30 de marzo de 2022

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INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA por Pierre Castres (Cap. 10)

INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA


por Pierre Castres

Título del original francés: Recherches d’anthropologie politique © Éditions du Seuil, París, 1980

1.* edición en Barcelona, mayo de 1981

© by GEDISA

Capítulo 10. Los marxistas y su antropología*

No es muy divertido, pero es necesario reflexionar un poco acerca de la antropología marxista, sus causas y sus efectos, sus ventajas y sus inconvenientes. Pues si el etno-marxismo constituye todavía una corriente poderosa en ciencias humanas, la etnología de los marxistas es de una vaciedad absoluta o, para decirlo de una manera más terminante, es nula desde la raíz. Por ello es innecesario detallar las obras; se puede, sin dificultad, tomar en conjunto la abundante producción de los etno-marxistas considerándola como un bloque homogéneo sin valor alguno. Conviene, por lo tanto, interrogarse acerca de esta nada que desborda de ser (ya veremos de qué ser se trata), sobre esta conjunción de discurso marxista y sociedad primitiva.

Para comenzar, consignemos algunas referencias históricas. Desde hace veinte años la antropología francesa se ha desarrollado gracias al apoyo institucional de las ciencias sociales (creación de numerosos cursos de etnología en las universidades y en el CNRS),14 pero también por obra de la considerable y original empresa de Lévi-Strauss. La etnología, hasta hace poco, creció principalmente bajo el signo del estructuralismo. Pero hace unos diez años, aproximadamente, se produjo un cambio de tendencia: el marxismo (lo que llaman el marxismo) se impuso poco a poco como línea importante en la investigación etnológica, reconocida por numerosos investigadores no marxistas como un discurso legítimo y respetable acerca de las sociedades que estudian los etnólogos. El discurso estructura-lista fue cediendo su lugar al discurso marxista como discurso dominante en la antropología.

¿Cuáles han sido las razones? Decir que tal o cual marxista tiene un talento superior al de Lévi-Strauss provocaría la hilaridad general. Si los marxistas brillan no es por su talento, pues están bastante desprovistos de él, se diría que por definición: la máquina marxista dejaría de funcionar si sus mecánicos tuvieran el menor talento. Por otra parte, atribuir la regresión del estructuralismo a la versatilidad de la moda, como se hace generalmente, parece demasiado superficial. En la medida en que el discurso estructura-lista conforma un pensamiento importante (un pensamiento) está más allá de las coyunturas y es indiferente a la moda: un discurso vacío se olvida rápidamente. Ya se verá dentro de algún tiempo qué queda de él. Está claro que no se puede explicar el avance del marxismo en etnología por una cuestión de modas. Estaba preparado, en su inicio, para colmar una laguna enorme del discurso es-tructuralista (en realidad, el marxismo no colma nada, como intentaré demostrar). ¿Cuál es la laguna que ha llevado al estructuralismo al fracaso? El que este discurso mayor de la antropología social no habla de la sociedad. Aquello que se ha desplazado, borrado del discurso estructuralista (esencialmente del de Lévi-Strauss ya que, fuera de algunos discípulos más o menos hábiles, capaces de crecer a la sombra de Lévi-Strauss, ¿quiénes son los estructuralis-tas?), aquello de lo que no puede hablar un discurso semejante porque no está preparado para ello, es de la sociedad primitiva concreta, de su modo de funcionamiento, su dinámica interna, su economía y su política.

Pero, de todas formas, se nos dirá: ¿El parentesco, los mitos, todo eso acaso no cuenta? Ciertamente, exceptuando a ciertos marxistas, todo el mundo concuerda en reconocer la importancia decisiva del trabajo de Lévi-Strauss sobre Las estructuras elementales del parentesco. Por otra parte, este libro ha producido entre los etnólogos una formidable inflación de estudios sobre el parentesco: interminables trabajos sobre el hermano de la madre o la hija de la hermana. Pero, planteemos de una vez por todas la pregunta fundamental: ¿el discurso sobre el parentesco es un discurso sobre la sociedad? ¿El conocimiento del sistema de parentesco de una tribu cualquiera nos ilustra sobre su vida social? De ninguna manera. Cuando hemos desmenuzado un sistema de parentesco nos encontramos todavía en el umbral del conocimiento de la sociedad que lo sostiene. El cuerpo social primitivo no se agota en los lazos de sangre y alianza, no es solamente una máquina de fabricar relaciones de parentesco. Parentesco no es sociedad. Ahora bien, ¿significa esto que las relaciones de parentesco son secundarias en el entramado social primitivo? Muy por el contrario, son fundamentales. En otras palabras, la sociedad primitiva, menos que cualquier otra, no puede pensarse sin las relaciones de parentesco, pero a pesar de ello el estudio del parentesco (al menos, tal como ha sido realizado hasta el presente) no enseña nada acerca del ser social primitivo. ¿Para qué sirven las relaciones de parentesco en las sociedades primitivas? El estructuralismo proporciona una respuesta en bloque: para codificar la prohibición del incesto. Esta función del parentesco explica el hecho de que los hombres no sean animales, y nada más. No explica por qué el hombre primitivo es un hombre particular, diferente de los otros, por qué la sociedad primitiva es irreductible a las otras. Y, sin embargo, los lazos de parentesco cumplen una función determinada, inmanente a la sociedad primitiva como tal, es decir, como sociedad indivisa constituida por iguales: parentesco, sociedad, igualdad, inclusive lucha. Pero esa es una historia sobre la que volveremos alguna otra vez.

El otro gran hallazgo de Lévi-Strauss se sitúa en el terreno de la mitología. El análisis de los mitos ha provocado menos vocaciones que el del parentesco; entre otras cosas porque es más difícil y nadie puede hacerlo tan bien como el maestro. ¿En qué condiciones puede llevarse a cabo su análisis? Siempre que los mitos constituyan un sistema homogéneo, a condición de que los mitos «se piensen entre ellos», como lo dice el propio Lévi-Strauss. Los mitos, por lo tanto, son pensables, mantienen relaciones unos con otros. Espléndido. Pero el mito (un mito particular) ¿se limita a pensar a sus vecinos para que el mitólogo pueda pensarlos a todos en conjunto? Está claro que no. Una vez más la concepción estructu-ralista anula, de una manera particularmente clara, la relación con la social: se privilegia de antemano la relación de los mitos entre ellos eludiendo el lugar de producción y de invención del mito, la sociedad. Es cierto que los mitos se piensan entre ellos, que su estructura es analizable —y Lévi-Strauss lo prueba brillantemente—; pero esto es, en cierto sentido, secundario, ya que los mitos, ante todo, piensan la sociedad que se piensa en ellos, y allí reside su función. Los mitos constituyen el discurso de la sociedad primitiva sobre sí misma, encubren una dimensión socio-política que el análisis estructural evita tener en cuenta, naturalmente, so pena de hacer agua. El estructuralismo sólo es operativo si separa los mitos de la sociedad, si los coge etéreos, flotando a buena distan-cía de su espacio originario. Y es por ello que no se cuestiona nunca acerca de lo que se impone como experiencia privilegiada de la vida social primitiva: el rito. En efecto, ¿hay algo más colectivo, más social, que un ritual? El rito es la mediación religiosa entre el mito y la sociedad, pero la dificultad para el análisis estructural proviene de que los ritos no se piensan entre ellos. Imposible pensarlos. Exit, pues, el rito y con él la sociedad.

Tanto si analizamos el estructuralismo por su cima (la obra de Lévi-Strauss) como si consideramos esta cúspide según sus dos vertientes mayores (análisis del parentesco y análisis de los mitos) se impone la constatación de una ausencia: este discurso elegante, a veces muy rico, no habla de la sociedad. El estructuralismo es, como si se tratara de una teología sin dios, una sociología sin sociedad.

En las ciencias humanas se hace cada día más fuerte una aspiración legítima de investigadores y alumnos: ¡queremos hablar de la sociedad! ¡Habladnos de la sociedad! Es entonces cuando cambia la escena. Al gracioso minué de los estructuralistas, cortésmente desplazados, sucede un nuevo ballet, el de los marxistas (así es como se denominan ellos mismos) que bailan una robusta danza y cuyos grandes zuecos claveteados golpean con rudeza el suelo de la investigación. Por diversas razones (políticas y no científicas) el numeroso público aplaude. Es que, en efecto, el marxismo como teoría de la sociedad y de la historia, está naturalmente habilitado para extender su discurso al campo de la sociedad primitiva. Mejor aún: la lógica de la doctrina marxista la obliga a no descuidar ningún tipo de sociedad, forma parte de su naturaleza el dictaminar la verdad a propósito de todas las formaciones sociales que jalonan la historia; y es por ello que hay, inmanente al discurso marxista global, un discurso preparado de antemano sobre la sociedad primitiva.

Los etnólogos marxistas constituyen una falange oscura pero numerosa. Es inútil buscar en este cuerpo disciplinado una individualidad sobresaliente, un espíritu original: devotos de la misma doctrina, profesan la misma creencia y salmodian el mismo credo, cada cual vigilante de que su vecino respete la ortodoxia de la letra de los cánticos de un coro tan poco angélico. Se me objetará que allí se enfrentan duramente las tendencias. Efectivamente: cada uno de ellos gasta su tiempo en tachar al otro de impostor seudo-marxista, cada uno reivindica como suya la justa interpretación del Dogma. No me corresponde, naturalmente, discernir quien posee la patente de marxista auténtico (que se arreglen entre ellos). Pero en cambio puedo intentar demostrar que sus querellas de secta agitan la misma parroquia y que el marxismo de unos no vale más que el de los otros (lo cual no es un placer sino un deber).

Tomemos, por ejemplo, a Meillassoux. Se dice que es una de las cabezas pensantes (¡pensantes!) de la antropología marxista. En este caso concreto puedo ahorrarme penosos esfuerzos gracias al análisis detallado que A. Adler ha consagrado a una obra reciente de este autor.1 Recomiendo al lector que se remita a esa obra y a su crítica: el trabajo de Adler es serio, riguroso, más que atento (Adler, como Meillassoux —o mejor dicho, a diferencia de él— es un especialista en Africa). El pensador marxista debería estar orgulloso de tener un lector tan consciente, debería estarle reconocido. A las muy razonables objeciones de Adler (que destruye, como es de esperar, los argumentos del autor), Meillassoux opone tina respuesta15 16 que podemos resumir sin dificultad: aquellos que no están de acuerdo con la antropología marxista son partidarios de Pinochet. Así no más, sumario pero claro. Nada de matices cuando uno es un protector puntilloso de la doctrina. Es una especie de integrista, hay algo de Monseñor Lefébvre en este hombre: el mismo fanatismo ilimitado, la misma alergia incurable a la duda. Con esta madera se hacen marionetas inofensivas; pero cuando las marionetas están en el poder se vuelven inquietantes y se llaman, por ejemplo, Vichinsky: ¡Al gulag con los incrédulos! Allí se os enseñará a no poner en duda que las relaciones de producción dominan la vida social primitiva.

Pero Meillassoux no es el único, y sería injusto para con los otros hacer creer que detenta el monopolio del marxismo antropológico. Conviene, en una muestra de equidad, otorgar a sus colegas el lugar que Ies corresponde.

Por ejemplo, Godelier, ha adquirido una considerable reputación (en la calle Tournon) de pensador marxista. Su marxismo llama la atención porque parece menos rudo, más ecuménico que el de Meillassoux. Hay algo de radical-socialista en este hombre (rojo por fuera, blanco por dentro). ¿Será un oportunista? ¡Qué va! Es un atleta del pensamiento que intenta la síntesis entre estruc-turalismo y marxismo. Hay que verlo brincando de Marx a Lévi-Strauss. (¡Brincar, como si se tratara de un pajarito! Las suyas son zancadas de elefante.)

