28 de marzo de 2022

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INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA por Pierre Castres (Cap. 9)

INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA


por Pierre Castres

Título del original francés: Recherches d’anthropologie politique © Éditions du Seuil, París, 1980

1.* edición en Barcelona, mayo de 1981

© by GEDISA

Capítulo 9.  El retorno de las Luces*

Me explicaré, pero será la tarea más sutil y superfina, ya que todo lo que os diré sólo será escuchado por aquellos a quienes no tengo necesidad de decírselo.

J. J. Rousseau

Pierre Bimbaum me concede un verdadero honor y yo sería el último en quejarme del ámbito en que me sitúa. Pero éste no es el mérito principal de su ensayo. Su escrito me parece muy interesante porque es, de alguna manera, anónimo (como un documento etnográfico). Quiero decir con esto que un trabajo así es ilustrativo de una manera, muy expandida en lo que se llama ciencias sociales, de abordar (de no abordar) el problema político, es decir, la cuestión de la sociedad. Más que despejar los aspectos cómicos, y sin detenerme demasiado en la conjunción, aparentemente inevitable en algunos autores, entre la seguridad en el tono y la endeblez en las ideas, intentaré discernir el lugar «teórico» a partir del cual Birnbaum produce su texto.

Pero antes corregiré algunos errores y cubriré ciertas lagunas. Del texto del autor parece desprenderse que yo invito a mis contemporáneos «a envidiar la suerte de los Salvajes». ¿Candor o mala fe? Así como el astrónomo no invita a envidiar la suerte de los astros, yo no milito en favor del mundo de los Salvajes. Birn-baum me confunde con los promotores de una empresa de la que no soy accionista (R. Jaulin y sus acólitos). ¿Es que Birnbaum no sabe reconocer las diferencias? Como analista de un cierto tipo de sociedad intento desvelar los modos de funcionamiento y no elaborar programas: me contento con describir a los Salvajes. Pero, ¿será que él los encuentra envidiables? Dejemos de lado estas fútiles y poco inocentes reflexiones sobre el retorno del buen salvaje. Por lo demás, las constantes referencias de Birnbaum a mi libro sobre los Guayaki me dejan un tanto perplejo: ¿pensará tal vez que esta tribu constituye mi único punto de apoyo etnográfico? En cualquier caso muestra una inquietante laguna en su información. Mí presentación de los hechos etnográficos en lo que concierne a la jefatura indígena no es nada novedosa: va a la cola de lo que aparece, hasta la monotonía, en los escritos de todos los viajeros, misioneros, cronistas, etnógrafos, que desde el siglo xvi se suceden en el Nuevo Mundo. Desde este punto de vista no soy yo quien descubrió América. También agregaré que mi trabajo es mucho más ambicioso de lo que cree Birnbaum: yo no intento reflexionar solamente sobre las sociedades primitivas americanas sino sobre la sociedad -primitiva en general, en tanto ella reúne en su concepto todas las sociedades primitivas particulares. Una vez aclaradas estas cuestiones, dediquémonos a cosas serias.

Clarividente como pocos, Birnbaum inicia su texto con un error que augura errores posteriores: «desde siempre nos hemos interrogado sobre los orígenes de la dominación política...». Se trata exactamente de lo contrario: jamás nos hemos preguntado por la cuestión del origen de la dominación política porque, desde la antigüedad griega, el pensamiento occidental siempre creyó que la división social en dominadores y dominados era inmanente a la sociedad en cuanto tal. Considerada una estructura ontológica de la sociedad, como el estado natural del ser social, la división de Amos y Vasallos ha sido siempre pensada como perteneciente a la esencia de toda sociedad, real o posible. Por lo tanto, según esta visión de lo social, no podía haber ningún origen de la dominación política: ella es consustancial a la sociedad humana, es un dato inmediato de la sociedad. De ahí la estupefacción de los primeros observadores de las sociedades primitivas: ¿sociedades sin división, jefes sin poder, gentes «sin fe, sin ley, sin rey»? ¿Qué podían decir los europeos sobre los Salvajes? O bien cuestionar su convicción de que la sociedad era impensable sin la división y admitir al mismo tiempo, que los pueblos primitivos constituían sociedades en el pleno sentido del término; o bien decidir que un grupo indiviso, en el que los jefes no mandan y nadie obedece no puede ser una sociedad. Según la última opción, los Salvajes son verdaderamente salvajes y conviene civilizarlos, «mejorar sus costumbres». Esta fue la vía teórica y práctica en la que se embarcaron, unánimemente, los occidentales del siglo xvi. Con una excepción: la de Montaigne y La Boétie, el primero tal vez bajo la influencia del segundo. Ellos fueron los únicos en tener un pensamiento contra la corriente, lo que sin duda se le escapa a Birnbaum. Ciertamente no es ni el primero ni el último en marchar a contrapelo, y como La Boétie no necesita de mí para defenderse volveré a la intención que anima a Birnbaum.

