, cuya
vocación anima mediante un generoso reconocimiento de prestigio. Pero
este grupo de prestigio, ¿no puede convertirse en grupo de presión, y
luego en grupo de poder? Ahora bien, es demasiado tarde para el
guerrero: si no renuncia a serlo, perdiendo vergonzosamente su
prestigio, se encuentra entrampado sin remedio en su propia vocación,
prisionero de su deseo de gloria que le conduce directamente hacia la
muerte. La sociedad intercambia con el guerrero el prestigio por la
hazaña. Poro en este frente a frente es la sociedad quien, dueña de las
reglas del juego, tiene la última palabra: el postrer intercambio es el
de la gloria eterna contra la eternidad de la muerte. El guerrero está
condenado a muerte de antemano por la sociedad, sólo tiene la certeza de
su desgracia. ¿Pero por qué es esto así? Porque el guerrero podría
acarrear la desgracia de la sociedad introduciendo en ella el germen de
la división, convirtiéndose en órgano de poder independiente. Este es el
mecanismo de defensa que la sociedad primitiva pone en juego para
conjurar el riesgo del que es portador el guerrero: la vida del cuerpo
social indiviso contra la muerte del guerrero. Se hace más preciso, así,
el texto de la ley tribal: la sociedad primitiva es, en su ser, sociedad-para-la-guerra y, al mismo tiempo, y por las mismas razones, sociedad contra el guerrero.7
7. Entre ciertas tribus de América del Norte (Crow, Hidatsa, Man-
Dejemos el caso particular de las sociedades con
guerreros para volver a la situación general de las sociedades
primitivas. Las reflexiones precedentes proporcionan, en efecto, algunos
elementos de respuesta al problema de las relaciones entre hombres y
mujeres en este tipo de sociedad, o mejor dicho, permiten detectar en
qué puntos se trata de un falso problema. Los promotores de la
antropología marxista —los afanosos fabricantes de ese catecismo
indigente que no tiene nada que ver con el pensamiento marxista ni con
la realidad social primitiva—, al no poder encontrar la lucha de clases
en la sociedad primitiva descubren que, al fin de cuentas, el conflicto
social es la lucha de sexos, lucha que pierden las mujeres: en esta
sociedad, la mujer está alienada, explotada, oprimida por el hombre.
Curiosamente, cierto discurso feminista se hace eco de este piadoso credo: las sostenedoras de esta idea quieren mordicus
que la sociedad primitiva sea sexista, que la mujer sea víctima de la
dominación masculina. No se trataría, entonces, y de ninguna manera, de
una sociedad igualitaria.
Las relaciones, reales y simbólicas, conscientes e
inconscientes, entre hombres y mujeres en las sociedades primitivas
constituyen un campo de reflexión apasionante para el etnólogo. ¿Por
qué? Porque la vida social interna de la comunidad reposa en lo esencial
no tanto sobre las relaciones entre hombres y mujeres —perogrullada sin
interés— sino más bien en el modo muy particular según el cual estas
culturas aprehenden y piensan la diferencia sexual en sus mitos y,
todavía mejor, en sus ritos. Para decirlo más claramente: en las
sociedades primitivas, muchas veces signadas de masculinidad en ciertos
aspectos, o sea, de culto a la virilidad, los hombres, sin embargo,
están en una posición defensiva frente a las mujeres,
porque reconocen —mitos, ritos y vida cotidiana lo prueban
suficientemente— la superioridad femenina. Determinar la naturaleza de
esta superioridad, medir su importancia, descubrir los medios utilizados
por los hombres para protegerse de las mujeres, examinar la eficacia de
estos medios, todo ello requeriría un largo y serio estudio.
Yo me limitaré, por el momento, a indicar cómo la
relación estructural que une la guerra a la sociedad primitiva
determina, al menos en parte, la relación entre los sexos. Esta sociedad
es esencialmente guerrera. O sea que todo hombre es, por definición, un
dan, Pawnee, Cheyennes, Sioux, etc.) existía un club especial de guerreros, la Crazy-Dog socieiy,
cofradía de guerreros-suicidas que jamás se nega-can al combate (cf.