Hojeemos su última obra 17 y sobre todo el prefacio a la segunda edición, ocupación que, dicho sea de paso, es bastante poco placentera. El estilo, en efecto, hace al hombre, y éste no es lo que se dice proustiano (se ve claramente que este joven no aspira a la Academia Francesa). Sintetizando, la conclusión de este prefacio es un poco embrollada. En efecto, Godelier explica que Lefort y yo planteamos la cuestión del origen del Estado en nuestro trabajo sobre La Boétie (no se trata para nada de eso), que Deleuze y Guat-tari ya habían respondido a ello en el Anti-Edipo pero que sus tesis «probablemente estaban inspiradas en Clastres» (p. 25, n. 3). ¡Vaya uno a entender! De todas maneras, Godelier es honesto: reconoce que no comprende nada de lo que lee (sus citas están perladas de signos de exclamación y de interrogación). Godelier no ama la categoría de deseo, que por otra parte le sirve bien. Perdería mi tiempo, porque él no lo comprendería, intentando explicarle que lo que Lefort y yo identificamos con ese término no tiene mucho que ver con el uso que hacen Deleuze y Guattari de él. Continuemos. De todas formas, estas ideas son sospechosas porque la burguesía las aplaude y hay que hacer todo lo posible «para que la burguesía sea la única en aplaudirlas».

Godelier en cambio es aplaudido por el proletariado. ¡Qué ovaciones de Billancourt a sus orgullosas tesis! Reconozcamos que hay algo de conmovedor (y de inesperado) en esta ruptura ascética: renuncia a la Universidad de la burguesía, a sus pompas y carreras, a sus obras y promociones. Es el San Pablo de las ciencias humanas. Amén. Pero, bueno —se impacienta el lector—, ¿este pesado no profiere más que boberías? ¡Está bien alguna idea, de tanto en tanto! Ocurre que es muy difícil encontrar las ideas de Godelier en medio de su agobiante retórica marxista. Si dejamos de lado las citas de Marx y las banalidades en que cualquiera puede caer en momentos de descuido nos queda muy poca cosa más. Admitamos, de todas maneras, que en el avant-propos a la primera edición y en el prefacio a la segunda, nuestro paquidermo ha realizado un esfuerzo considerable (sin duda no le falta buena voluntad). Embar-candóse para un verdadero «periplo», como él mismo lo llama, este valiente navegante ha atravesado océanos de conceptos. ¿Qué es lo que ha descubierto? Por ejemplo, que las representaciones de las sociedades primitivas (religiones, mitos, etc.) pertenecen al campo de la ideología. En este caso conviene ser marxista (a diferencia de Godelier), es decir, fiel al texto de Marx. En efecto, ¿qué es para este último la ideología? Es el discurso que una sociedad dividida, estructurada alrededor del conflicto social, profiere sobre ella misma. Este discurso tiene por misión enmascarar la división y el conflicto, dar la apariencia de homogeneidad social. En una palabra, la ideología es la mentira. Para que haya ideología es necesario que haya, por lo menos, división social. Godelier lo ignora. ¿Cómo podría saber entonces que la ideología, en el sentido en que la plantea Marx, es un fenómeno moderno, aparecido en el siglo xvi, contemporáneo justamente del nacimiento del Estado moderno, democrático? No es el saber histórico lo que llena la cabeza de Godelier, para él la religión y el mito también pertenecen a la ideología. Sin duda piensa que las ideas son la ideología. Cree que todo el mundo es como él. No es en la sociedad primitiva donde la religión es ideología, sino en la cabeza de Godelier: para él, sin duda, la religión es su ideología marxista. ¿Qué significa hablar de ideología a propósito de sociedades primitivas, es decir, sociedades indivisas, sin clase? ¿No excluyen, por su propia naturaleza, la posibilidad de tal discurso? Esto significa que Godelier coge a su aíre el pensamiento de Marx y que no comprende nada acerca de lo que es una sociedad primitiva. ¡Ni marxista ni etnólogo! ¡Un golpe maestro!

Ateniéndonos a la lógica, su concepción «ideológica» de la religión primitiva debería conducirlo a considerar al mito como el opio del salvaje. No lo zarandeemos más, hace lo que puede, ya lo dirá en la próxima ocasión. Pero si su lógica es nula, su vocabulario es pobre. Este vigoroso montañero se fue a atascar en los Andes (pp. 21-22). ¿Y qué descubrió allí? Que la relación entre la casta dominante de los Incas y el campesinado dominado constituía un intercambio desigual (es él quien subraya). ¿Dónde ha pescado esto? ¿Así que entre el Señor y el Súbdito hay un intercambio desigual? ¿Y también, seguramente, entre el capitalista y el obrero? ¿No se llama a eso corporativismo? ¿Godelier-Salazar, una misma lucha? ¡Quién lo hubiera creído! Enriquezcamos el vocabulario de Godelier: intercambio desigual se llama simplemente robo o, en términos marxistas, explotación. He aquí el coste de ser a la vez estructuralista (intercambio y reciprocidad) y marxista (desigualdad): no se es ninguna de las dos cosas. Godelier intenta aplicar la categoría de intercambio (que sólo vale para las sociedades primitivas, es decir, las sociedades formadas por Iguales) a las sociedades divididas en clases, es decir, estructuradas sobre la desigualdad (mezcla todo y escribe barbaridades —reaccionarias, sin duda—): tanto mezcla la religión con la ideología como el intercambio con la desigualdad.

Todo en él es proporcionado. ¿Se interesa, por ejemplo, en las sociedades australianas? Percibe, lleno de finura, como de costumbre, que en ella «las relaciones de parentesco son también las relaciones de producción» (pág. 9, es él quien subraya). ¡Alto ahí, ha aparecido la producción! Esta proposición no tiene, en rigor, ningún contenido. O bien significa que las llamadas relaciones de producción se establecen entre parientes. ¿Y con quién sino iban a establecerse? ¿Con los enemigos, tal vez? Fuera de la guerra, todas las relaciones sociales se establecen entre parientes. Cualquier etnólogo novato sabe todo esto. Una banalidad sin consecuencia, entonces. Pero no es esto lo que quiere decirnos el marxista Godelier. A patadas quiere hacer entrar en la sociedad primitiva (en la que no tienen nada que hacer) las categorías marxistas de relaciones de producción, fuerzas productivas, desarrollo de las fuerzas productivas —este penoso lenguaje de madera que tienen siempre a flor de labios— todo ello bien entramado en el estructuralismo: sociedad primitiva —relaciones de parentesco— relaciones de producción. Así de sencillo.

Algunas breves observaciones a lo anterior. Comencemos por la categoría de producción. Más competentes y atentos a los hechos que Godelier (lo cual no es difícil) especialistas en economía primitiva como Marshall Sahlins en Estados Unidos o Jacques Lizot aquí, preocupados por la etnología y no por el catecismo, han demostrado que la sociedad primitiva funciona precisamente como una máquina de anti-producción; que el modo de producción doméstico opera siempre por debajo de sus posibilidades; que no hay relaciones de producción porque no hay producción; que la producción nunca es el objetivo de la sociedad primitiva (cf. prefacio a Marshall Sahlins). Naturalmente, Godelier (cuyo marxismo es de la misma especie que el de su oponente Meillassoux, son los Hermanos Marx), no puede renunciar a la Santa Producción sin fallar. Godelier no está falto de salud: he aquí un buen hombre que, con la bonhomía de un bulldozer, destroza los hechos etnográficos con la doctrina que le hace vivir; y tiene el coraje de reprochar a los demás «un desprecio total por los hechos que les contradicen» (p. 24). Sabe muy bien de qué habla.

Ahora digamos algo sobre el parentesco. Por más que sea es-tructuralista, un marxista no puede comprender lo que son las relaciones de parentesco. ¿Para qué sirve un sistema de parentesco? Sirve, alumno Godelier, para fabricar parientes. ¿Y para qué sirve un pariente? Seguramente no para producir. Sirve, hasta nueva orden, justamente para llevar el nombre de pariente. Es ésta la principal función sociológica del parentesco en la sociedad primitiva (y no la institución de la prohibición del incesto). Podría ser más claro. Por el momento me limitaré a decir (un poco de suspense produce mejor efecto) que la función de nominación inscrita en el parentesco determina todo el ser socio-político de la sociedad primitiva. Es allí donde reside el nudo entre parentesco y sociedad. Lo desataremos en otra oportunidad. Si Godelier quiere agregar algo más le ofreceremos una suscripción gratuita a Libre.

Este prefacio de Godelier es un ramillete compuesto por las flores más exquisitas. Un trabajo de artista. Tomemos una última cita: «Ya que —y muchos lo ignoran— han existido y aún existen numerosas sociedades divididas en órdenes, castas o clases, en explotadores y explotados que, sin embargo, no conocen el Estado. «¿Por qué no nos dice de qué sociedades se trata, ya que la precisión es importante? Misterio. Por lo demás, está claro que quiere decir que se puede pensar la división social sin Estado, que la división en dominadores y dominados no implica la presencia del Estado. ¿Qué es el Estado para Godelier? Seguramente ministerios, el Elíseo, la Casa Blanca, el Kremlin. Esta inocencia provinciana es simpática; decididamente I like it. Pero basta de efusiones. Godelier olvida una sola cosa, la principal (que los marxistas cuando controlan el aparato del Estado se cuidan muy bien de no olvidar), a saber, que el Estado es el ejercicio del poder político. No se puede pensar el poder sin el Estado y el Estado sin el poder. En otras palabras, allí donde se encuentra un ejercicio efectivo del poder por una parte de la sociedad sobre el resto nos enfrentamos a una sociedad dividida, es decir, una sociedad con Estado (aún si la figura (?) del Déspota no es muy importante). La división social en dominadores y dominados es política de un extremo al otro, distribuye a los hombres en Señores del Poder y Súbditos del Poder. Yo he mostrado en otra parte que la economía, el tributo, la deuda, el trabajo alienado aparecen como signos y efectos de la división política según el eje del poder (bien que Godelier lo ha aprovechado, por ejemplo en la página 22, y sin citarme, el canallita... Como decía Kant, hay quienes no quieren pagar su deuda). La sociedad primitiva es indivisa porque no tiene órgano de poder político independiente. La división social pasa, en primera instancia, por la separación entre la sociedad y el órgano (?) del poder. Por lo tanto, toda sociedad que no sea primitiva (es decir, dividida) lleva implícita, más o menos desarrollada, la figura del Estado. Allí donde hay señores y súbditos que les pagan tributo, allí donde hay deuda, hay poder, hay Estado. Está claro que entre la figura mínima del Estado que se encuentra en ciertos reinos polinesios o africanos y las formas más estatales del Estado (ligadas a la demografía, al fenómeno urbano, a la división del trabajo, a la escritura, etc.) existen gradaciones notorias en la intensidad del poder ejercido y de la opresión sufrida hasta llegar al tipo de poder que instauran fascistas y comunistas, donde el poder del Estado es total y la opresión absoluta. Pero hay un punto central que permanece irreductible: así como no se puede pensar la sociedad indivisa sin la ausencia del Estado, tampoco se puede pensar la sociedad dividida sin la presencia del Estado. Reflexionar sobre el origen de la desigualdad, la división social, las clases, la dominación, implica adentrarse en el campo de la política, el poder, el Estado y no en el de la economía, la producción, etc. La economía se engendra a partir de lo político, las relaciones de producción provienen de las relaciones de poder, el Estado origina las clases.

