23 de marzo de 2022

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INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA por Pierre Castres (Cap. 7)

INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA

por Pierre Castres

Título del original francés: Recherches d’anthropologie politique © Éditions du Seuil, París, 1980

1.* edición en Barcelona, mayo de 1981

© by GEDISA

Capítulo 7. Libertad, desventura, Innombrable*

Es difícil encontrar un pensamiento más libre que el de Etienne de la Boétie. Tampoco es frecuente la singular firmeza de este escrito de un joven aún adolescente. Se podría hablar de un Rim-baud del pensamiento. Audacia y gravedad de un cuestionamiento evidentemente accidental*, ¡qué vano intentar explicarlo refiriéndolo a su siglo, o remitir esa mirada altanera —insoportable— al círculo cerrado y siempre repetido de los acontecimientos} ¡Cuántos malentendidos desde el Contra Uno de los hombres de la Reforma! La referencia a cualquier determinismo histórico (circunstancias políticas del momento, pertenencia a una clase social) no conseguirá, sin duda, anular la virulencia siempre activa del Discurso o desmentir la afirmación esencial de libertad que lo fundamenta y anima. La historia local y contemporánea no es para La Boétie más que ocasión, pretexto: no hay nada en él propio del panfletario, del publicista, del militante. Su agresión estalla con mayor alcance: plantea una pregunta totalmente libre porque está absolutamente liberada de toda «territorialidad» social o política, y es sin duda porque su pregunta es trans-histórica por lo que estamos en condiciones de escucharla. ¿Cómo es posible, pregunta La Boétie, que la mayoría obedezca a una sola persona, no sólo la obedezca sino que la sirva y no sólo la sirva sino que quiera servirla?

La naturaleza y envergadura de una pregunta como ésta impiden desde el principio que se la reduzca a esta o aquella situación histórica concreta. La mera posibilidad de formular una interrogación tan destructiva remite, simple pero heroicamente, a una lógica de los contrarios: si soy capaz de sorprenderme de que la servidumbre voluntaria sea la tónica común de todas las sociedades, de la mía pero también de aquellas de las que me informan los libros (a excepción, tal vez retórica, de la antigüedad romana), es porque imagino la contrapartida de esa sociedad, la posibilidad lógica de una sociedad que ignore la servidumbre voluntaria. El heroísmo y la libertad de La Boétie radican en esto: es justo este fácil y ligero deslizamiento de la Historia a la lógica, justa su apertura en lo que parece más naturalmente evidente, justa esa brecha en la convicción general que no sabría pensar la sociedad sin su división entre dominantes y dominados. Al sorprenderse de esto, al negar la evidencia natural, el joven La Boétie trasciende la historia conocida para decir que hay otras posibilidades. No lo plantea, ciertamente, como programa a realizar ya que La Boétie no es un partisano. En un sentido le importa poco el destino del pueblo mientras éste no se subleve. Es por ello que puede ser al mismo tiempo autor del Discurso sobre la servidumbre voluntaria y fucionario del Estado monárquico (de ahí la torpeza de convertirlo en un «clásico del pueblo»). Su descubrimiento, gracias a un deslizamiento fuera de la historia, es que la sociedad en la que el pueblo quiere servir al tirano es histórica, que no es eterna y no ha existido siempre, que tiene una fecha de nacimiento y que algo ha debido pasar necesariamente para que los hombres perdieran la libertad y cayeran en la servidumbre: «...¿qué clase de desventura ha podido desnaturalizar al hombre, el único ser nacido para vivir verdaderamente libre, y le ha hecho perder el recuerdo de su estado original y el deseo de volver a él?»

Desventura: accidente trágico, desgracia inaugural cuyos efectos no cesan de amplificarse hasta el punto de que se desvanece la memoria de lo anterior, al punto de que el deseo de libertad es sustituido por el amor a la servidumbre. ¿Qué dice La Boétie? Más que ningún otro clarividente afirma en primer lugar que este pasaje de la libertad a la servidumbre se realizó sin necesidad, que la división de la sociedad entre los que mandan y los que obedecen fue accidental —¡y qué tarea entonces encontrar cuál fue la impensable desventura! Aquí se hace referencia, al momento concreto del nacimiento de la Historia, esa ruptura fatal que no debió producirse nunca, ese acontecimiento irracional que nosotros, los modernos, llamamos, de manera semejante, nacimiento del Estado. En esta caída de la sociedad en la sumisión voluntaria de la mayoría a una sola persona, La Boétie descifra el signo repugnante de una desgracia tal vez irreversible: el hombre nuevo, producto de la incomprensible desventura, no es ya un hombre, ni siquiera un animal, ya que «las bestias... no pueden acostumbrarse a servir sino maní-festando su deseo contrariado...», este ser difícil de definir está desnaturalizado. Al perder su libertad, el hombre pierde su humanidad. Ser humano es ser libre, el hombre es un ser-para-la-libertad. ¡Qué desgracia, efectivamente, lo que ha podido llevar al hombre a renunciar a su ser y a hacerle desear la perpetuación de esa renuncia!