¿Adonde quiere llegar? Su objetivo (si no el desarrollo de su pensamiento) es perfectamente claro. Se trata de establecer que «la sociedad contra el Estado se presenta (...) como una sociedad de coacción total». En otras palabras, si la sociedad primitiva ignora la división social es al precio de una alienación mucho peor, la que somete a la comunidad a un sistema de normas según las cuales nada puede cambiarse. El «control social» se ejerce en ella de manera absoluta: ya no se trata de la sociedad contra el Estado sino de la sociedad contra el individuo. Ingenuamente, Birnbaum nos explica por qué sabe tanto acerca de la sociedad primitiva: ha leído a Durkheim.

Como es un lector confiado no aflora en él ninguna duda: la opinión de Durkheim sobre la sociedad primitiva es la verdad de la sociedad primitiva.

Continuemos. Resulta, por lo tanto, que la sociedad salvaje no se distingue por la libertad individual de los hombres sino por «la preeminencia del pensamiento místico y religioso que simboliza la adoración del todo». Birnbaum pierde una excelente ocasión para acuñar una fórmula-shock', yo se la proveo. Piensa, aunque sin llegar a expresarlo, que el mito es el opio del Salvaje. Como es humanista y progresista, Birnbaum desea, naturalmente, la liberación de los Salvajes. Para ello es necesario desintoxicarlos (civilizarlos). Todo esto es más bien risible. En efecto, Birnbaum no se da cuenta de que su ateísmo de barrio, sólidamente enraizado en un cientificismo pasado de moda ya a finales del siglo xix, se une, justificándolo, al discurso más cerrado de las empresas misioneras y a la práctica más brutal del colonialismo. No hay de qué sentirse orgulloso.

Por otra parte, cuando encara la cuestión de la relación entre jefatura y sociedad, Birnbaum apela a la ayuda de otro eminente especialista en sociedades primitivas, J.W. Lapierre, cuya opinión hace suya: «...el jefe (...) tiene el monopolio del uso de la palabra legítima y (...) nadie puede emitir una opinión opuesta a la del jefe sin cometer un sacrilegio condenado por la opinión pública, unánime». Al menos, esto es hablar claro. El profesor Lapierre es perentorio, pero, ¿de dónde proviene tanta sabiduría? ¿En qué libro leyó eso? ¿Conoce el alcance del concepto sociológico de legitimidad? ¿Así que los jefes de los que habla detentan el monopolio de la palabra legítima? ¿Y qué dice esta palabra legítima? Nos gustaría mucho saberlo. ¿Así que nadie podría oponerse a esta palabra «sin cometer un sacrilegio»? ¡Pero entonces se trata de monarcas absolutos, Atilas o Faraones! No perdamos el tiempo en reflexionar acerca de la legitimidad de su palabra: si son los únicos que pueden hablar es porque mandan: si mandan es porque detentan el poder político; si detentan el poder político es porque la sociedad está dividida en señores y súbditos. El tema no me interesa: por el momento me dedico a las sociedades primitivas y no a los despo tismos arcaicos. Lapierre-Birnbaum deberían, para sortear una ligera contradicción, elegir: o bien la sociedad primitiva se rige por la «coacción total» de sus normas o bien está dominada por la «palabra legítima del jefe». Dejemos, pues, que medite el profesor y volvamos al alumno, que visiblemente necesita de explicaciones suplementarias, por breves que éstas sean.