Abordemos ahora, cuando ya hemos disfrutado del espectáculo de estas payasadas, la cuestión importante: ¿qué ocurre con el discurso marxista en antropología? Yo me he referido, al comenzar este texto, a la nulidad radical de la etnología marxista (leed, lectores, las obras de Meillassoux, Godelier y compañía, es edificante). Radical para empezar. ¿Por qué? Porque un discurso semejante no es un discurso científico (o sea, preocupado por la verdad) sino puramente ideológico (o sea preocupado por la eficacia política). Conviene, para aclararse, distinguir primeramente entre el pensamiento de Marx y el marxismo. Marx fue, junto con Ba-kunin, el primer crítico del marxismo. El pensamiento de Marx es un grandioso ensayo (a veces exitoso, otras fallido) de pensar la sociedad de su tiempo (el capitalismo occidental) y la historia que la había hecho posible. El marxismo contemporáneo es una ideología al servicio de una política. De suerte que los marxistas no tienen nada que ver con Marx, y ellos son los primeros en reconocerlo. ¿Acaso Godelier y Meillassoux no se tratan de impostores seudo-marxistas? Es absolutamente cierto, yo estoy de acuerdo con ellos, uno y otro tienen razón. Descaradamente se refugian en las barbas de Marx para vender mejor su mercancía. Bonito caso de publicidad embustera. Pero será necesario más de uno (?) para deshonrar a Marx.

El marxismo posterior a Marx, en vez de convertirse en la ideología dominante del movimiento obrero, se ha convertido en su enemigo principal, en la forma más arrogante de lo peor que ha producido el siglo xix: el cientificismo. En otras palabras, el marxismo contemporáneo se auto-instituye como El discurso científico sobre la historia de la sociedad, el discurso que enuncia las leyes del movimiento histórico, de la transformación de las sociedades que se engendran unas a otras. El marxismo, por lo tanto, puede hablar de todo tipo de sociedad porque conoce el funcionamiento de éstas de antemano. Pero aún hay más, el marxismo debe hablar de todo tipo de sociedad, posible o real, porque la universalidad de las leyes que descubre no soporta las excepciones. De lo contrario, es la doctrina íntegra la que se derrumba. En consecuencia, para mantener no solamente la coherencia, sino la existencia misma de este discurso, se impone a los marxistas formular la concepción marxista de la sociedad primitiva, constituir una antropología marxista. Sin ésta, no habría teoría marxista de la historia sino simplemente el análisis de una sociedad particular (el capitalismo del siglo xix), elaborado por un tal Marx.

Pero he aquí a los marxistas cazados en su propio marxismo. No pueden elegir, deben someter los hechos sociales primitivos a las mismas reglas de funcionamiento y de transformación que rigen las otras formas sociales. No se pueden utilizar dos criterios distintos: si existen leyes de la historia deben encontrarse tanto en sus comienzos (la sociedad primitiva) como en el curso de su desarrollo. Por lo tanto, el criterio ha de ser único. ¿Cuál es el criterio marxista para medir los hechos sociales? La economía.* El marxismo es un economicismo, explica el cuerpo social por la infraestructura económica, lo social es lo económico. Y es por ello que los antropólogos marxistas aplican al cuerpo social primitivo

4. En este punto hay en Marx una raíz de marxismo del que sería irrisorio querer salvarlo. En efecto, ¿no escribió en el Capital que: (falta la cita).

aquello que, según piensan, funciona en todas partes: las categorías de producción, relaciones de producción, desarrollo de las fuerzas productivas, explotación, etc. Con fórceps, como dice Adler. Sólo así se explica que los viejos exploten a los jóvenes (Meillas-soux), que las relaciones de parentesco sean relaciones de producción (Godelier).

No sigamos con esta tontería. Esclarezcamos, mejor, el oscurantismo militante de los antropólogos marxistas. Trafican con los hechos sin vergüenza, los pisotean y trituran hasta no dejar nada. Sustituyen la realidad de los hechos sociales por la ideología de sus discursos. Meillassoux, Godelier y compañía son los Lyssenko de las ciencias humanas. Su frenesí ideológico, su voluntad de saqueo de la etnología llega hasta el límite, o sea, hasta la supresión pura y simple de la sociedad primitiva como sociedad específica, como ser social independiente. Dentro de la lógica del discurso marxista la sociedad primitiva, simplemente, no puede existir, no tiene derecho a una existencia autónoma, su ser se determina por aquello que vendrá después de ella, por aquello que es obligadamente su futuro. Los marxistas proclaman, doctamente, que las sociedades primitivas son sociedades precapitalistas. He aquí el modo de organización de la sociedad humana durante milenios, salvo para los marxistas (?). Para ellos, la sociedad primitiva no existe sino rebatida sobre esta figura de la sociedad aparecida a finales del siglo xvm, el capitalismo. Hasta entonces nada cuenta: todo es precapitalista. No se complican mucho la existencia, debe ser relajante ser marxista. Todo se explica a partir del capitalismo porque ellos poseen la doctrina correcta, la llave que abre la sociedad capitalista y, en consecuencia, todas las formaciones sociales históricas. El resultado es que, para el marxismo en general, lo que (mide) la sociedad es la economía y para ,os etno-marxistas, que van aún más lejos, lo que mide la sociedad primitiva es la sociedad capitalista. Así de simple. Pero aquellos a quienes no arredra un poco de cansancio plantean la pregunta a la manera de Montaigne, La Boétie o Rousseau y consideran lo que ha venido después en relación a lo que había antes: ¿qué ocurre con las sociedades postprimitivas? ¿Por qué aparecen la desigualdad, la división social, el poder independiente, el Estado?

Sin duda se preguntarán cómo puede funcionar un asunto tan turbio. Si bien es cierto que hace un tiempo está en recesión, aún tiene sus clientes. Lo menos que puede decirse es que estos clientes (los oyentes y lectores de estos marxismos) do exigen mucha calidad a los productos que consumen. ¡Peor para ellos! Si les gusta esa sopa, que se la traguen. Pero quedarse ahí sería a la vez cruel y simple. En primer lugar, denunciando la empresa de los etno-marxistas, se puede ayudar a un cierto número de intoxicados a no morir idiotas (este marxismo es el opio de los pobres de espíritu). Pero sería muy ligero de mi parte, casi irresponsable, limitarme a poner de relieve (si se puede decir) la nulidad de un Meillassoux o un Godelier. Su producción no vale un comino, eso está claro, pero nos equivocaríamos si la subestimáramos: en efecto, la vaciedad de su discurso enmascara aquello de lo que se sacia, su capacidad de difundir una ideología de conquista del poder. En la sociedad francesa contemporánea, la Universidad ocupa un lugar considerable. Y en la Universidad, y en particular en las ciencias humanas (ya que parece más difícil ser marxista en matemáticas o biología), intenta hacer pie el marxismo actual como ideología política dominante.

En este dispositivo global nuestros etno-marxistas ocupan un lugar modesto, pero no despreciable. Existe una división del trabajo político y ellos llevan a cabo su parte: asegurar el triunfo de su común ideología. ¡Sapristi! ¿No serán simplemente estalinistas, buenos aspirantes a burócratas? Habría que ver... En todo caso, esto explicaría por qué se burlan de las sociedades primitivas: ellas no constituyen más que un pretexto para difundir su ideología de granito en su lenguaje de madera. Por ello, no se trata de burlarse de su ignorancia sino de desenmascarar el lugar real en que se sitúan: el enfrentamiento político en su dimensión ideológica. En efecto, los estalinistas no son unos conquistadores cualesquiera del poder. Quieren el poder total, el Estado de sus sueños, el Estado totalitario: tan enemigos como los fascistas de la inteligencia y de la libertad afirman detentar una sabiduría total para legitimar el ejercicio de un poder total. De gentes que aplauden las masacres de Camboya o Etiopía porque los asesinos son marxistas tenemos toda la razón para desconfiar. Si uno de estos días Amin Dada se proclama marxista los oiremos vociferar: ¡bravo Dadá!

Y ahora esperemos y mantengámonos alerta: tal vez los bronto-saurios chíllen.

28 de marzo de 2022

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INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA por Pierre Castres (Cap. 9)

INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA


por Pierre Castres

Título del original francés: Recherches d’anthropologie politique © Éditions du Seuil, París, 1980

1.* edición en Barcelona, mayo de 1981

© by GEDISA

Capítulo 9.  El retorno de las Luces*

Me explicaré, pero será la tarea más sutil y superfina, ya que todo lo que os diré sólo será escuchado por aquellos a quienes no tengo necesidad de decírselo.

J. J. Rousseau

Pierre Bimbaum me concede un verdadero honor y yo sería el último en quejarme del ámbito en que me sitúa. Pero éste no es el mérito principal de su ensayo. Su escrito me parece muy interesante porque es, de alguna manera, anónimo (como un documento etnográfico). Quiero decir con esto que un trabajo así es ilustrativo de una manera, muy expandida en lo que se llama ciencias sociales, de abordar (de no abordar) el problema político, es decir, la cuestión de la sociedad. Más que despejar los aspectos cómicos, y sin detenerme demasiado en la conjunción, aparentemente inevitable en algunos autores, entre la seguridad en el tono y la endeblez en las ideas, intentaré discernir el lugar «teórico» a partir del cual Birnbaum produce su texto.

Pero antes corregiré algunos errores y cubriré ciertas lagunas. Del texto del autor parece desprenderse que yo invito a mis contemporáneos «a envidiar la suerte de los Salvajes». ¿Candor o mala fe? Así como el astrónomo no invita a envidiar la suerte de los astros, yo no milito en favor del mundo de los Salvajes. Birn-baum me confunde con los promotores de una empresa de la que no soy accionista (R. Jaulin y sus acólitos). ¿Es que Birnbaum no sabe reconocer las diferencias? Como analista de un cierto tipo de sociedad intento desvelar los modos de funcionamiento y no elaborar programas: me contento con describir a los Salvajes. Pero, ¿será que él los encuentra envidiables? Dejemos de lado estas fútiles y poco inocentes reflexiones sobre el retorno del buen salvaje. Por lo demás, las constantes referencias de Birnbaum a mi libro sobre los Guayaki me dejan un tanto perplejo: ¿pensará tal vez que esta tribu constituye mi único punto de apoyo etnográfico? En cualquier caso muestra una inquietante laguna en su información. Mí presentación de los hechos etnográficos en lo que concierne a la jefatura indígena no es nada novedosa: va a la cola de lo que aparece, hasta la monotonía, en los escritos de todos los viajeros, misioneros, cronistas, etnógrafos, que desde el siglo xvi se suceden en el Nuevo Mundo. Desde este punto de vista no soy yo quien descubrió América. También agregaré que mi trabajo es mucho más ambicioso de lo que cree Birnbaum: yo no intento reflexionar solamente sobre las sociedades primitivas americanas sino sobre la sociedad -primitiva en general, en tanto ella reúne en su concepto todas las sociedades primitivas particulares. Una vez aclaradas estas cuestiones, dediquémonos a cosas serias.