bibliografía). guerrero y la división sexual del trabajo hace de la
actividad guerrera una función masculina. El hombre, por lo tanto, debe
estar siempre disponible para la guerra y debe, de tiempo en tiempo,
realizarla efectivamente. Sabemos que» en general, la guerra primitiva
es poco asesina, salvo, claro está, el caso muy especial de las
sociedades con guerreros. Como la posibilidad de la guerra está
constantemente presente, la posibilidad del riesgo, la herida o la
muerte está inscrita de antemano en el destino masculino. El hombre de
la sociedad primitiva se encuentra, por lo tanto, marcado por su
condición: con mayor o menor intensidad es un ser-para-la-muerte. Esta
no alcanzará, en el momento del combate, más que a un número reducido de
individuos, pero antes de la batalla amenaza igualmente a todos. Hay,
por lo tanto, como consecuencia de la mediación de la guerra, una
relación íntima, una proximidad esencial entre masculinidad y muerte.
¿Qué ocurre, en contrapartida, con las mujeres?
Recordemos al pasar la idea, tan sumaria como expandida, de la mujer
como «bien» preciado que los hombres intercambian todo el tiempo y hacen
circular; igualmente, la idea —elemental— de la mujer como reposo del
guerrero que, por otra parte, concuerda con la concepción precedente: la
mujer como bien de intercambio y consumo. Más adelante tendremos tiempo
de discutir las fallas y efectos del discurso estructuralista acerca de
las mujeres. La propiedad esencial de las mujeres, la que define
integralmente su ser, es asegurar la reproducción biológica y, aún más,
social, de la comunidad: las mujeres traen al mundo los niños. Lejos de
existir como objeto consumido o sujeto explotado, son, por el contrario,
productoras de aquello de lo que la sociedad no puede prescindir, salvo
que haya decidido desaparecer, a saber, los niños como futuro inmediato
de la tribu, como su devenir lejano. Se trata de evidencias, sin duda,
pero es necesario recordarlas muy bien. Las esposas de los guerreros lo
sabían cuando, como vimos en el caso del Chaco, decidieron
la muerte de las tribus negándose a tener niños. La femineidad es la
maternidad, en principio como función biológica, pero sobre todo como
dominio sociológico ejercido sobre la producción de niños: depende
exclusivamente de las mujeres que haya o no haya niños. Y es esto lo que
asegura el dominio de las mujeres sobre la sociedad.
En otras palabras, se desvela aquí una proximidad inmediata entre vida y femineidad,
ya que la mujer es, en su ser, ser-parala-vida. Entonces estalla en la
sociedad primitiva la diferencia muerte; como madre, la mujer es
ser-para-la-vida. La relación respectiva con la vida y la muerte,
sociales y biológicas, determina las relaciones entre hombres y mujeres.
En el marco del inconsciente colectivo de la tribu (la cultura), el
inconsciente masculino aprehende y reconoce la diferencia de sexos como
una superioridad irreversible de las mujeres sobre los hombres. Los
hombres, esclavos de la muerte, envidian y temen a las mujeres, señoras
de la vida. Esta es la primordial verdad que revelaría un análisis serio
de ciertos mitos y ritos. Los mitos intentan pensar, invirtiendo el
orden real, el destino de la sociedad como destino masculino; los
rituales, escenificaciones en las que los hombres representan su
victoria, intentan conjurar, compensar, la verdad evidente de que ese
destino es femenino. ¿Debilidad, desamparo, inferioridad de los hombres
frente a las mujeres? Es lo que reconocen, en casi todas partes del
mundo, los mitos que fantasean con la idea de una edad de oro o un
paraíso perdido asexuado, de un mundo sin mujeres.
ANEXO
REPRESENTACIONES MITOLOGICAS DEL GUERRERO
En el texto precedente
he presentado a la guerra y al guerrero como realidad y como política y
no como representación. Esto no significa, de ninguna manera, que entre
los Salvajes no haya representación de la guerra y del guerrero,
expresada sobre todo en los mitos. Aquí presento dos, extraídos del
cuerpo mitológico chulupí, que recogí en 1966. El primero se refiere al
origen de la guerra, el segundo desarrolla una cierta representación del
guerrero. Los dos son inéditos.
En otros tiempos, los Chulupí y los Toba
constituían una sola tribu. Pero los jóvenes nunca querían igualarse
entre ellos, unos querían ser más fuertes que los otros. Todo comenzó
cuando nació la hostilidad entre dos jóvenes. Vivían juntos, comían
juntos su pescado, iban juntos a recolectar. Un día fueron a bañarse al
Pilco-mayo y se entretuvieron en luchar.1 Uno golpeó al otro
con cierta fuerza, y éste, acusando el golpe, se vengó: golpeó a su
adversario con un trozo de madera en la cabeza hiriéndole en la frente.