La enigmática desventura en la que tiene origen la Historia ha desnaturalizado al hombre instituyendo en la sociedad una división tal que la libertad consustancial a la naturaleza del hombre queda desterrada. El signo y la prueba de esta pérdida de la libertad se encuentran no sólo en la resignación a la sumisión sino, más claramente aún, en el amor a la servidumbre. En otras palabras, La Boétie realiza una distinción radical entre las sociedades libres, conformes con la naturaleza del hombre —«el único nacido de verdad para vivir libre»— y las sociedades sin libertad en las que uno manda y los demás le obedecen. Señalemos que, por el momento, esta distinción continúa siendo puramente lógica. En efecto, lo ignoramos todo respecto de la realidad histórica de la sociedad en libertad. Sabemos simplemente que, por necesidad natural, la primera figura de la sociedad ha debido instituirse según un concepto de libertad, con ausencia de la división entre tirano opresor y pueblo amante de su servidumbre. Entonces sobreviene la desgracia y todo se invierte. Resulta de esta división entre sociedad en libertad y sociedad en servidumbre que toda sociedad dividida es una sociedad en servidumbre. La Boétie no realiza ninguna distinción en el interior del conjunto constituido por las sociedades divididas: no existe un principe bueno opuesto al malvado tirano. No se preocupa mucho de la caracterología; ¿qué importa que el príncipe sea de una naturaleza amable o cruel sí de todas maneras es el príncipe al que el pueblo sirve? La Boétie investiga no como psicólogo sino como mecánico: se interesa por el funcionamiento de las maquinarias sociales. No hay deslizamiento progresivo de la libertad a la servidumbre, no hay intermediario, no hay una figura social equidistante de la libertad y de la servidumbre sino tan solo la brutal desventura que hace hundirse a la libertad anterior en la sumisión que le sigue. ¿Qué quiere decir con esto? Que toda relación de poder es opresiva, que toda sociedad dividida está habitada por un Mal absoluto porque es algo antinatural, la negación de la libertad.

Así, por obra de una desgracia se cumple el nacimiento de la Historia, la división entre buena y mala sociedad: es buena la sociedad en la que la ausencia natural de la división asegura el reino de la libertad, es mala aquélla cuyo ser dividido permite el triunfo de la tiranía.

Diagnosticando la naturaleza del mal que gangrena a todo el cuerpo social dividido, La Boétie, lejos de enunciar los resultados de un análisis comparado de las sociedades indivisas y las sociedades divididas, expresa los efectos de una pura oposición lógica: su Discurso remite a la afirmación implícita, aunque previa, de que la división no es una estructura ontológica de la sociedad y que, en consecuencia, antes de la desgraciada aparición de la división social había, necesariamente, en conformidad con la naturaleza del hombre, una sociedad sin opresión ni sumisión. A diferencia de Jean-Jacques Rousseau, La Boétie no dice que tal sociedad posiblemente no vaya existido nunca. Aún cuando los hombres ya no la recuerden, pese a que La Boétie no se hace la menor ilusión cerca de la posibilidad de su retorno, sabe con certeza que ése era el modo de existencia de la sociedad antes de la desventura.

Ahora bien, este saber que para La Boétie no podía ser más que a priori, para nosotros que nos hacemos eco actualmente del cues-tionamiento del Discurso se inscribe en el orden del conocimiento. Nosotros podemos adquirir un saber empírico, surgido no ya de una deducción lógica sino de la observación directa, de aquello que La Boétie desconocía. La etnología inscribe su labor en la línea de partición reconocida por La Boétie, quiere conocer en primer lugar todo aquello que concierne a las sociedades anteriores a la desventura. Salvajes anteriores a la civilización, pueblos anteriores a la escritura, sociedades anteriores a la Historia: éstas son las bien llamadas sociedades primitivas, las primeras en desarrollarse en la ignorancia de la división, las primeras en existir antes de la fatal desventura. El objeto privilegiado, sino exclusivo, de la etnología es el estudio de las sociedades sin Estado.