Clarividente como pocos, Birnbaum inicia su texto con un error que augura errores posteriores: «desde siempre nos hemos interrogado sobre los orígenes de la dominación política...». Se trata exactamente de lo contrario: jamás nos hemos preguntado por la cuestión del origen de la dominación política porque, desde la antigüedad griega, el pensamiento occidental siempre creyó que la división social en dominadores y dominados era inmanente a la sociedad en cuanto tal. Considerada una estructura ontológica de la sociedad, como el estado natural del ser social, la división de Amos y Vasallos ha sido siempre pensada como perteneciente a la esencia de toda sociedad, real o posible. Por lo tanto, según esta visión de lo social, no podía haber ningún origen de la dominación política: ella es consustancial a la sociedad humana, es un dato inmediato de la sociedad. De ahí la estupefacción de los primeros observadores de las sociedades primitivas: ¿sociedades sin división, jefes sin poder, gentes «sin fe, sin ley, sin rey»? ¿Qué podían decir los europeos sobre los Salvajes? O bien cuestionar su convicción de que la sociedad era impensable sin la división y admitir al mismo tiempo, que los pueblos primitivos constituían sociedades en el pleno sentido del término; o bien decidir que un grupo indiviso, en el que los jefes no mandan y nadie obedece no puede ser una sociedad. Según la última opción, los Salvajes son verdaderamente salvajes y conviene civilizarlos, «mejorar sus costumbres». Esta fue la vía teórica y práctica en la que se embarcaron, unánimemente, los occidentales del siglo xvi. Con una excepción: la de Montaigne y La Boétie, el primero tal vez bajo la influencia del segundo. Ellos fueron los únicos en tener un pensamiento contra la corriente, lo que sin duda se le escapa a Birnbaum. Ciertamente no es ni el primero ni el último en marchar a contrapelo, y como La Boétie no necesita de mí para defenderse volveré a la intención que anima a Birnbaum.

¿Adonde quiere llegar? Su objetivo (si no el desarrollo de su pensamiento) es perfectamente claro. Se trata de establecer que «la sociedad contra el Estado se presenta (...) como una sociedad de coacción total». En otras palabras, si la sociedad primitiva ignora la división social es al precio de una alienación mucho peor, la que somete a la comunidad a un sistema de normas según las cuales nada puede cambiarse. El «control social» se ejerce en ella de manera absoluta: ya no se trata de la sociedad contra el Estado sino de la sociedad contra el individuo. Ingenuamente, Birnbaum nos explica por qué sabe tanto acerca de la sociedad primitiva: ha leído a Durkheim.

Como es un lector confiado no aflora en él ninguna duda: la opinión de Durkheim sobre la sociedad primitiva es la verdad de la sociedad primitiva.

Continuemos. Resulta, por lo tanto, que la sociedad salvaje no se distingue por la libertad individual de los hombres sino por «la preeminencia del pensamiento místico y religioso que simboliza la adoración del todo». Birnbaum pierde una excelente ocasión para acuñar una fórmula-shock', yo se la proveo. Piensa, aunque sin llegar a expresarlo, que el mito es el opio del Salvaje. Como es humanista y progresista, Birnbaum desea, naturalmente, la liberación de los Salvajes. Para ello es necesario desintoxicarlos (civilizarlos). Todo esto es más bien risible. En efecto, Birnbaum no se da cuenta de que su ateísmo de barrio, sólidamente enraizado en un cientificismo pasado de moda ya a finales del siglo xix, se une, justificándolo, al discurso más cerrado de las empresas misioneras y a la práctica más brutal del colonialismo. No hay de qué sentirse orgulloso.

Por otra parte, cuando encara la cuestión de la relación entre jefatura y sociedad, Birnbaum apela a la ayuda de otro eminente especialista en sociedades primitivas, J.W. Lapierre, cuya opinión hace suya: «...el jefe (...) tiene el monopolio del uso de la palabra legítima y (...) nadie puede emitir una opinión opuesta a la del jefe sin cometer un sacrilegio condenado por la opinión pública, unánime». Al menos, esto es hablar claro. El profesor Lapierre es perentorio, pero, ¿de dónde proviene tanta sabiduría? ¿En qué libro leyó eso? ¿Conoce el alcance del concepto sociológico de legitimidad? ¿Así que los jefes de los que habla detentan el monopolio de la palabra legítima? ¿Y qué dice esta palabra legítima? Nos gustaría mucho saberlo. ¿Así que nadie podría oponerse a esta palabra «sin cometer un sacrilegio»? ¡Pero entonces se trata de monarcas absolutos, Atilas o Faraones! No perdamos el tiempo en reflexionar acerca de la legitimidad de su palabra: si son los únicos que pueden hablar es porque mandan: si mandan es porque detentan el poder político; si detentan el poder político es porque la sociedad está dividida en señores y súbditos. El tema no me interesa: por el momento me dedico a las sociedades primitivas y no a los despo tismos arcaicos. Lapierre-Birnbaum deberían, para sortear una ligera contradicción, elegir: o bien la sociedad primitiva se rige por la «coacción total» de sus normas o bien está dominada por la «palabra legítima del jefe». Dejemos, pues, que medite el profesor y volvamos al alumno, que visiblemente necesita de explicaciones suplementarias, por breves que éstas sean.

¿Qué es una sociedad primitiva? Es una sociedad indivisa, homogénea, que ignora la diferencia entre ricos y pobres y a fortio-ri está ausente de ella la oposición entre explotadores y explotados. Pero esto no es lo esencial. Ante todo está ausente la división política en dominadores y dominados los «jefes» no existen para mandar, nadie está destinado a obedecer, el poder no está separado de la sociedad que, como totalidad única, es la exclusiva detentadora. Yo he escrito en numerosas oportunidades 11 (parece que no las suficientes) que el poder sólo existe en su ejercicio, que un poder que no se ejerce no es nada. Por lo tanto, ¿qué hace la sociedad primitiva con el poder que detenta? Lo ejerce, sin ninguna duda y, en primer lugar sobre el jefe, para impedirle, precisamente, realizar un eventual deseo de poder, para impedirle que haga de jefe. Y más ampliamente, la sociedad ejerce su poder para conservarlo, para impedir que ese poder se haga independiente, para conjurar la irrupción de la división en señores y súbditos en el cuerpo social. En otras palabras, el ejercicio del poder por la sociedad con vistas a asegurar la conservación de su ser indiviso relaciona al ser social consigo mismo. ¿Cuál es el tercer término en juego? Es justamente el que tanta contrariedad causa a Birnbaum-Durkheim, el mundo del mito y de los ritos, la dimensión religiosa. El ser social primitivo está en relación consigo mismo gracias a la mediación de la religión, ¿Acaso ignora Birnbaum que no existe sociedad si no es bajo el signo de la Ley? Es probable. La religión asegura la relación de la sociedad con su Ley, es decir, el conjunto de normas que regulan las relaciones sociales. ¿De dónde proviene la Ley? ¿Cuál es el origen de la Ley como fundamento legitimo de la sociedad? Es el tiempo anterior a la sociedad, el tiempo mítico, a la vez inmediato e infinitamente lejano, el espacio de los Ancestros, de los héroes culturales, de los dioses. Allí se instituyó la sociedad como cuerpo indiviso, ellos dictaron la Ley como sistema de sus normas, esa Ley que la religión tiene por misión transmitir y hacer respetar eternamente. Esto quiere decir que la sociedad encuentra su fundamento fuera de sí misma, que no es auto-fundadora de su ser: la fundación de la sociedad primitiva no depende de la decisión humana sino de la acción de los dioses. Frente a esta idea, desarrollada de manera absolutamente original por Marcel Gauchet, Birnbaum se sorprende: en efecto, ¡cuán sorprendente resulta que la religión no sea el opio de los salvajes, que el hecho religioso, lejos de actuar como «superestructura» sobre la sociedad sea, por el contrario, inmanente al ser social primitivo! ¡Cuán sorprendente es que esta sociedad deba leerse como un hecho social totall

¿Podrá ver ahora con más claridad Birnbaum-Lapierre, apóstol retardatario de las Luces, lo que hay de legítimo en la palabra del jefe salvaje? Lo dudo, de modo que más vale que se lo señale. El discurso del jefe puede referirse legítimamente (y en esto no hay duda de que no tiene el monopolio) al respecto de las normas enseñadas por los Ancestros, a la necesidad de no cambiar en nada el orden de la Ley, a la Ley que funda para siempre la sociedad como cuerpo indiviso, a la Ley que exorciza al espectro de la división, a la Ley que tiene por misión garantizar la libertad de los hombres contra la dominación. Portavoz de la Ley ancestral, el jefe no puede decir nada más sin correr los graves riesgos que supondría colocarse en legislador de su propia sociedad, sustituir la Ley de la comunidad por la ley de su deseo. ¿A qué podría conducir, en una sociedad indivisa, el cambio y la innovación? A la división social, a la dominación de unos pocos sobre el resto de la sociedad. Dicho esto, Birnbaum puede perorar sobre la naturaleza opresiva de la sociedad primitiva o aún sobre mi concepción organicista de la sociedad. ¿Será que no comprende lo que lee? La metáfora de la colmena (metáfora y no modelo) no es mía sino de los indios Gua-yaki: ¡estos irracionalistas se permiten, en efecto, contra toda lógica, compararse a una colmena cuando celebran la fiesta de la miel! Jamás le ocurriría a Birnbaum algo similar: él no es un poeta sino un sabio que tiene de su lado a la fría Razón. ¡Que la conserve!12

En la página 10 de su ensayo, Birnbaum me declara «en la imposibilidad de dar una explicación sociológica del nacimiento del Estado». Pero hete aquí que en la página 19 parece que este nacimiento «puede ahora explicarse por un riguroso determinismo demográfico12». Queda, en suma, a elección del lector. Algunas precisiones podrían guiar esa elección. Efectivamente, hasta el presente nunca había dicho nada acerca del origen del Estado, es decir, sobre el origen de la división social, sobre el origen de la dominación. ¿Por qué? Porque se trata de una cuestión (fundamental) de sociología y no de teología o de filosofía de la Historia. En otras palabras, plantear la cuestión del origen concierne a la analítica de lo social: ¿en qué condiciones la división social puede surgir en la sociedad indivisa? ¿Cuál es la naturaleza de las fuerzas sociales que condujeron a los Salvajes a aceptar la división en Señores y Súbditos? ¿Cuáles son las condiciones de muerte de la sociedad primitiva como sociedad indivisa? Genealogía de la desventura, búsqueda del clinamen social que no pueden desarrollarse más que en la interrogación del ser social primitivo. El problema del origen es estrictamente sociológico y ni Condorcet ni Hegel, como tampoco Comte, Engels, Durkheim o Birnbaum son de la más mínima utilidad. Para comprender la división social es necesario partir de la sociedad que existía para impedirla. En cuanto a si yo puedo o no articular una respuesta a la cuestión del origen del Estado, sé muy poco, y Birnbaum todavía menos. Tengamos paciencia, trabajemos, no corre prisa.

Ahora dedicaré dos palabras a propósito de mi teoría del origen del Estado: «un riguroso determinismo demográfico» explica su aparición, me hace decir Birnbaum con un consumado sentido del ridículo. Sería un verdadero alivio si se pudiera, de un solo tranco, pasar del crecimiento demográfico a la institución del Estado; podríamos ocuparnos de otros temas. Desgraciadamente, las cosas no son tan simples. ¿Reemplazar un materialismo económico por un materialismo demográfico? La pirámide seguiría apoyada sobre su punta. Pero lo que sí es innegable es que los etnólogos, historiadores y demógrafos han compartido durante mucho tiempo una certeza falsa, a saber, que la población de las sociedades primitivas era débil, estable, inerte. Las investigaciones recientes demuestran todo lo contrario: la demografía primitiva evoluciona y, generalmente, en el sentido del crecimiento. Por mi parte, yo he intentado demostrar que, en ciertas condiciones, lo demográfico hace sentir sus efectos sobre lo sociológico y que este parámetro, igual que los otros (no mas pero tampoco menos), debe ser tenido en cuenta si queremos determinar las condiciones de posibilidad del cambio en la sociedad primitiva. De esto a una deducción del Estado...