El otro hizo lo mismo. Era la época en que los Chulupí y los Toba eran
una sola tribu, hablaban una misma lengua y no había entre ellos más que
pequeñas diferencias.
Los hermanos y compañeros de cada uno de los
jóvenes se reunieron alrededor de ellos, y cada uno fue a buscar a su
padre. El Toba declaró que el otro había comenzado y, sin embargo, era
él el que había empezado. Hasta ese momento no había habido el menor
desacuerdo entre los indios. En ese tiempo los Matacos eran los únicos
enemigos de los Chulupí, y en cuanto a los Toba sólo tenían por enemigos
a los Chorotí, «las gentes del loro».36 37
Luego de estos acontecimientos, se preparó una
fiesta, una gran bebedera de miel fermentada. En el curso de la fiesta,
el padre del Toba se levantó y declaró: «¡Ahora yo vengaré a mi hijo que
ha sido herido!».38
Y en cuanto hubo dicho esto comenzó a flechar a los parientes y amigos
del adversario de su hijo. Un guerrero chulupí también se levantó e
hirió a varios Toba que estaban a punto de cantar, de pie, acompañándose
con sus maracas. Entonces se generalizó el combate entre los hombres,
que estaban todos borrachos. Y la causa de todo esto eran los dos
jóvenes. La lucha se extendió a las mujeres, que se pusieron a combatir
junto a sus maridos. Los combatientes tuvieron muchas dificultades para
separarse pues de los dos lados la lucha era encarnizada. Se detuvieron,
parlamentaron y decidieron reencontrarse de nuevo el día siguiente para
recomenzar la lucha.
Al alba del día siguiente todo estaba listo. Los caballeros se provocaban. Vestidos con un pequeño paño de fibras de caraguatá, estaban
armados con su arco y flechas de guerra de punta sin dientes. Los dos
grupos eran muy numerosos. Los Chulupí comenzaron a dominar. Hubo muchos
muertos, pero menos del lado de los Chulupí, que eran más ágiles para
esquivar las flechas. Los Tobas huyeron abandonando a muchos de los
suyos, niños y recién nacidos. Las mujeres chulupí los amamantaron, ya
que muchas de las madres de estos pequeños habían muerto durante la
lucha. Entre los prisioneros también había mujeres. Los hombres
consagraron todo el día a quitar el cuero cabelludo a los guerreros toba
muertos.
Estos acontecimientos se produjeron justo después
de la aparición. de la noche. En la época del día permanente, los
Chulupí y los Toba vivían juntos.39
Este mito necesita de algunas breves anotaciones. Piensa a la vez el
origen de la guerra y el nacimiento de la sociedad. Antes de la guerra,
en efecto, el orden de las cosas, cósmicas y humanas, todavía no se
había establecido: es el tiempo pre-humano del día eterno, que no ritma
la sucesión del día y de la noche. El orden social, como
multiplicidad de diferencias, como pluralidad de tribus, está aún por
nacer: los Chulupí y los Toba no difieren unos de otros. En otras
palabras, el pensamiento salvaje, en su expresión mitológica, piensa
conjuntamente la aparición de la sociedad y la de la guerra, piensa la
guerra como consustancial a la sociedad, la guerra pertenece al orden
social primitivo. El discurso indígena convalida en este caso la
reflexión antropológica.
Por otra parte, se
observa que el mito atribuye a los jóvenes la responsabilidad del
desencadenamiento de la guerra. Los jóvenes no quieren la igualdad,
desean la jerarquización entre ellos, anhelan la gloria, y por esto son
violentos y utilizan la fuerza, abandonándose a su pasión de prestigio.
El mito dice claramente que los jóvenes están hechos para ser guerreros,
que la guerra está hecha para los jóvenes. No se podría subrayar mejor
la afinidad entre actividad guerrera y clase de edad.
II. Los guerreros ciegos
Una vez, numerosos Kaanoklé
partieron en expedición. Al cabo de varios días de marcha se detuvieron
para dormir. El jefe dijo: «esta noche, hijos míos, dormiremos aquí, y
mañana continuaremos nuestro camino».