¿Qué es una sociedad primitiva? Es una sociedad indivisa, homogénea, que ignora la diferencia entre ricos y pobres y a fortio-ri está ausente de ella la oposición entre explotadores y explotados. Pero esto no es lo esencial. Ante todo está ausente la división política en dominadores y dominados los «jefes» no existen para mandar, nadie está destinado a obedecer, el poder no está separado de la sociedad que, como totalidad única, es la exclusiva detentadora. Yo he escrito en numerosas oportunidades 11 (parece que no las suficientes) que el poder sólo existe en su ejercicio, que un poder que no se ejerce no es nada. Por lo tanto, ¿qué hace la sociedad primitiva con el poder que detenta? Lo ejerce, sin ninguna duda y, en primer lugar sobre el jefe, para impedirle, precisamente, realizar un eventual deseo de poder, para impedirle que haga de jefe. Y más ampliamente, la sociedad ejerce su poder para conservarlo, para impedir que ese poder se haga independiente, para conjurar la irrupción de la división en señores y súbditos en el cuerpo social. En otras palabras, el ejercicio del poder por la sociedad con vistas a asegurar la conservación de su ser indiviso relaciona al ser social consigo mismo. ¿Cuál es el tercer término en juego? Es justamente el que tanta contrariedad causa a Birnbaum-Durkheim, el mundo del mito y de los ritos, la dimensión religiosa. El ser social primitivo está en relación consigo mismo gracias a la mediación de la religión, ¿Acaso ignora Birnbaum que no existe sociedad si no es bajo el signo de la Ley? Es probable. La religión asegura la relación de la sociedad con su Ley, es decir, el conjunto de normas que regulan las relaciones sociales. ¿De dónde proviene la Ley? ¿Cuál es el origen de la Ley como fundamento legitimo de la sociedad? Es el tiempo anterior a la sociedad, el tiempo mítico, a la vez inmediato e infinitamente lejano, el espacio de los Ancestros, de los héroes culturales, de los dioses. Allí se instituyó la sociedad como cuerpo indiviso, ellos dictaron la Ley como sistema de sus normas, esa Ley que la religión tiene por misión transmitir y hacer respetar eternamente. Esto quiere decir que la sociedad encuentra su fundamento fuera de sí misma, que no es auto-fundadora de su ser: la fundación de la sociedad primitiva no depende de la decisión humana sino de la acción de los dioses. Frente a esta idea, desarrollada de manera absolutamente original por Marcel Gauchet, Birnbaum se sorprende: en efecto, ¡cuán sorprendente resulta que la religión no sea el opio de los salvajes, que el hecho religioso, lejos de actuar como «superestructura» sobre la sociedad sea, por el contrario, inmanente al ser social primitivo! ¡Cuán sorprendente es que esta sociedad deba leerse como un hecho social totall

¿Podrá ver ahora con más claridad Birnbaum-Lapierre, apóstol retardatario de las Luces, lo que hay de legítimo en la palabra del jefe salvaje? Lo dudo, de modo que más vale que se lo señale. El discurso del jefe puede referirse legítimamente (y en esto no hay duda de que no tiene el monopolio) al respecto de las normas enseñadas por los Ancestros, a la necesidad de no cambiar en nada el orden de la Ley, a la Ley que funda para siempre la sociedad como cuerpo indiviso, a la Ley que exorciza al espectro de la división, a la Ley que tiene por misión garantizar la libertad de los hombres contra la dominación. Portavoz de la Ley ancestral, el jefe no puede decir nada más sin correr los graves riesgos que supondría colocarse en legislador de su propia sociedad, sustituir la Ley de la comunidad por la ley de su deseo. ¿A qué podría conducir, en una sociedad indivisa, el cambio y la innovación? A la división social, a la dominación de unos pocos sobre el resto de la sociedad. Dicho esto, Birnbaum puede perorar sobre la naturaleza opresiva de la sociedad primitiva o aún sobre mi concepción organicista de la sociedad. ¿Será que no comprende lo que lee? La metáfora de la colmena (metáfora y no modelo) no es mía sino de los indios Gua-yaki: ¡estos irracionalistas se permiten, en efecto, contra toda lógica, compararse a una colmena cuando celebran la fiesta de la miel! Jamás le ocurriría a Birnbaum algo similar: él no es un poeta sino un sabio que tiene de su lado a la fría Razón. ¡Que la conserve!12