Como todos, Birnbaum acogía plácidamente lo que enseñaba la etnología: las sociedades primitivas son las sociedades sin Estado —sin órgano independiente de poder político. Espléndido. Tomándome en serio a las sociedades primitivas por una parte, y al discurso etnológico sobre estas sociedades por otra, me pregunto por qué no tienen Estado, por qué en ellas el poder político no está separado del cuerpo social. Y poco a poco voy viendo claramente que esa no-separación del poder, que esta no-división del ser social no tiene nada que ver con un estado fetal o embrionario de las sociedades primitivas, con una incompletitud, sino que se refiere a un acto sociológico, a una institución de la socialización como rechazo de la división, de la dominación: las sociedades primitivas no tienen Estado porque están contra él. Birnbaum, ciertamente, y muchos otros, no pueden comprenderlo. Les perturba. Admiten el «sin Estado», pero no soportan el «contra el Estado». Es indignante. ¿Y Marx, entonces? ¿Y Durkheim? ¿Y nosotros? ¿Es que no podremos digerir tranquilamente? ¿No podremos continuar contando nuestras pequeñas historias? ¡Ah, no! ¡Esto no quedará así! En suma, este es un caso interesante de lo que el psicoanálisis denomina resistencia. Vemos perfectamente a qué se resisten estos doctores y que la terapéutica será de largo aliento.

Es de temer que los lectores de Birnbaum se cansen de elegir. En efecto, el autor, habla en la página 9 de mi «voluntarismo que anula toda explicación estructural del Estado», para constatar en la página 20 que yo abandono «la dimensión voluntarista que anima el Discurso de La Boétie...». Parece ser que, poco habituado a pensar lógicamente, Birnbaum confunde dos planos distintos de reflexión: el teórico y el práctico. El primero se articula alrededor de una cuestión histórica y sociológica: ¿cuál es el origen de la dominación? El segundo remite a una cuestión política: ¿qué debemos hacer para abolir la dominación? No es éste el sitio más apropiado para abordar el último punto. Volvamos, pues, al primero. Me parece que Birnbaum, simplemente, no ha leído mi breve ensayo sobre La Boétie. Nada lo obliga a hacerlo, pero ¿por qué diablos entonces toma la pluma para escribir acerca de cosas de las que no tiene la menor idea? Por lo tanto, me citaré yo, en cuanto al carácter voluntario de la servidumbre y al marco propiamente antropológico del Discurso de La Boétie: «Y al no ser deliberada, esta voluntad nos descubre su verdadera identidad: el deseo» (p. 117). Un alumno de los últimos cursos del bachillerato ya sabe todo esto: que el deseo remite al inconsciente, que el deseo social remite al inconsciente social, y que la vida socio-política no se despliega solamente en la compatibilidad de las voluntades conscientemente expresadas. Para Birnbaum, cuyas concepciones psicológicas deben datar de mediados del siglo xix, la categoría de deseo es sin duda lo pornográfico, en tanto que la voluntad es la Razón. Por mi parte, yo intento discernir el campo del deseo como espacio de lo político, de establecer que el deseo de poder no puede realizarse sin el deseo inverso y simétrico, el de sumisión. Trato de mostrar que la sociedad primitiva es el lugar de represión de ese doble y pernicioso deseo y me pregunto: ¿en qué condiciones este deseo es más poderoso que su represión? ¿Por qué la comunidad de iguales se divine en Señores y Súbditos? ¿Cómo el respeto a la Ley puede ceder su puesto al amor de lo Uno?

¿Nos aproximamos a la verdad? Así parece. ¿El analizador último de todo esto no será acaso la cuestión de eso que llamamos marxismo? Es cierto que yo he utilizado para describir la antropología que se llama marxista la expresión (que parece apenar a Birnbaum) «pantano marxista». Fue en un momento de excesiva buena voluntad. El estudio y el análisis del pensamiento de Karl Marx es una cosa, el examen de todo aquello que se afirma «marxista» es otra. En cuanto al «marxismo» antropológico —la antropología marxista— comienza a hacerse clara (lentamente) una evidencia: la llamada «antropología» se constituye por medio de una doble impostura. Impostura, por una parte, la afirmación descarada de su relación con la letra y el espíritu del pensamiento marxista; impostura, por otra parte, su fanático proyecto de expresar «científicamente» el ser social de la sociedad primitiva. ¡Bien que se burlan los «antropólogos marxistas» de las sociedades primitivas? Para estos teólogos oscurantistas que sólo saben hablar de sociedades «precapitalistas» las sociedades primitivas no existen. ¡Nada, fuera del Santo Dogma? ¡La doctrina antes que nada! Antes, sobre todo, que la realidad del ser social.

Las ciencias sociales (y ante todo la etnología) son actualmente, como es sabido, el teatro de un poderoso intento de cerco ideológico. ¡Marxización?, clama una derecha que, astuta como de costumbre, ha perdido desde hace tiempo el hábito de comprender. Pero Marx, según me parece, poco tiene que ver con todo esto. Veía con un poco más de proyección que Engels, veía venir de lejos a los «marxistas» de cemento armado. Su ideología de combate, sombría, elemental, dominadora (¿esto no le recuerda a Birnbaum la dominación?), se reconoce bajo sus máscaras intercambiables, ya se llamen leninismo, estalinismo, maoísmo (desde hace algún tiempo sus partidarios se han refinado). Es esta ideología de conquista del poder total (¿el poder no le dice nada a Birnbaum?), esta ideología de granito, difícil de destruir, que Claude Lefort ha comenzado a perforar.13 ¿No será éste, al fin de cuentas, el lugar a partir del cual Birnbaum intenta hablar (el pantano en el que parece querer chapotear)? ¿No será en esta empresa donde querrá hacer su modesta contribución? ¿Y se atreve, luego de esto, a hablarme de libertad, de pensamiento, de pensamiento de la libertad? ¿No le da vergüenza?

En cuanto a sus travesuras a propósito de mi pesimismo, textos como el suyo no contribuyen a darme optimismo. Pero una cosa puedo asegurar a Birnbaum: yo, no soy derrotista.

25 de marzo de 2022

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INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA por Pierre Castres (Cap. 8)

INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA

por Pierre Castres

Título del original francés: Recherches d’anthropologie politique © Éditions du Seuil, París, 1980

1.* edición en Barcelona, mayo de 1981

© by GEDISA

Capítulo 8. La economía primitiva*

El ya viejo gusto por las sociedades primitivas del lector francés le supone un aprovisionamiento regular y abundante de obras de etnología. Lógicamente, no todas tienen el mismo interés. De tanto en tanto un libro se destaca del fondo grisáceo de esa producción: la ocasión es demasiado rara como para que no la destaquemos. Iconoclasta y riguroso, tan saludable como sabio, es el trabajo de Marshall Sahlins, cuya traducción al francés hará las delicias de más de uno?

Profesor americano de gran reputación, Sahlins es un profundo conocedor de las sociedades melanesias. Pero su proyecto científico no se reduce, ni mucho menos, a la etnografía de un área cultural determinada. Desbordando ampliamente el puntillismo monográfico, como lo testimonian la variedad transcontinental de sus referencias, Sahlins emprende la exploración sistemática de una dimensión de lo social que los etnólogos vienen escrutando desde hace mucho tiempo. Aborda de manera radicalmente nueva el campo de la economía y plantea maliciosamente la pregunta fundamental: ¿qué ocurre con la economía en las sociedades primitivas? 6 7 Interrogación que será, ya lo veremos, de importancia decisiva, aunque otros la hayan planteado antes que él. ¿Por qué volver, entonces, sobre un problema que parecía resuelto desde hace mucho tiempo? Siguiendo el desarrollo de Sahlins, rápidamente nos damos cuenta de que la cuestión de la economía primitiva no había recibido ninguna respuesta de envergadura y, sobre todo, de que numerosos autores la habían tratado con una increíble ligereza, cuando no se habían librado a una verdadera deformación de los hechos etnográficos. No vemos en ellos un error de interpretación, factible en el curso de toda investigación científica, sino claramente la tentativa —aún vivaz como intentaremos mostrar-— de adaptar la realidad social primitiva a una concepción previa de la sociedad y la historia. En otras palabras, ciertos representantes de la llamada antropología económica no siempre han sabido (es lo menos que podemos decir) separar el deber de objetividad que, como mínimo obliga a respetar los hechos, de su preocupación por preservar sus convicciones filosóficas o políticas. Y de ahí que, deliberada o inconscientemente —poco importa— se subordina el análisis de los hechos sociales a tal o cual discurso sobre la sociedad, pese a que la rigurosidad científica exigiría exactamente lo contrario. Por efecto de esta práctica, muy pronto nos vemos en las fronteras de la mistificación.

El trabajo ejemplar de Marshall Sahlins se dedica precisamente a denunciarla. Y nos equivocaríamos si supusiéramos que su información etnográfica es mucho más abundante que la de sus antecesores: aunque es investigador de campo no aporta ningún hecho revolucionario cuya novedad llevaría a reconsiderar la idea tradicional de la economía primitiva. Se contenta —¡pero con qué vigor!— con restablecer la verdad de los datos que vienen siendo recogidos y estudiados desde hace mucho tiempo, y elige interrogar directamente el material disponible descartando sin piedad las ideas establecidas hasta el momento. Ni qué decir tiene que la tarea de Sahlins hubiese podido ser emprendida antes: el dossier, en suma, estaba ya accesible y completo. Pero Sahlins ha sido el primero en abordarlo y por ello hay que saludar en él a un pionero.

¿De qué se trata? Los etnólogos economistas han desarrollado insistentemente la idea de que la economía de las sociedades primitivas es una economía de subsistencia. Es evidente que este enunciado quiere decir algo más que la perogrullada de que la función esencial, sino exclusiva, del sistema de producción de una sociedad dada consiste, sin duda, en asegurar la subsistencia de los individuos que componen la sociedad en cuestión. De esto se sigue que, al calificar la economía arcaica como economía de subsistencia, se está designando menos la función general de todo sistema de producción que la manera en que la economía primitiva cumple dicha función. Se dice que una máquina funciona bien cuando cumple en forma satisfactoria la función para la que ha sido concebida. Este es el criterio con que se evaluará el funcionamiento de la máquina de producción en las sociedades primitivas: ¿esta máquina funciona de acuerdo con los fines que le asigna la sociedad y asegura convenientemente la satisfacción de las necesidades materiales del grupo? He aquí la verdadera pregunta que se debe plantear a propósito de la economía primitiva. La antropología económica «clásica» responde con la idea de economía de subsistencia: 8 la economía primitiva es una economía de subsistencia, puesto que apenas puede asegurar la subsistencia de la sociedad. Su sistema económico permite a los primitivos, al precio de un trabajo incesante, no morir de hambre y de frío. La economía primitiva es una economía de sobrevivencia porque su subdesarrollo técnico le impide irremediablemente la producción de excedentes y la constitución de stocks que garantizarían al menos el futuro inmediato del grupo. Tal es, en su poco gloriosa convergencia con la certeza más elemental del sentido común, la imagen del hombre primitivo transmitida por los «sabios»: el Salvaje, aplastado por su entorno ecológico, acechado sin cesar por el hambre, obsesionado por la angustia permanente de procurar a los suyos algo para no morir. Sintetizando, la economía primitiva es una economía de subsistencia porque es una economía de la miseria.