La ausencia de Estado, criterio inherente a la antropología por el cual se determina el ser de las sociedades primitivas, implica la no-división de este ser. No en el sentido de que la división de la sociedad preexistiría a la institución estatal sino con el criterio de que es el propio Estado el que introduce la división, de la que es motor y fundamento. Se dice, un tanto impropiamente, que las sociedades primitivas son igualitarias. Se enuncia, al decirlo, que las relaciones entre los hombres son en ella relaciones entre iguales. Estas sociedades son «igualitarias» porque ignoran la desigualdad: un hombre no «vale» ni más ni menos que otro, ho hay en ella superiores ni inferiores. En otras palabras, nadie puede más que otro, nadie detenta el poder. La desigualdad desconocida en las sociedades primitivas es la que divide a los hombres en detentadores del poder y sujetos al poder, la que divide el cuerpo social en dominantes y dominados. Esta es la razón por la que la jefatura no podría ser índice de una división de la tribu: el jefe no manda porque no puede mas que cualquier miembro de la comunidad.

El Estado, como división de la sociedad en una parte superior y otra inferior, es la realización efectiva de la relación de poder. Detentar el poder es ejercerlo: un poder que no se ejerce no es un poder sino una apariencia. Y tal vez desde este punto de vista ciertas realezas africanas o de otros sitios,2 deberían clasificarse en el orden, más eficazmente engañoso de lo que pudiera creerse, de la apariencia. Sea cual fuere, la relación de poder pone en práctica una capacidad absoluta de división en la sociedad. En este sentido es la esencia misma de la institución estatal, la figura mínima del Estado. Recíprocamente, el Estado no es sino la extensión de la relación de poder, la incesante profundización de la desigualdad entre los que mandan y los que obedecen. Será considerada como sociedad primitiva toda maquinaria social que funcione con ausencia de relación de poder. Por consiguiente, será llamada «de Estado», toda sociedad cuyo funcionamiento implique, por mínimo que pueda parecer, el ejercicio del poder. En términos de La Boétie: sociedades previas o posteriores a la desventura. Es obvio que la esencia universal del Estado no se realiza de manera uniforme en todas las variadas formaciones estatales cuya historia nos es conocida. Es únicamente en su oposición a las sociedades primitivas, a las sociedades sin Estado, que todas las otras se revelan equivalentes. Pero una vez que ha sobrevenido la desgracia, una vez perdida la libertad que rige naturalmente las relaciones entre iguales, el Mal absoluto pasa por todos los grados: hay una jerarquía de lo peor, y el Estado totalitario bajo sus diversas configuraciones contemporáneas está presente para recordarnos que por más profunda que sea la pérdida de la libertad jamás es absoluta y total.

La Boétie sólo puede llamar desventura a la destrucción de la primera sociedad en la que el goce de la libertad expresaba el ser natural de los hombres. Desventura, es decir, acontecimiento fortuito que no tenía por qué producirse y que, sin embargo, se produjo. Por lo tanto, el Discurso sobre la servidumbre voluntaria formula explícitamente dos órdenes de preguntas: ¿por qué tuvo lugar la desnaturalización del hombre, por qué se produjo la división en la sociedad, por qué sobrevino la desventura? Y seguidamente, ¿cómo es que los hombres perseveran en su ser desnaturalizado, por qué se produce incesantemente la desigualdad, por qué la desventura se perpetua al punto de parecer eterna? A la primera serie de preguntas La Boétie no da respuesta alguna. Enunciadas en términos modernos conciernen al origen del Estado. ¿De dónde surge el Estado? Es como preguntar por la razón de lo irracional, tratar de remitir el azar a la necesidad, en una palabra, querer abolir la desventura. ¿Se trata de una pregunta legítima sin respuesta posible? Nada, efectivamente, permite a La Boétie dar razón de lo incomprensible: ¿por qué los hombres renunciarían a su libertad? En cambio, trata de dar una respuesta a la segunda cuestión: ¿cómo es que puede durar la renuncia a la libertad? La intención principal del Discurso es articular esta respuesta.