En la página 10 de su ensayo, Birnbaum me declara «en la imposibilidad de dar una explicación sociológica del nacimiento del Estado». Pero hete aquí que en la página 19 parece que este nacimiento «puede ahora explicarse por un riguroso determinismo demográfico12». Queda, en suma, a elección del lector. Algunas precisiones podrían guiar esa elección. Efectivamente, hasta el presente nunca había dicho nada acerca del origen del Estado, es decir, sobre el origen de la división social, sobre el origen de la dominación. ¿Por qué? Porque se trata de una cuestión (fundamental) de sociología y no de teología o de filosofía de la Historia. En otras palabras, plantear la cuestión del origen concierne a la analítica de lo social: ¿en qué condiciones la división social puede surgir en la sociedad indivisa? ¿Cuál es la naturaleza de las fuerzas sociales que condujeron a los Salvajes a aceptar la división en Señores y Súbditos? ¿Cuáles son las condiciones de muerte de la sociedad primitiva como sociedad indivisa? Genealogía de la desventura, búsqueda del clinamen social que no pueden desarrollarse más que en la interrogación del ser social primitivo. El problema del origen es estrictamente sociológico y ni Condorcet ni Hegel, como tampoco Comte, Engels, Durkheim o Birnbaum son de la más mínima utilidad. Para comprender la división social es necesario partir de la sociedad que existía para impedirla. En cuanto a si yo puedo o no articular una respuesta a la cuestión del origen del Estado, sé muy poco, y Birnbaum todavía menos. Tengamos paciencia, trabajemos, no corre prisa.

Ahora dedicaré dos palabras a propósito de mi teoría del origen del Estado: «un riguroso determinismo demográfico» explica su aparición, me hace decir Birnbaum con un consumado sentido del ridículo. Sería un verdadero alivio si se pudiera, de un solo tranco, pasar del crecimiento demográfico a la institución del Estado; podríamos ocuparnos de otros temas. Desgraciadamente, las cosas no son tan simples. ¿Reemplazar un materialismo económico por un materialismo demográfico? La pirámide seguiría apoyada sobre su punta. Pero lo que sí es innegable es que los etnólogos, historiadores y demógrafos han compartido durante mucho tiempo una certeza falsa, a saber, que la población de las sociedades primitivas era débil, estable, inerte. Las investigaciones recientes demuestran todo lo contrario: la demografía primitiva evoluciona y, generalmente, en el sentido del crecimiento. Por mi parte, yo he intentado demostrar que, en ciertas condiciones, lo demográfico hace sentir sus efectos sobre lo sociológico y que este parámetro, igual que los otros (no mas pero tampoco menos), debe ser tenido en cuenta si queremos determinar las condiciones de posibilidad del cambio en la sociedad primitiva. De esto a una deducción del Estado...

Como todos, Birnbaum acogía plácidamente lo que enseñaba la etnología: las sociedades primitivas son las sociedades sin Estado —sin órgano independiente de poder político. Espléndido. Tomándome en serio a las sociedades primitivas por una parte, y al discurso etnológico sobre estas sociedades por otra, me pregunto por qué no tienen Estado, por qué en ellas el poder político no está separado del cuerpo social. Y poco a poco voy viendo claramente que esa no-separación del poder, que esta no-división del ser social no tiene nada que ver con un estado fetal o embrionario de las sociedades primitivas, con una incompletitud, sino que se refiere a un acto sociológico, a una institución de la socialización como rechazo de la división, de la dominación: las sociedades primitivas no tienen Estado porque están contra él. Birnbaum, ciertamente, y muchos otros, no pueden comprenderlo. Les perturba. Admiten el «sin Estado», pero no soportan el «contra el Estado». Es indignante. ¿Y Marx, entonces? ¿Y Durkheim? ¿Y nosotros? ¿Es que no podremos digerir tranquilamente? ¿No podremos continuar contando nuestras pequeñas historias? ¡Ah, no! ¡Esto no quedará así! En suma, este es un caso interesante de lo que el psicoanálisis denomina resistencia. Vemos perfectamente a qué se resisten estos doctores y que la terapéutica será de largo aliento.