A esta concepción de la economía primitiva, Sahlins no opone otra, sino, simplemente, los hechos etnográficos. Entre otras cosas, lleva a cabo un examen atento de los trabajos consagrados a aquellos primitivos que uno imagina como los más desposeídos, obligados a ocupar un medio eminentemente hostil en que la escasez de recursos se suma a la ineficacia tecnológica: los cazadores-recolectores nómadas de los desiertos de Australia y de Africa del Sur que a los ojos de los etno-economistas como Herskovits, eran el ejemplo característico de la miseria primitiva. ¿Cuál es la realidad? Las monografías que estudian respectivamente a los australianos de la Tierra de Arnhem y los Bosquimanos del Kalahari ofrecen la novedosa particularidad de presentar cifras. En estos trabajos se han realizado mediciones de los tiempos consagrados a las actividades económicas, y se ve claramente que, lejos de pasarse toda la vida en la búsqueda febril de un alimento aleatorio, estos seres supuestamente miserables no emplean más que cinco horas por día como media; generalmente, entre tres y cuatro horas. Resulta, pues, que en un lapso relativamente breve, australianos y bosquimanos aseguran convenientemente su subsistencia. Hay que agregar que este trabajo cotidiano rara vez es continuo. Se interrumpe por frecuentes descansos y, además, no introducía nunca a la totalidad del grupo: aparte de que los niños y jóvenes casi no participan de las actividades económicas, el conjunto de los adultos no se dedica simultáneamente a la búsqueda de la comida. Y Sahlins anota que estos datos cuantificados, que han sido recogidos recientemente, confirman en todos sus puntos los testimonios mucho más antiguos de los viajeros del siglo xix.

Por lo tanto, se declaró que, despreciando informaciones serias y conocidas, algunos de los padres fundadores de la antropología económica han inventado, íntegramente, el mito de un hombre salvaje condenado a una condición casi animal por su incapacidad de explotar eficazmente el medio natural. Nada más alejado de la verdad; y el mérito de Sahlins ha sido rehabilitar al cazador restableciendo, contra el travestismo teórico (¡teórico!), la verdad de los hechos. En efecto, de su análisis resulta que, la economía primitiva no solamente no es una economía de la miseria sino que, por el contrario, permite catalogar a la sociedad primitiva como la primera sociedad de abundancia. Expresión provocadora, que conmueve la torpeza dogmática de los seudo-sabios de la antropología, pero al mismo tiempo expresión justa: si en períodos de tiempo cortos y con poca intensidad, la máquina de producción primitiva asegura la satisfacción de las necesidades materiales de la gente, ello se debe, como escribe Sahlins, a que funciona por debajo de sus posibilidades objetivas y podría, si quisiera, funcionar más tiempo y más rápidamente, produciendo excedentes y constituyendo stocks. En consecuencia, si aun teniendo todas las posibilidades para hacerlo, la sociedad primitiva no lo hace, es porque no quiere. Cuando estiman que han recogido suficiente comida, los australianos y los bosquimanos cesan de cazar y recolectar. ¿Para qué fatigarse recogiendo más de lo que pueden consumir? ¿Por qué los nómadas han de agotarse transportando inútilmente las pesadas provisiones de un sitio a otro cuando, como dice Sahlins, «los stocks están en la propia naturaleza»? Pero los Salvajes no son tan locos como los economistas formalistas que, al no encontrar en el hombre primitivo la psicología de un jefe de empresa industrial o comercial preocupado por aumentar sin cesar su producción con vistas a acrecentar su beneficio, deducen —los muy tontos— la inferioridad intrínseca de la economía primitiva. Es saludable, en consecuencia, la empresa de Sahlins porque desenmascara pacientemente esta «filosofía» que hace del capitalismo contemporáneo el ideal y la medida de todas las cosas. ¡Pero cuántos esfuerzos para demostrar que si el hombre primitivo no es un empresario es porque no le interesa la ganancia; que sí no «rentabiliza» su actividad, como les gusta decir a los pedantes, no es porque no sepa hacerlo sino porque no le viene en gana!

Sahlins no se detiene en el caso de los cazadores. Bajo el título Modo de Producción Doméstico analiza la economía de las sociedades «neolíticas», formadas por agricultores primitivos, tal como se pueden observar todavía en Africa o Melanesia, en Vietnam o América del Sur. Aparentemente no hay nada en común entre los nómades del desierto o de la selva y los sedentarios que, sin descuidar la caza, la pesca y la recolección, son en lo esencial tributarios del producto de su huerto. Por el contrario, se podría esperar, en función del cambio considerable que constituye la conversión de una economía de caza en una agraria, la eclosión de unas actitudes económicas completamente nuevas, por no hablar de transformaciones en la organización misma de la sociedad.

Apoyándose en una importante cantidad de estudios realizados en diversas regiones del globo, Sahlins somete a un examen detallado las figuras locales (melanesios, africanos, sudamericanos, etc.) del MPD subrayando las propiedades recurrentes: predominio de la división sexual del trabajo; producción segmentaria para los fines del consumo; acceso autónomo a los medios de producción; relaciones centrífugas entre las unidades de producción. Refiriéndose a una realidad económica (el MPD), Sahlins, con razón, hace jugar categorías propiamente políticas en cuanto que llegan al corazón de la organización social primitiva: segmentación, autonomía, relaciones centrífugas. Imposibilidad esencial de pensar lo económico primitivo fuera de lo político. Por ahora, lo que debe retener nuestra atención es que los rasgos pertinentes con que se describe el modo de producción de los agricultores sobre chamicera permiten aprehender igualmente la organización social de los pueblos cazadores. Desde este punto de vista, una banda nómade, al igual que una tribu sedentaria, se compone de unidades de producción y de consumo —los «hogares» o los «grupos domésticos»— en el interior de las cuales prevalece, en efecto, la división sexual del trabajo. Cada unidad funciona como un segmento autónomo del conjunto y, a pesar de que la regla de intercambio estructura sólidamente la banda nómade, el juego de fuerzas centrífugas no está ausente. Más allá de las diferencias en el estilo de vida, las representaciones religiosas, la actividad ritual, la estructura de la sociedad no varía de la comunidad nómade al poblado sedentario. El hecho de que máquinas de producción tan diferentes como la caza nómade y la agricultura sobre chamicera sean compatibles con formaciones sociales idénticas es un punto que debe valorarse en toda su amplitud.

Desde el punto de vista de su producción de consumo toda comunidad primitiva aspira a la autonomía completa, a eliminar toda relación de dependencia en relación con los grupos vecinos. Expresado en una fórmula condensada, diríamos que es el ideal autárquico de la sociedad primitiva: producen el mínimo suficiente para satisfacer todas las necesidades, pero se las arreglan para producir la totalidad de ese mínimo. Si el MPD es «un sistema esencialmente hostil a la formación de excedentes» no es menos hostil a dejar que la producción se deslice por debajo del umbral que garantiza la satisfacción de las necesidades. El ideal de autarquía económica es de hecho un ideal de independencia económica, asegurada en tanto no se tiene necesidad del otro. Este ideal, naturalmente, no se realiza en todas partes ni siempre. Las diferencias ecológicas, las variaciones climáticas, los contactos o las influencias, pueden conducir a una sociedad a sentir la necesidad de tal producto, material u objeto que otros saben fabricar, sin poder satisfacerla. A ello se debe que, como lo muestra Sahlins, grupos vecinos, o aun alejados, mantengan relaciones de intercambio de bienes más o menos intensas. Pero también precisa, en el curso de su paciente análisis del «comercio» melanesio, que «las sociedades melanesias no conocen los 'mercados’ y seguramente ocurre lo mismo con las sociedades arcaicas». El MPD tiende así, en virtud del deseo de independencia de cada comunidad, a reducir al máximo el riesgo implícito en el intercambio determinado por la necesidad: «La reciprocidad entre socios comerciales no es sólo un privilegio sino también un deber. Específicamente, obliga tanto a recibir como a dar». El comercio entre tribus no tiene nada que ver con la importación-exportación.

La voluntad de independencia —el ideal autárquico— inmanente al MPD en tanto concierne a la comunidad como tal en su relación con otras comunidades está también presente, en cierto sentido, en el interior de la comunidad, en la que las tendencias centrífugas llevan a cada unidad de producción, a cada grupo doméstico a proclamar: ¡cada uno por las suyas! Naturalmente, un principio egoísta tan feroz no se ejerce sino raramente; hacen falta circunstancias de excepción tales como la hambruna, cuyos efectos sobre la sociedad tikopia, víctima de orugas depredadoras, observó Firth. Esta crisis, escribe Sahlins, «reveló la fragilidad del célebre “nosotros” —Nosotros, los Tikopia— al mismo tiempo que ponía en evidencia la fuerza del grupo doméstico. Los hogares aparecen como la fortaleza del interés privado, el del grupo doméstico, una fortaleza que en caso de crisis se aísla del mundo exterior, levanta sus puentes-levadizos sociales, cuando no se dedica a pillar los huertos de sus parientes». Mientras nada grave altere el curso normal de la vida cotidiana, la comunidad no deja que las fuerzas centrífugas amenacen la unidad de su ser y se siguen respetando las obligaciones de parentesco. Esta sería la razón por la cual Sahlins, al cabo de un análisis muy técnico del caso de los Mazulu, poblado de Valley Tonga, piensa que puede explicarse la sub-producción de ciertos grupos domésticos porque éstos están seguros de que la solidaridad de los mejor provistos jugará a su favor: «¿Acaso no es porque saben desde un principio que pueden contar con los otros que algunos fracasan?». Pero si ocurre el imprevisible acontecimiento (calamidad natural o agresión exterior, por ejemplo) que quiebra el orden de las cosas entonces la tendencia centrífuga de cada unidad de producción se afirma, el grupo doméstico tiende a replegarse sobre sí mismo, la comunidad se atomiza en espera de que pase el mal momento.

Esto no significa que, aún en condiciones normales, siempre se respeten de buen grado las obligaciones de parentesco. En la sociedad maorí, «el grupo doméstico está siempre en un dilema, obligado a maniobrar, a transigir entre la satisfacción de sus propias necesidades y sus obligaciones más generales hacia los parientes lejanos que debe esforzarse por satisfacer sin comprometer su bienestar». Y Sahlins cita algunos sabrosos proverbios maoríes en los que se manifiesta claramente el desagrado hacia algunos parientes demasiado pedigüeños y el mal humor oculto detrás de más de un acto generoso realizado sin ganas si el donante no puede invocar más que un débil grado de parentesco.

Así, el MPD asegura a la sociedad primitiva una abundancia medida por la concordancia entre producción y necesidades, funciona con vistas a su total satisfacción negándose a ir más allá. Los Salvajes producen para vivir, no viven para producir: «El MPD es una producción de consumo cuya acción tiende a frenar los rendimientos y a inmovilizarlos en un nivel relativamente bajo». Una «estrategia» como ésta implica que se está apostando al futuro: a saber, que será cuestión de repetición y no de diferencia, que la tierra, el cielo y los dioses querrán mantener el eterno retorno de lo mismo. Y, en general, es lo que ocurre: es excepcional el cambio que, como la catástrofe natural de la que fueron víctimas los Tikopia, viene a deformar las líneas de fuerza de la sociedad. Pero es también en las circunstancias raras cuando se ponen en evidencia las líneas de su debilidad: «La obligación de generosidad inscrita en la estructura no resiste la prueba de la desgracia». ¿Incurable imprevisión de los Salvajes, como dicen las crónicas de los viajeros? Es preferible leer, en este descuido, un cuidado mayor de su libertad.