Durante la noche, el pájaro Vuot-vuot40
comenzó a cantar y todos los guerreros estallaron en carcajadas porque
cantaba muy mal. El pájaro se molestó al ver que se burlaban así de él.
Volvió a cantar y los hombres volvieron a reír: ¡qué mal canta este
hombre! Sólo un hombre se reía menos que los demás. Al día siguiente,
cuando se levantaron, se dieron cuenta de que todos habían enceguecido:
era la venganza del pájaro: «¡Estoy ciego. —Yo también. —Y yo!»,
gritaban. El que se había reído menos que los otros y que veía un poco
proclamó: «¡Yo no estoy completamente ciego! Soy el único que ve algo.
—Entonces es preciso que seas nuestro guía.» Y se convirtió en su
conductor.
Se tomaron todos por la mano y formaron en una
larga fila. Llegaron a un bosque y aquel que veía un poco llamó a un
enjambre de abejas: «¿Dónde estáis, abejas?». Una abeja que se
encontraba cerca le respondió: —Aquí estoy, pero tengo muy poca miel;
justo la suficiente para mis hijos.
—Entonces no nos sirve. Iremos más lejos.
«Sí, sí, vayamos más lejos», gritaban a coro los otros.
Continuaron el camino y llegaron a otra región. Allí el guía llamó de nuevo:
—Abeja, ¿dónde estás?
—Aquí, y tengo mucha miel.
—Muy bien, comeremos la tuya.
«Sí, sí, eso es, vamos a comerla, vamos a comerla», gritaba el coro de ciegos.
El hombre que veía un poco agrandó el orificio de
la colmena en el árbol y extrajo la miel. Todos se pusieron a comer.
Pero quedaba muchísima miel. Entonces se untaron todo el cuerpo,
comenzaron a atropellarse entre ellos, a darse golpes:
—-¿Por qué me has cubierto de miel?
—¿Y tú a mí?
Y continuaron peleando. El que veía un poco Ies
aconsejó que no pelearan, que comieran bien. Todavía había mucha miel,
pero los hombres tenían mucha sed así es que se pusieron a buscar agua.
Su guía, entonces, llamó a una laguna:
—Laguna, ¿adonde estás?
—Estoy aquí, pero tengo muy poca agua. Y también muy pocas anguilas.
—En ese caso, iremos más lejos.
«Sí, sí, vamos más lejos», repetían juntos los
ciegos. Se pusieron nuevamente en marcha y al cabo de un momento el
conductor llamó otra vez:
—Laguna, ¿dónde estás?
—Aquí, respondió una gran laguna. Tengo mucha agua y muchas anguilas.
—Entonces beberemos de tu agua.
«Sí, sí, eso es, beberemos», gritaron los otros. Penetraron en el agua y apagaron su sed.
Luego se pusieron a pescar anguilas con la mano.
Habían dejado sus sacos en el borde. Y cuando un hombre había atrapado
una anguila ordenaba a su saco que se abriera: el saco se abría y él
arrojaba la anguila. Cuando el saco estaba lleno, su propietario le
ordenaba vaciarse: el saco se vaciaba y el hombre lo llenaba de nuevo.
Cuando hubieron vaciado dos veces los sacos salieron del agua y el que
veía un poco encendió un gran fuego. Comenzaron a asar las anguilas.
Cuando estaban en esto, llegó el pájaro Foh-foh. Se divirtió mucho
viendo a todos estos ciegos comer anguilas. Descendió, cogió una y la
agitó por encima de los hombres que fueron salpicados con gotitas de
grasa ardiente. Se molestaron:
—¿Por qué me quemaste?
—Y tú, ¿por qué me quemaste a mí?
Recomenzaron a darse empellones y a pelear.
Foh-foh subió a lo alto de su árbol. Quería reírse, pero se contuvo para
que no supieran que había sido él.
Se fue volando y encontró el pájaro lunutah, a quien le contó todo:
—Ahí abajo hay unos hombres. Yo los he quemado y
han comenzado a pelearse entre sí. Ha sido de morirse de risa, pero he
podido contenerme.
—¡Qué divertido! Yo también voy a ver.
—No, no. No vayas. No hay que reírse y a ti la menor cosa te hace reír.
Pero lunutah insistió:
—No, no. Yo quiero ir. Si me da mucha risa me marcharé en seguida y me reiré lejos.