Es de temer que los lectores de Birnbaum se cansen de elegir. En efecto, el autor, habla en la página 9 de mi «voluntarismo que anula toda explicación estructural del Estado», para constatar en la página 20 que yo abandono «la dimensión voluntarista que anima el Discurso de La Boétie...». Parece ser que, poco habituado a pensar lógicamente, Birnbaum confunde dos planos distintos de reflexión: el teórico y el práctico. El primero se articula alrededor de una cuestión histórica y sociológica: ¿cuál es el origen de la dominación? El segundo remite a una cuestión política: ¿qué debemos hacer para abolir la dominación? No es éste el sitio más apropiado para abordar el último punto. Volvamos, pues, al primero. Me parece que Birnbaum, simplemente, no ha leído mi breve ensayo sobre La Boétie. Nada lo obliga a hacerlo, pero ¿por qué diablos entonces toma la pluma para escribir acerca de cosas de las que no tiene la menor idea? Por lo tanto, me citaré yo, en cuanto al carácter voluntario de la servidumbre y al marco propiamente antropológico del Discurso de La Boétie: «Y al no ser deliberada, esta voluntad nos descubre su verdadera identidad: el deseo» (p. 117). Un alumno de los últimos cursos del bachillerato ya sabe todo esto: que el deseo remite al inconsciente, que el deseo social remite al inconsciente social, y que la vida socio-política no se despliega solamente en la compatibilidad de las voluntades conscientemente expresadas. Para Birnbaum, cuyas concepciones psicológicas deben datar de mediados del siglo xix, la categoría de deseo es sin duda lo pornográfico, en tanto que la voluntad es la Razón. Por mi parte, yo intento discernir el campo del deseo como espacio de lo político, de establecer que el deseo de poder no puede realizarse sin el deseo inverso y simétrico, el de sumisión. Trato de mostrar que la sociedad primitiva es el lugar de represión de ese doble y pernicioso deseo y me pregunto: ¿en qué condiciones este deseo es más poderoso que su represión? ¿Por qué la comunidad de iguales se divine en Señores y Súbditos? ¿Cómo el respeto a la Ley puede ceder su puesto al amor de lo Uno?

¿Nos aproximamos a la verdad? Así parece. ¿El analizador último de todo esto no será acaso la cuestión de eso que llamamos marxismo? Es cierto que yo he utilizado para describir la antropología que se llama marxista la expresión (que parece apenar a Birnbaum) «pantano marxista». Fue en un momento de excesiva buena voluntad. El estudio y el análisis del pensamiento de Karl Marx es una cosa, el examen de todo aquello que se afirma «marxista» es otra. En cuanto al «marxismo» antropológico —la antropología marxista— comienza a hacerse clara (lentamente) una evidencia: la llamada «antropología» se constituye por medio de una doble impostura. Impostura, por una parte, la afirmación descarada de su relación con la letra y el espíritu del pensamiento marxista; impostura, por otra parte, su fanático proyecto de expresar «científicamente» el ser social de la sociedad primitiva. ¡Bien que se burlan los «antropólogos marxistas» de las sociedades primitivas? Para estos teólogos oscurantistas que sólo saben hablar de sociedades «precapitalistas» las sociedades primitivas no existen. ¡Nada, fuera del Santo Dogma? ¡La doctrina antes que nada! Antes, sobre todo, que la realidad del ser social.

Las ciencias sociales (y ante todo la etnología) son actualmente, como es sabido, el teatro de un poderoso intento de cerco ideológico. ¡Marxización?, clama una derecha que, astuta como de costumbre, ha perdido desde hace tiempo el hábito de comprender. Pero Marx, según me parece, poco tiene que ver con todo esto. Veía con un poco más de proyección que Engels, veía venir de lejos a los «marxistas» de cemento armado. Su ideología de combate, sombría, elemental, dominadora (¿esto no le recuerda a Birnbaum la dominación?), se reconoce bajo sus máscaras intercambiables, ya se llamen leninismo, estalinismo, maoísmo (desde hace algún tiempo sus partidarios se han refinado). Es esta ideología de conquista del poder total (¿el poder no le dice nada a Birnbaum?), esta ideología de granito, difícil de destruir, que Claude Lefort ha comenzado a perforar.13 ¿No será éste, al fin de cuentas, el lugar a partir del cual Birnbaum intenta hablar (el pantano en el que parece querer chapotear)? ¿No será en esta empresa donde querrá hacer su modesta contribución? ¿Y se atreve, luego de esto, a hablarme de libertad, de pensamiento, de pensamiento de la libertad? ¿No le da vergüenza?

En cuanto a sus travesuras a propósito de mi pesimismo, textos como el suyo no contribuyen a darme optimismo. Pero una cosa puedo asegurar a Birnbaum: yo, no soy derrotista.

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