Si el hombre es entre todos los seres el «único nacido para vivir verdaderamente libre», si es por naturaleza ser-para-la-libertad, la pérdida de la libertad debe ejercer sus efectos sobre la propia naturaleza humana: el hombre está desnaturalizado, cambia de naturaleza. Está claro que no adquiere una naturaleza angelical, la desnaturalización se realiza no hacia lo superior sino hacia lo inferior, es una regresión. ¿Se trata acaso de una caída de la humanidad en la animalidad? De ninguna manera, porque observamos que los animales no se someten a sus amos más que por el miedo que les inspiran. Ni ángel, ni animal, ni más acá ni más allá de lo humano, ése es el hombre desnaturalizado. Literalmente, el innombrable. De ahí la necesidad de una nueva idea del hombre, de una nueva antropología. La Boétie es en realidad el fundador desconocido de la antropología del hombre moderno, del hombre de las sociedades divididas. Con más de tres siglos de distancia anticipa la empresa de un Nietzsche —aún más que la de un Marx— de reflexionar sobre la degradación y la humillación. El hombre desnaturalizado existe en la degradación porque ha perdido la libertad, existe en la alienación porque debe obedecer. ¿Pero es esto cierto? ¿Acaso los animales no tienen que obedecer? La imposibilidad de determinar la desnaturalización del hombre como desplazamiento regresivo hacia la animalidad reside en este dató irreductible: los hombres obedecen no forzados u obligados, no por efecto del terror, no por miedo a la muerte, sino voluntariamente. Obedecen porque tienen deseo de obedecer, se encuentran en la servidumbre porque la desean. ¿Qué significa esto? El hombre desnaturalizado, que elige no ser más un hombre, un ser libre, ¿será todavía un hombre? Esta es su nueva imagen: desnaturalizado, pero aún libre puesto que elige la alienación. Extraña síntesis, impensable conjunción, innombrable realidad. La desnaturalización consecutiva a la desventura engendra un hombre nuevo, en el que la voluntad de libertad cede su lugar a la voluntad de servidumbre. La desnaturalización hace que la voluntad cambie de sentido, se tienda hacia un objetivo contrario. No es que el hombre nuevo haya perdido su voluntad, es que la dirige hacia la servidumbre: el pueblo, como si fuera víctima de un hechizo, de un encantamiento, quiere servir al tirano. Y al no ser deliberada, esta voluntad encubre su verdadera identidad: el deseo. ¿Cómo ha comenzado todo esto? La Boétie no lo sabe. ¿Cómo es que continúa? Porque los hombres así lo desean, responde La Boétie. No hemos avanzado nada: la objeción es sencilla, no cabe duda. Porque el encuadre, discreta pero claramente planteado por La Boétie, es antropológico. Se trata de la naturaleza humana ya que en última instancia se plantea la pregunta: ¿el deseo de sumisión es innato o adquirido? ¿Preexistiría a la desventura, permitiéndole realizarse? ¿O bien debe su emergencia ex nihilo a la desventura, como una mutación letal rebelde a toda explicación? Preguntas menos académicas de lo que parecen, como nos lleva a pensar el ejemplo de las sociedades primitivas.