A través del análisis del MPD, Sahlins nos propone una teoría general de la economía primitiva. Del hecho de que la producción se encuentre exactamente adaptada a las necesidades inmediatas de la familia deduce, con gran claridad, la ley que sostiene el sistema: «...el MPD entraña un principio contrario a los excedentes; adaptado a la producción de bienes de subsistencia, tiene tendencia a inmovilizarse cuando alcanza ese punto». La comprobación, etnográficamente fundada, de que las sociedades primitivas son subproductoras (trabajo de una parte de la sociedad solamente, en tiempos breves y con baja intensidad) y, por otra parte, de que satisfacen siempre las necesidades de la sociedad (necesidades definidas por la propia sociedad y no por una instancia exterior), impone, en su paradójica verdad, la idea de que la sociedad primitiva es, en efecto, una sociedad de abundancia (con seguridad la primera, tal vez también la última) ya que se satisfacen en ella todas las necesidades. Pero también hace aflorar la lógica que opera en el corazón de ese sistema social: estructuralmente, escribe Sahlins, la «economía» allí no existe. O sea: lo económico como sector que se despliega de manera autónoma en el campo social está ausente del MPD; este último funciona como producción de consumo (asegurar la satisfacción de las necesidades) y no como producción de intercambio (adquirir un beneficio comercializando el excedente). Lo que se impone, al fin de cuentas (lo que impone el gran trabajo de Sahlins), es el descubrimiento de que las sociedades primitivas son sociedades de rechazo a la economía.9

Los economistas formalistas se sorprenden de que el hombre primitivo no esté, como el capitalista, animado por el gusto del beneficio: en un sentido, se trata justamente de eso. La sociedad primitiva asigna un límite estricto a su producción y cuida de no franquearlo so pena de ver cómo lo económico escapa a lo social y se vuelve contra la sociedad, abriendo en ella la brecha de la heterogeneidad de la división entre ricos y pobres, de la alienación de unos por otros. Es una sociedad sin economía, ciertamente, pero aún mejor, es una sociedad contra la economía: tal es la verdad manifiesta hacia la que nos conduce la reflexión de Sahlins sobre la sociedad primitiva, reflexión rigurosa por su dinamismo que nos enseña mucho más sobre los Salvajes que cualquier otra obra del mismo género y también empresa de verdadero pensamiento, ya que, libre de todo dogmatismo, se abre a las preguntas más esenciales: ¿En qué condiciones una sociedad es primitiva? ¿En qué condiciones la sociedad primitiva puede perseverar en su ser indivisa?

Sociedad sin Estado, sociedad sin clases: así enuncia la antropología las determinaciones que hacen que una sociedad pueda ser llamada primitiva. Sociedad, por lo tanto, sin órgano de poder político independiente, sociedad que impide, de manera deliberada, la división del cuerpo social en grupos desiguales y opuestos: «La sociedad primitiva admite la penuria para todos pero no la acumulación para algunos». Se percibe en toda su envergadura el problema que plantea la institución de la jefatura en una sociedad no dividida: ¿qué ocurre con la voluntad igualitaria inscrita en el corazón del MPD frente al establecimiento de relaciones jerárquicas? ¿La negativa a la división que regula el orden económico cesará de operar en el campo político? ¿Cómo se articula el rango superior del jefe con el ser indiviso de la sociedad? ¿Cómo se tejen las relaciones de poder entre la tribu y su líder? Esta problemática

recorre el trabajo de Sahlins y es abordada más directamente en su minucioso análisis de los sistemas melanesios de big-man en los que se conjugan la política y la economía en la persona del jefe.

En la mayor parte de las sociedades primitivas se exige del jefe dos cualidades esenciales: talento oratorio y generosidad. No se reconocerá como líder a un hombre que no sepa hablar o que sea avaro. Es claro que no se trata de rasgos psicológicos personales sino de propiedades formales de la institución: es propio de la posición de líder el excluir la retención de bienes. Sahlins examina, en páginas penetrantes, el origen y los efectos de esta verdadera obligación de generosidad. El punto de partida de una carrera de big-man es «su ambición desenfrenada»: gusto estratégico por el prestigio, sentido táctico de los medios de adquirirlo. Es evidente que para ser pródigo en bienes el jefe debe primero poseerlos. Dejando de lado el caso, no pertinente desde el punto de vista del problema planteado, de los objetos manufacturados que el líder recibe de los misioneros o de los etnólogos, por ejemplo, para redistribuirlos inmediatamente entre los miembros de la comunidad; y teniendo en cuenta, por otra parte, que en estas sociedades rige el principio según el cual «la libertad de ganar a expensas de otro no está inscrita en las relaciones y modalidades del intercambio», resulta que para cumplir su obligación de generosidad el big-man deberá producir sólo los bienes que necesita: no puede contar con los otros. Sólo le prestarán ayuda y asistencia aquellos que, por diversas razones, consideran útil trabajar para él: sus parientes, que a partir de ese momento mantienen con él una relación de clientela. La contradicción entre la soledad del jefe y la necesidad de ser generoso se resuelve también por el sesgo de la poliginia: si en un gran número de sociedades prevalece ampliamente la regla monogámica la pluralidad de esposas es, por el contrario, casi siempre un «privilegio» de hombres importantes, o sea, de los líderes. Pero mucho más que un privilegio, la poliginia de los jefes es una necesidad en tanto constituye para ellos el principal medio de actuar como líderes: la fuerza de trabajo de las esposas suplementarias es utilizada por el marido para producir el excedente de bienes de consumo que distribuirá en la comunidad. Por el momento, pues, un punto se ha establecido sólidamente: en la sociedad primitiva la economía, en tanto no está más inscrita en el movimiento del MPD, no es más que un medio de la política, la actividad de producción está subordinada a la relación de poder. La necesidad y la posibilidad de una producción de excedentes aparecen sólo al nivel de la institución de la jefatura.

Con razón, Sahlins descubre allí la antinomia entre la fuerza centrífuga inmanente al MPD y la fuerza inversa que anima a la jefatura; tendencia a la dispersión del lado del modo de producción, tendencia a la unificación del lado de la institución. En el lugar supuesto del poder se situaría el centro alrededor del cual la sociedad, trabajada sin cesar por poderes disolventes, se instituye como unidad y comunidad: fuerza de integración de la jefatura contra fuerza disgregadora del MPD: «El big-man y su ambición desenfrenada son otros tantos medios gracias a los cuales una sociedad segmentaria, “acéfala” y fragmentada en pequeñas comunidades autónomas resuelve su encierro... para constituir un campo de relaciones más vasto y alcanzar niveles de cooperación más elevados». El big-man ilustra así, según Sahlins, una suerte de grado mínimo en la curva continua del poder político que conduciría progresivamente hasta las monarquías polinesias, por ejemplo: «En estas sociedades piramidales, la integración de las pequeñas comunidades está concluida, en tanto que está sólo iniciada en los sistemas melanesios de big-man y es inimaginable en el contexto de los pueblos cazadores». El big-man sería por lo tanto la figura reducida del rey polinesio y, este último, la extensión máxima del poder del big-man. Genealogía del poder desde sus formas más difusas hasta sus realizaciones más concentradas: ¿tendremos aquí, desvelado en su secreto, el fundamento de la división social entre señores y súbditos y el origen más lejano de la maquinaria estatal?

Consideremos las cosas con detenimiento. Como dice Sahlins, el big-man accede al poder «con el sudor de su frente»; como no puede explotar a los otros para producir un excedente se explota a sí mismo, a sus mujeres y sus parientes: auto-explotación del big-man y no explotación de la sociedad por el big-man que, evidentemente, no dispone del poder de obligar a los otros a trabajar para él, ya que es precisamente ése el poder que busca conquistar. Por lo tanto, en estas sociedades, no se da una división del cuerpo social según el eje vertical del poder político: no hay una división entre una minoría de dominadores (el jefe y sus clientes) que mandarían y una mayoría de dominados (el resto de la comunidad) que obedecerían. Las sociedades melanesias nos ofrecen más bien el espectáculo opuesto. Si una división se da en ellas es la que separa una minoría de trabajadores «ríeos» de una mayoría de «perezosos» pobres; pero, y aquí tocamos el fundamento mismo de la sociedad primitiva, los ricos lo son por su propio trabajo, cuyos productos son apropiados y consumidos por la masa ociosa de los pobres. En otras palabras, la sociedad en su conjunto explota el trabajo de la minoría que rodea al big-man. ¿Cómo hablar de poder del jefe si éste es explotado por su sociedad? Paradógica disyunción de fuerzas que toda sociedad dividida mantiene en la unidad: ¿es que hay un jefe ejerciendo su poder sobre la sociedad, por una parte, y por otra la sociedad sometiendo ese mismo jefe a una explotación intensiva? ¿Pero cuál es entonces la naturaleza de este extraño poder cuya potencia buscamos en vano? ¿Qué es al fin de cuentas ese poder de cuyo ejercicio la sociedad primitiva no ofrece el menor asidero? ¿Se puede, en rigor, hablar de poder? He aquí el problema: ¿por qué Sahlins llama poder a esto que, evidentemente, no lo es?

Se revela aquí la confusión, casi general en la literatura etnológica, entre prestigio y poder. ¿Qué es lo que mueve al big-man? ¿Con qué objeto transpira? Con toda seguridad no lo hace por el poder que, aunque soñara con ejercerlo, no sería acatado por la gente de la tribu. Se afana buscando el prestigio, la imagen aventajada que le devuelve el espejo de una sociedad dispuesta a celebrar la gloria de un jefe que es tan pródigo y trabajador. Es esta incapacidad de pensar el prestigio sin el poder lo que arruina a tantos análisis de antropología política y se muestra particularmente engañosa en el caso de las sociedades primitivas. Al confundirse prestigio y poder se desconoce de principio la esencia política del poder y de las relaciones que instituye en la sociedad y luego se introduce en la sociedad primitiva una contradicción que no se puede aclarar. ¿Cómo podría acomodarse la voluntad igualitaria de la sociedad al deseo de poder que quiere, precisamente, fundar la desigualdad entre los que mandan y los que obedecen? El planteamiento de la cuestión del poder político en las sociedades primitivas obliga a pensar en la jefatura como algo exterior al poder, a meditar acerca de este dato inmediato de la sociología primitiva: en ese marco el líder carece de poder. ¿Qué obtiene el big-man a cambio de su generosidad? No es la realización de su deseo de poder sino la frágil satisfacción de su honor personal, no es la capacidad de mandar sino el inocente placer de una gloria que se afana en mantener. Trabaja, en sentido estricto, por la gloria: la sociedad se la concede de buen grado, ocupada como está en saborear los frutos del trabajo de su jefe. Todo adulón vive a expensas de quien lo escucha.

Puesto que el prestigio del big-man no procura ninguna autoridad no puede verse en éste el primer grado de la escala del poder político ni el lugar real del poder. Por consiguiente, ¿cómo poner en una línea continua al big-man y a las otras figuras de la jefatura? Aparece aquí una consecuencia necesaria de la confusión inicial entre prestigio y poder. Las poderosas monarquías polinesias no resultan de un desarrollo progresivo de los sistemas melanesios de big-man porque en ellos no hay nada que desarrollar: la sociedad no permite que el jefe transforme su prestigio en poder. Es necesario, en consecuencia, renunciar decididamente a esta concepción continuista de las formaciones sociales y aceptar que existe un corte radical que separa las sociedades primitivas, en las que los jefes carecen de poder, de las sociedades en las que se despliega la relación de poder: discontinuidad esencial entre las sociedades sin Estado y las sociedades con Estado.