Finalmente Foh-foh aceptó y lo condujo al lugar
en que se encontraban los guerreros. Allí repitió su ardid, quemó de
nuevo a los hombres que recomenzaron a pelear. lunutah no pudo resistir y
se fue lejos para poder reír tranquilamente. Pero los ciegos se dieron
cuenta de que alguien estaba a punto de reír: «¿De dónde viene esa
risa?», se preguntaron. Uno de ellos cogió su itoicha*
y la lanzó en la dirección de la que provenía la risa. La hierba de la
pradera en la que se encontraba lunutah se incendió. El se escondió en
un agujero, pero no pudo meter las patas que quedaron fuera y se
quemaron.
Desde entonces, las patas del pájaro lunutah son rojas.
Un análisis clásico de
este mito conduce a una conclusión directa: es el mito del origen de la
particularidad física de un pájaro. Sin embargo, me parece que lo
esencial no está ahí y que este mito vale sobre todo por su humor, por
su evidente intento de burla. ¿A
quién ridiculiza el mito? A los guerreros, grotescos lisiados, más
vulnerables y desvalidos que un recién nacido. Es exactamente el retrato
inverso del guerrero real, hombre seguro de sí mismo, temerario,
poderoso y respetado por la tribu. O sea que el mito invierte la
realidad, el pensamiento indígena realiza mitológicamente aquello que
nadie soñaría con hacer realmente: burlarse de los guerreros,
ridiculizarlos. El humor de este mito burlón expresa, por esto mismo, la
distancia que separa a una sociedad guerrera de sus guerreros. Y
aquello que cubre la distancia es justamente la risa, esa misma risa que
acarrea la desgracia a los guerreros en el mito. Pero la sociedad no se
ríe realmente del guerrero (en la realidad lo hace morir), sólo lo hace
en el mito: no vaya a ser que la risa real no se vuelva contra ella.
Otro aspecto del mito es que constituye una especie de aviso discreto contra la desigualdad. ¿Acaso
no se dice que en el país de los ciegos el tuerto es rey? De tal manera
que su moraleja podría enunciarse así: no hay buena sociedad sino es
bajo el signo de la igualdad y la indivisión. ¡Es preciso abrir los
ojos! Es una moraleja política. El análisis clásico o estructuralista de
los mitos oculta la dimensión política del pensamiento salvaje. Los
mitos se piensan entre ellos, sin duda, como escribe Lévi-Strauss, pero
ante todo piensan la sociedad: son el discurso de la sociedad primitiva
acerca de ella misma.**
** Este texto y el precedente {Libre,
77-1) debían inaugurar un trabajo más amplío que quedará inacabado.
Pierre Clastres dejó algunas indicaciones sumarias en sus notas del
campo que pensaba explorar. He aquí lo que parecerían ser las otras
articulaciones fundamentales de su libro: Naturaleza del poder de los
jefes de guerra; La guerra de conquista en las sociedades primitivas
como comienzo posible
de un cambio de la estructura política (el caso de los Tupí); El papel
de las mujeres con referencia a la guerra; La guerra «de Estado» (los
Incas). (Nota de Libre.)
BIBLIOGRAFIA
I. América del Norte
Champlain (S), Les Voyages de Samuel Champlain..., París, PUF, 1951.
Elan Noir, Mémoires d’un Sioux, París, Stock, 1977.
Gerónimo, Mémoires de Gerónimo, París, Maspero, 1972.
Grlnnell (G.B.), The Cheyenne Indians, University of Nebraska Press, 1972.
Lowie (R.H.), The Crow Indians, New York, Holt, Rinehart & Winston, 1966.
Relaiions des jésuites, Montréal, Edítions du Jour, 1972 (t. III, 1642-1646; t. IV, 1647-1655).
II. América del Sur
Biocca (E), Yanoama, París, Pión, 1968 (traducción francesa).
Dobrizhoffer (M), Historia de los Abipones,
Facultad de Humanidades, Universidad Nacional del Nordeste (Argentina),
1967-1970, 3 vol. (traducción castellana del original latino).
Lozano (P), Descripción corográfica del Gran Chaco Gualamba, Tucumán (Argentina), 1941.
Paucke (F), Hacia allá y para acá (una estacada entre los indios Mocovies), 1749-1767, Tucumán-Buenos Aires, 1942-1944, 4 vol. (traducción castellana).
Sánchez Labrador (J), El Paraguay católico, Buenos Aíres, 1910, 2 vol.