Existe, en efecto, una tercera serie de preguntas que el autor del Discurso no podía plantearse, pero que la etnología contemporánea nos permite formular: ¿cómo funcionan las sociedades primitivas para impedir la desigualdad, la división, la relación de poder? ¿Cómo logran conjurar la desventura? ¿Cómo hacen para que ese proceso no se ponga en movimiento? Porque, repitámoslo, si las sociedades primitivas son sociedades sin Estado no es por incapacidad congénita de alcanzar la edad adulta marcada por la presencia del Estado, sino por un rechazo explícito de esa institución. Ignoran el Estado porque no lo quieren, la tribu mantiene separados la jefatura y el poder porque no quiere que el jefe detente el poder, se niega a que el jefe sea el jefe. Sociedades que rechazan la obediencia, así son las sociedades primitivas. Y cuidémonos igualmente de toda referencia a la psicología: el rechazo de la relación de poder, la negativa a obedecer, no son de ninguna manera, como lo creyeron misioneros y viajeros, un rasgo de carácter de los Salvajes sino el efecto, a nivel individual, del funcionamiento de las maquinarias sociales, el resultado de una acción y de una decisión colectivas. Por otro lado, no hay ninguna razón para invocar, en el intento de dar cuenta de este rechazo de la relación de poder, un conocimiento previo del Estado por parte de las sociedades primitivas: en efecto, se supone que ellas habrían hecho la experiencia de la división entre dominantes y dominados, habrían probado lo nefasto e inaceptable de tal división y por lo tanto habrían vuelto a la situación anterior a la división, a los tiempos anteriores a la desventura. Una hipótesis semejante nos remite a la afirmación de que el Estado y la división de la sociedad según la relación de mando-obediencia son eternos. Un razonamiento nada inocente, puesto que tiende a legitimar la división de la sociedad queriendo descubrir en ella una estructura esencial de la sociedad como tal, y que se encuentra, por otra parte, desmentido por las enseñanzas de la historia y de la etnología. En efecto, ellas no nos ofrecen ningún ejemplo de sociedad con Estado que se haya convertido en sociedad sin Estado, en sociedad primitiva. Más bien parece, por el contrario, que existe allí un punto de no retorno, y que el pasaje se realiza en un solo sentido: del no-Estado hacia el Estado, nunca en sentido inverso. El espacio y el tiempo, un área cultural o un período determinado de nuestra historia proponen el espectáculo permanente de la decadencia y la degradación en las que están comprometidos los grandes aparatos estatales: por más que el Estado se derrumbe y se desmembre en señoríos feudales o jefaturas locales jamás desaparece la relación de poder, jamás se disuelve la división esencial de la sociedad, jamás se vuelve al momento pre-estatal. Irresistible, abatido, pero no aniquilado, el poder del Estado siempre termina por afirmarse, ya sea en el Occidente posterior a la caída del Imperio Romano o en los Andes sudamericanos, campo milenario de apariciones y desapariciones de Estados cuya última configuración fue el imperio de los Incas.

¿Por qué la muerte del Estado es siempre incompleta, por qué no implica la reinstauración del ser indiviso de la sociedad? ¿Por qué la relación de poder, aún reducida y debilitada, no deja nunca de ejercerse? ¿Será que el hombre nuevo, engendrado en la división de la sociedad y reproducido con ella es un hombre definitivo, inmortal, irrevocablemente incapaz de todo retorno a una etapa anterior a la división? Deseo de sumisión o rechazo de la obediencia; sociedad con Estado o sociedad sin Estado. Las sociedades primitivas rechazan la relación de poder impidiendo que el deseo de sumisión se realice. Siempre insistiremos, siguiendo a La Boétie, en algo que no es más que una perogrullada: en primer lugar, que el poder existe solamente en su ejercicio efectivo; en segundo lugar, que el deseo de poder no puede realizarse si no logra suscitar un eco favorable de su necesario complemento, el deseo de sumisión. No existe deseo realizable de mandar sin un deseo correlativo de obedecer. Las sociedades primitivas, en tanto sociedades indivisas, niegan ¿Tdeseo de poder y al de sumisión toda posibilidad de realizarse. Máquinas sociales animadas por la voluntad ae perseverar en su ser indiviso, las sociedades primitivas se constituyen como lugares de represión del mal deseo. No hay opción posible: los Salvajes no quieren saber nada de eso. Estiman pernicioso ese deseo porque permitirle realizarse conduciría al mismo tiempo a admitir la innovación social que significa la aceptación de la división entre dominantes y dominados, el reconocimiento de la desigualdad entre amos y siervos del poder. Para que las relaciones entre los hombres se mantengan como relaciones de libertad entre iguales es necesario impedir la desigualdad, impedir que aflore el pernicioso deseo de doble paz que amenaza a toda sociedad y a todo individuo que viva en ella. A la inmanencia del deseo de poder y del deseo de sumisión —y no del poder en sí mismo, de la sumisión en sí misma— las sociedades primitivas oponen el hay que y el no hay que de su Ley: no hay que cambiar nada de nuestro ser indiviso, no hay que dejar que el mal deseo se realice. Ahora vemos claramente que no es necesario haber hecho la experiencia del Estado para rechazarlo, haber conocido la desventura para conjurarla, o haber perdido la libertad para reivindicarla. La tribu le dice a sus niños: sois todos iguales, ninguno vale más que otro, ninguno menos, la desigualdad está prohibida porque es falsa, porque es perniciosa. Y para que no se borre el recuerdo de la ley primitiva se inscribe su saber en marcas dolorosas sobre el cuerpo de los jóvenes iniciados. En el acto iníciático el cuerpo del individuo como superficie de inscripción de la ley es el objeto de una investidura colectiva deseada por la sociedad íntegra a fin de impedir que algún día el deseo individual, transgrediendo el enunciado de la ley, intente investirse del campo social. Y si, por casualidad, alguno de los iguales que componen la comunidad intentara realizar el deseo de poder, de investirse del cuerpo de la sociedad, la tribu, en lugar de obedecer a este jefe deseoso de poder respondería: tu, uno de nuestros iguales, has querido destruir el ser indiviso de nuestra sociedad afirmándote superior a los demás, tu que no vales más que los otros. De ahora en adelante valdrás menos que ellos. El efecto etnográficamente real de este discurso imaginario es que cuando un jefe quiere ejercer como jefe se lo excluye de la sociedad abandonándolo.