Existe, sin embargo, un instrumento conceptual, generalmente desconocido por los etnólogos, que permite resolver muchas dificultades: la categoría de deuda. Volvamos un instante a la obligación de generosidad de la que el jefe primitivo no puede zafarse. ¿Por qué la institución de la jefatura pasa por esta obligación? Expresa, ciertamente, una especie de contrato entre el jefe y su tribu mediante el cual el mismo recibe unas gratificaciones que satisfacen su narcisismo a cambio del flujo de bienes que hace correr por la sociedad. La obligación de generosidad contiene —es claro— un principio igualitarista que coloca en posición de igualdad a los socios del intercambio: la sociedad «ofrece» el prestigio, el jefe lo obtiene a cambio de bienes. No hay reconocimiento de prestigio sin provisión de bienes. Pero sería desconocer la verdadera naturaleza de la obligación de generosidad si viéramos en ella solamente un contrato garantizando la igualdad de las partes en cuestión. Se disimula, bajo esta apariencia, la profunda desigualdad de la sociedad y del jefe, en tanto su obligación de generosidad es, de hecho, un deber, es decir una deuda. El líder está en situación de deuda con la sociedad justamente porque es líder. Y esta deuda no se puede pagar nunca, al menos durante el tiempo que desee seguir siendo líder: si cesa de serlo la deuda se extingue inmediatamente, ya que ella marca exclusivamente la relación que une a la jefatura con la sociedad. En el corazón de la relación de poder se establece la relación de deuda.

Entonces descubrimos que, si las sociedades primitivas son sociedades sin órgano de poder independiente, esto no significa que sean sociedades sin poder, sociedades en las que no se plantee la cuestión de lo político. Por el contrario, es por la negativa de aceptar la separación de poder y sociedad que la tribu mantiene con su jefe una relación de deuda, ya que es ella quien permanece detentadora del poder y lo ejerce sobre el jefe. La relación de poder existe: adopta la figura de la deuda que el líder debe pagar por siempre. El eterno endeudamiento del jefe es una garantía para la sociedad de que éste permanecerá exterior al poder, que no se convertirá en órgano independiente. Prisionero de su deseo de prestigio, el jefe salvaje acepta someterse al poder de la sociedad acatando la deuda que instituye todo ejercicio del poder. Cogiendo al jefe en la trampa de su deseo, la tribu se asegura contra el riesgo mortal de que el poder político se separe y se vuelva contra ella: la sociedad primitiva es la sociedad contra el Estado.

Ya que la relación de deuda pertenece al ejercicio del poder, deberíamos poder descubrirla en todos lados donde se lo ejerce. Es lo que nos enseñan las monarquías, polinesias u otras. ¿Quién paga aquí la deuda? ¿Quienes son los endeudados? Son, lo sabemos bien, aquellos a quienes reyes, grandes sacerdotes o déspotas llaman «gentes del común», cuya deuda toma el nombre de tributo que deben a los dominadores. De donde surge nuevamente que el poder no se separa de la deuda y que, a la inversa, la presencia de la deuda significa la del poder. Aquellos que en una sociedad cualquiera detentan el poder, marcan su realidad y prueban que lo ejercen imponiendo a quienes lo acatan el pago de un tributo. Detentar el poder, imponer el tributo es todo uno, y el primer acto del déspota consiste en proclamar la obligación de pagarlo. Signo y verdad del poder, la deuda atraviesa de un lado al otro el campo de lo político, es inmanente a lo social como tal.

Es decir que, como categoría política, ofrece un criterio seguro para evaluar el ser de las sociedades. La naturaleza de la sociedad cambia con el sentido de la deuda. Si la relación de deuda va de la jefatura hacia la sociedad es que ella permanece indivisa, es que el poder permanece rebatido sobre el cuerpo social homogéneo. Si, por el contrario, la deuda corre de la sociedad hacia la jefatura es que el poder se ha separado de la sociedad para concentrarse en las manos del jefe, es que el ser heterogéneo de la sociedad encierra la división en dominadores y dominados. ¿En qué consiste el corte entre sociedades indivisas y sociedades divididas? Se produce cuando hay una inversión del sentido de la deuda, cuando la institución vuelca en su provecho la relación de poder para volverla contra la sociedad, desde ese momento dividida en una base y una cima hacia la que asciende sin cesar, bajo la forma de tributo, el eterno reconocimiento de la deuda. La ruptura en el sentido de circulación de la deuda realiza un corte tal entre las sociedades que es impensable en la continuidad: nada de desarrollo progresivo, de figura de lo social intermediaria entre la sociedad indivisa y la sociedad dividida. La concepción de la Historia como un continuum de formaciones sociales que se engendran mecánicamente unas a otras se opone, en su ceguera al hecho concreto de la ruptura y de lo discontinuo, a articular los verdaderos problemas: ¿por qué la sociedad primitiva deja, en un determinado momento, de codificar el flujo del poder?; ¿por qué permite que la desigualdad y la división lleven al cuerpo social la muerte que hasta ese momento conjuraba?, ¿por qué los salvajes realizan el deseo de poder del jefe?, ¿de dónde nace la aceptación de la servidumbre?

La atenta lectura del libro de Sahlins suscita a cada instante interrogantes parecidos. El mismo no los formula explícitamente, ya que el prejuicio continuista actúa como un verdadero obstáculo epistemológico a la lógica del análisis. Pero se ve con claridad que su rigor lo acerca a esa elaboración conceptual. De ninguna manera se confunde acerca de la oposición entre el deseo de igualdad de la sociedad y el deseo de poder del jefe, oposición que puede llegar hasta el asesinato del líder. Fue el caso de la gente de Paniai quienes, antes de matar su big-man, le explicaron: «...tú no debes ser el único rico entre nosotros, deberíamos ser todos iguales, por lo tanto es necesario que tú seas nuestro igual». Discurso de la sociedad contra el poder al que hace eco el discurso invertido del poder contra la sociedad, claramente enunciado por otro jefe: «Yo soy un jefe no porque la gente me quiera sino porque me deben dinero y tienen miedo.» Sahlins es el primero y único entre los especialistas de antropología económica en sentar las bases de una nueva teoría primitiva puesto que nos permite apreciar el inmenso valor heurístico de la categoría económico-política de deuda.

Hay que señalar, finalmente, que la obra de Sahlins ofrece una pieza esencial al tema de un debate que, hasta el momento, se ha eludido pero que no tardará mucho en plantearse: ¿qué pasa con el marxismo en la etnología y con la etnología en el marxismo? Interrogante cuyo campo de acción es vasto porque va más allá de la apacible polémica universitaria. Recordemos simplemente los términos de un problema que, tarde o temprano, se planteará. El marxismo no es sólo la descripción de un sistema social particular (el capitalismo industrial), es también una teoría general de la Historia y del cambio social. Esta teoría se plantea como la ciencia de la sociedad y de la historia, se despliega en la concepción materialista del movimiento de las sociedades y descubre la ley de ese moví-miento. Hay, por lo tanto, una racionalidad de la Historia, el ser y el devenir de lo real socio-histórico dependen, en última instancia, de las determinaciones económicas de la sociedad: es, al fin de cuentas, el juego y desarrollo de las fuerzas productivas el que determina el ser de la sociedad, y es la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción la que, arrastrando el cambio social y la innovación, constituye la sustancia misma y la ley de la Historia. La teoría marxista de la sociedad y de la historia es un determínismo económico que afirma la prevalencia de la infraestructura material. La historia es pensable porque es racional, es racional porque es, por así decirlo, natural, como escribe Marx en El Capital-. «El desarrollo de la formación económica de la sociedad es asimilable a la marcha de la naturaleza y a su historia.» De esto se sigue que el marxismo, en tanto ciencia de la sociedad humana en general, es apto para pensar todas las formaciones sociales que la historia ofrece. Aptitud cierta, pero más aún, obligación de pensar todas las sociedades con objeto de que la teoría encuentre en todas partes su convalidación. Los mar-xistas, por lo tanto, no pueden dejar de pensar la sociedad primitiva, están obligados por el continuismo histórico afirmado por la teoría a la que adhieren.10

Cuando los etnólogos son marxístas, someten evidentemente la sociedad primitiva al análisis que reclama y permite el instrumento del que disponen: la teoría marxista y su determinismo económico. En consecuencia, deben afirmar que aún en las sociedades muy anteriores al capitalismo la economía ocupa un lugar central, decisivo. En efecto, no hay ninguna razón para que las sociedades primitivas sean una excepción a la ley general que engloba todas las sociedades: las fuerzas productivas tienden a desarrollarse. Así, nos vemos llevados a plantear dos preguntas muy simples: ¿la economía es central en las sociedades primitivas? ¿se observa en ellas la tendencia de las fuerzas productivas a desarrollarse? El libro de Sahlins formula exactamente las respuestas a estas preguntas. Nos enseña o nos recuerda que en las sociedades primitivas la economía no es una «máquina» de funcionamiento autónomo: es imposible separarla de la vida social, religiosa, ritual, etc. No sólo el campo económico no determina el ser de la sociedad primitiva sino que es más bien la sociedad la que determina el lugar y los límites del campo económico. No sólo las fuerzas productivas no tienden a desarrollarse sino que además la voluntad de sub-producción es inherente al MPD. La sociedad primitiva no es el juguete pasivo del juego ciego de las fuerzas productivas sino que, por el contrario, es la sociedad la que ejerce sin cesar un control riguroso y deliberado sobre su capacidad de producción. Lo social regula el juego económico; en última instancia, lo político determina lo económico. Las sociedades primitivas son «máquinas» anti-producción. ¿Cuál es entonces el motor de la historia? ¿Cómo deducir las clases sociales de la sociedad sin clases, la división de la sociedad indivisa, el trabajo alienado de la sociedad que no aliena más que el trabajo del jefe, el Estado de la sociedad sin Estado? Misterios. De todo esto resulta que el marxismo no puede pensar la sociedad primitiva porque ésta no es pensable en el marco de su teoría de la sociedad. El análisis marxista vale, tal vez, para sociedades divididas o para sistemas en los que, aparentemente, la esfera de la economía es central (el capitalismo). Un análisis de este tipo, cuando pretende aplicarse a sociedades no divididas, a sociedades que se basan en el rechazo de la economía, es, más que descabellado, oscurantista. No sabemos si es o no fácil ser marxista en filosofía, pero se ve bien claro que es imposible serlo en etnología.

Iconoclasta y saludable llamamos al gran trabajo de Marshall Sahlins que echa por tierra las mistificaciones e imposturas con que se contentan, demasiado frecuentemente, las llamadas ciencias humanas. Más preocupado por elaborar la teoría a partir de los hechos que de adaptar los hechos a la teoría, Sahlins nos demuestra que la investigación no puede ser sino viva y libre, ya que un gran pensamiento puede morir degradándose en teología. Economistas formalistas y etnólogos marxistas tienen en común el ser incapaces de reflexionar sobre el hombre de las sociedades primitivas sin incluirlo en los marcos éticos y conceptuales surgidos del capitalismo o de la crítica del capitalismo. Sus irrisorias empresas tienen el mismo origen y producen los mismos efectos: hacen, unas y otras, una etnología de la miseria. Y es el gran mérito de Sahlins ayudarnos a comprender la miseria de su etnología.