Si insiste, se puede llegar a matarlo: exclusión total, conjuro radical.

Desventura: algo se produce, algo que impide a la sociedad mantener en la inmanencia el deseo de poder y el de sumisión. Emergen a la realidad de la experiencia en el ser dividido de una sociedad compuesta, de ahí en más, por desiguales. Así como las sociedades primitivas son conservadoras porque desean conservar su ser-parala-libertad, las sociedades divididas no se dejan cambiar, y el deseo de poder y la voluntad de servidumbre no acaban de realizarse.

El pensamiento de La Boétie, decíamos, es totalmente libre, su discurso es transhistórico. La extrañeza de su cuestionario no se disolverá por recordar su pertenencia a la burguesía de juristas o por querer reconocer en él solamente el eco indignado de la represión monárquica que se abatió en 1549 sobre la sublevación de las Gabelas en el sur de Francia. La empresa de La Boétie escapa a todo intento de aprisionarlo en su siglo, no es un pensamiento familiar por cuanto se desarrolla precisamente en contra de lo que hay de tranquilizador en la evidencia inherente a cualquier pensamiento familiar. Pensamiento solitario, pues, el del Discurso; pensamiento riguroso que no se nutre más que de su propio movimiento, su propia lógica: si el hombre ha nacido para ser libre entonces el modo primario de existencia de la sociedad humana ha debido desplegarse en la no-división, en la no-desigualdad. En La Boétie hay una especie de deducción a priori de la sociedad sin Estado, la sociedad primitiva. En este punto, curiosamente, podríamos encontrar una influencia del siglo, una toma en consideración por La Boétie de lo que sucedía en la primera mitad del siglo XVI.

En efecto, con demasiada frecuencia se pasa por alto que si bien el siglo xvi es el del Renacimiento, por la resurrección de la cultura de la antigüedad griega y romana, también es el que asiste al advenimiento de un hecho que, por su envergadura, habrá de alterar la configuración de Occidente: el descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo. Ciertamente hubo un retorno a la antigüedad de Atenas y Roma, pero también una irrupción de lo que hasta entonces no existía: América. Se puede medir la fascinación que ejerció sobre la Europa occidental el descubrimiento del nuevo continente por la extrema rapidez con que se difundían las noticias provenientes de «ultramar». Limitémonos a señalar algunas referencias cronológicas.3 Desde 1493 estaban publicadas en París las cartas de Cristóbal Colón relativas a su descubrimiento. En 1503, siempre en París, se podía leer la traducción latina del relato del primer viaje de Américo Vespucio. América, como nombre propio del Nuevo Mundo aparece por primera vez en 1507, en otra edición de los viajes de Vespucio. Desde 1515 la traducción francesa de los viajes de los portugueses era un éxito editorial. Sintetizando, en la Europa de principios de siglo no era necesario esperar mucho para saber qué pasaba en América. La abundancia de las informaciones y la rapidez de su circulación —a pesar de las dificultades de transmisión de la época— demuestran un interés tan apasionado entre la gente cultivada de aquel tiempo por las nuevas tierras y los pueblos que en ellas viven como el que sentían por el mundo antiguo revelado por los libros. Doble descubrimiento y el mismo deseo de saber que abarca a la vez la historia antigua de Europa y su nueva extensión geográfica.

Conviene subrayar que esta rica literatura de viajes es sobre todo de origen español y portugués. Los exploradores y conquistadores ibéricos iban a la aventura en nombre y con el soporte financiero de las monarquías de Madrid y Lisboa. Sus expediciones eran, en efecto, empresas de Estado y los viajeros, en consecuencia, estaban obligados a informar con regularidad a las puntillosas burocracias de la Corona. Pero esto no significa que los franceses no dispusieran más que de documentos de los países vecinos para satisfacer su curiosidad. Ya que si la corona de Francia, poco entusiasta en estos tiempos de proyectos de colonización allende el Atlántico, no se interesaba mucho por los esfuerzos de españoles y portugueses, las empresas privadas aplicadas al Nuevo Mundo, en cambio, fueron precoces y múltiples. Armadores y comerciantes de los puertos del Canal de la Mancha y de toda la costa atlántica organizaron, a partir del siglo xvi y tal vez con anterioridad, expediciones hacia las Islas y hacia lo que más tarde André Thevet denominaría Francia equinoccial. Al silencio y la inercia del Estado respondía, desde Honfleur hasta Burdeos, la intensa y ruidosa actividad de los barcos y las tripulaciones que, muy pronto, establecieron relaciones comerciales regulares con los Salvajes sudamericanos. Es así que en 1503, tres años después de que el portugués Cabral descubriera Brasil, el capitán de Gonneville llegaba al litoral brasileño. Después de muchas aventuras, conseguía volver a Honfleur en mayo de 1505, en compañía de un joven indio, Essomericq, hijo de un jefe de tribu tupinambá. Las crónicas de la época no __________i_________1          ___________ centenares de valientes marinos que atravesaron el océano.4 Pero no cabe la menor duda de que el volumen de información de que disponemos a propósito de estos viajes no proporciona más que una pálida idea de la regularidad e intensidad de las relaciones entre franceses y Salvajes. No debe sorprendernos, puesto que estos viajes estaban patrocinados por armadores privados que se cuidaban mucho, a causa de la competencia, de guardar sus secretos de «fabricación». Y es fácil imaginarse que la relativa escasez de documentos escritos era suplida ampliamente por una información oral de primera mano proporcionada por los marinos que volvían de América, en todos los puertos de Bretaña y Normandía, hasta La Rochelle y Burdeos. Esto equivale a decir que, a partir de la segunda década del siglo xvi, cualquier francés medio estaba en condiciones, si lo quería, de mantenerse informado acerca de las cosas y las gentes del Nuevo Mundo. Esta corriente de información, apoyada por la intensificación de los intercambios comerciales, no dejó de ampliarse y concretarse al mismo tiempo. En 1544 el navegante Jean Alfonse, describiendo las poblaciones del litoral brasileño, es capaz de realizar una diferenciación propiamente etnográfica entre tres grandes tribus, sub-grupos de la importantísima etnia de los Tupí. Once años más tarde, André Thevet y Jean de Lévy llegaban a estas mismas costas para transmitir sus crónicas, irreemplazables testimonios sobre los indios del Brasil. Pero con estos dos maestros cronistas nos encontramos ya en la segunda mitad del siglo xvi.

El Discurso sobre la servidumbre voluntaria fue redactado, según dice Montaigne, cuando La Boétie tenía dieciocho años, es decir, en 1548. El hecho de que Montaigne, en una edición posterior de sus Ensayos, revise esta fecha diciendo que su amigo no tenía más que dieciséis años no cambia gran cosa. De ello podría deducirse, simplemente, una mayor precocidad del pensador. Por otra parte, que La Boétie haya podido modificar el texto del Discurso cinco años más tarde cuando, estudiando en Orleans, asistía a los cursos de los profesores de derecho contestatarios, nos parece posible y sin consecuencias. En efecto, el Discurso fue redactado en 1548 y su sustancia, su lógica interna no podía sufrir ninguna alteración, o bien fue escrito más tarde. Montaigne es explícito: fue escrito en el decimoctavo año de La Boétie. Por lo tanto, toda modificación posterior no pudo ser más que un retoque, superficial, destinada a precisar y afinar la presentación. Nada más. Y está equivocada esa obstinación erudita en reducir un pensamiento a lo que se proclama a su alrededor así como es oscurantista la voluntad de destruir la autonomía del pensamiento utilizando el triste recurso de las «influencias». Pero pese a todo, el Discurso sigue ahí, ese Discurso cuyo riguroso movimiento se desarrolla firme y libremente, como indiferente a todos los discursos de su siglo.

Tal vez sea por esto que América, sin estar completamente ausente del Discurso, aparece bajo la forma de una alusión, por otra parte muy clara, a estos pueblos nuevos que acaban de descubrirse: «Pero a propósito, si por ventura nacieran hoy gentes completamente nuevas, que no estuvieran acostumbradas a la sumisión ni atraídas por la libertad, y que no supieran qué es la una ni la otra, ni jamás hubieran oído nombrarlas, si se les diera a elegir entre ser siervos o vivir libres según las leyes que acordasen, no cabe duda de que preferirían mucho más obedecer tan solo a su razón que servir a un hombre...» En resumen, puede asegurarse que en 1548 el conocimiento acerca del Nuevo Mundo ya era en Francia amplio y se renovaba continuamente gracias a los navegantes. Sería muy sorprendente que La Boétie no se haya interesado por cuanto se escribía sobre América o se decía en los puertos; Burdeos, por ejemplo, próximo a Sarlat, su lugar natal. Está claro que el autor del Discurso no necesitaba de tal saber para pensarlo y escribirlo, que podría haberlo articulado sín él. Pero este joven que se preguntaba con tanta seriedad acerca de la servidumbre voluntaria y soñaba con la sociedad anterior a la desventura, ¿cómo podría no sentirse impresionado por la imagen que, desde hacía largos años, esbozaban los viajeros de aquellas «gentes totalmente nuevas», salvajes americanos que vivían sin fe, sin rey y sin ley, hombres que admitían una sociedad sin ley ni emperador, en la que cada uno era su propio dueño?

En una sociedad dividida según el eje vertical del poder, en dominadores y dominados, las relaciones que unen a los hombres no pueden desplegarse francamente, en libertad. Príncipe, déspota o tirano, quien ejerce el poder sólo desea la obediencia unánime de sus súbditos. Estos responden a sus deseos, hacen posible su deseo de poder, no por el terror que podría inspirarles sino porque obedeciendo realizan su propio deseo de sumisión. La desnaturalización excluye el recuerdo de la libertad y, por consiguiente, el deseo de reconouistarla. Cualauier sociedad dividida está núes, destinada a perdurar. La desnaturalización se expresa a la vez en el desprecio que necesariamente siente el que manda por los que le obedecen y en el amor de los súbditos por el príncipe, en el culto que el pueblo rinde a la persona del tirano. Ahora bien, esa corriente de amor que brota de lo más bajo para lanzarse cada vez más alto, ese amor de los súbditos por el señor, desnaturaliza igualmente las relaciones entre los súbditos. Excluidas de toda libertad, dictan la nueva ley que rige la sociedad: hay que amar al tirano. La falta de amor supone infringir la ley. Cada cual vela por el respeto a la ley, cada cual estima su prójimo solamente por su fidelidad a la ley. El amor a la ley —el miedo a la libertad— hace de cada súbdito un cómplice del Príncipe: la obediencia al tirano excluye la amistad entre los súbditos.

¿Qué ocurre entonces en las sociedades no divididas, sociedades sin tirano, en las sociedades primitivas? Al dejar desarrollarse su ser-para-la-libertad no pueden sobrevivir si no es en el libre ejercicio de relaciones francas entre iguales. Cualquier relación de otra naturaleza es, por esencia, imposible porque significa la muerte para la sociedad. La igualdad requiere de la amistad, la amistad no se produce más que en la igualdad. ¡Ojalá el joven La Boétie pudiera oír lo que dicen en sus cantos más sagrados los actuales indios Guaraníes, descendientes algo envejecidos pero intratables de aquellos «pueblos completamente nuevos» de antaño! Su gran dios Ñamandú surge de las tinieblas e inventa el mundo. Primero crea la Palabra, bien común a dioses y hombres. Asigna a la humanidad el destino de acoger la Palabra, de existir en ella, de abrigarla. Protectores de la palabra y protegidos por ella: así son los humanos, tan elegidos como los dioses. La sociedad consiste en el goce del bien común que es la Palabra. Igual por decisión divina, ¡por naturaleza! la sociedad se reúne en un todo común, es decir, indiviso: de esta forma no puede darse más que mborayu, vida de la tribu y su voluntad de vivir, la solidaridad tribal de los iguales, mborayu'. la amistad es de tal naturaleza que la sociedad que funda es una y los hombres que le pertenecen son todos unos.5

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