25 de marzo de 2022

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INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA por Pierre Castres (Cap. 8)

INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA

por Pierre Castres

Título del original francés: Recherches d’anthropologie politique © Éditions du Seuil, París, 1980

1.* edición en Barcelona, mayo de 1981

© by GEDISA

Capítulo 8. La economía primitiva*

El ya viejo gusto por las sociedades primitivas del lector francés le supone un aprovisionamiento regular y abundante de obras de etnología. Lógicamente, no todas tienen el mismo interés. De tanto en tanto un libro se destaca del fondo grisáceo de esa producción: la ocasión es demasiado rara como para que no la destaquemos. Iconoclasta y riguroso, tan saludable como sabio, es el trabajo de Marshall Sahlins, cuya traducción al francés hará las delicias de más de uno?

Profesor americano de gran reputación, Sahlins es un profundo conocedor de las sociedades melanesias. Pero su proyecto científico no se reduce, ni mucho menos, a la etnografía de un área cultural determinada. Desbordando ampliamente el puntillismo monográfico, como lo testimonian la variedad transcontinental de sus referencias, Sahlins emprende la exploración sistemática de una dimensión de lo social que los etnólogos vienen escrutando desde hace mucho tiempo. Aborda de manera radicalmente nueva el campo de la economía y plantea maliciosamente la pregunta fundamental: ¿qué ocurre con la economía en las sociedades primitivas? 6 7 Interrogación que será, ya lo veremos, de importancia decisiva, aunque otros la hayan planteado antes que él. ¿Por qué volver, entonces, sobre un problema que parecía resuelto desde hace mucho tiempo? Siguiendo el desarrollo de Sahlins, rápidamente nos damos cuenta de que la cuestión de la economía primitiva no había recibido ninguna respuesta de envergadura y, sobre todo, de que numerosos autores la habían tratado con una increíble ligereza, cuando no se habían librado a una verdadera deformación de los hechos etnográficos. No vemos en ellos un error de interpretación, factible en el curso de toda investigación científica, sino claramente la tentativa —aún vivaz como intentaremos mostrar-— de adaptar la realidad social primitiva a una concepción previa de la sociedad y la historia. En otras palabras, ciertos representantes de la llamada antropología económica no siempre han sabido (es lo menos que podemos decir) separar el deber de objetividad que, como mínimo obliga a respetar los hechos, de su preocupación por preservar sus convicciones filosóficas o políticas. Y de ahí que, deliberada o inconscientemente —poco importa— se subordina el análisis de los hechos sociales a tal o cual discurso sobre la sociedad, pese a que la rigurosidad científica exigiría exactamente lo contrario. Por efecto de esta práctica, muy pronto nos vemos en las fronteras de la mistificación.

El trabajo ejemplar de Marshall Sahlins se dedica precisamente a denunciarla. Y nos equivocaríamos si supusiéramos que su información etnográfica es mucho más abundante que la de sus antecesores: aunque es investigador de campo no aporta ningún hecho revolucionario cuya novedad llevaría a reconsiderar la idea tradicional de la economía primitiva. Se contenta —¡pero con qué vigor!— con restablecer la verdad de los datos que vienen siendo recogidos y estudiados desde hace mucho tiempo, y elige interrogar directamente el material disponible descartando sin piedad las ideas establecidas hasta el momento. Ni qué decir tiene que la tarea de Sahlins hubiese podido ser emprendida antes: el dossier, en suma, estaba ya accesible y completo. Pero Sahlins ha sido el primero en abordarlo y por ello hay que saludar en él a un pionero.

¿De qué se trata? Los etnólogos economistas han desarrollado insistentemente la idea de que la economía de las sociedades primitivas es una economía de subsistencia. Es evidente que este enunciado quiere decir algo más que la perogrullada de que la función esencial, sino exclusiva, del sistema de producción de una sociedad dada consiste, sin duda, en asegurar la subsistencia de los individuos que componen la sociedad en cuestión. De esto se sigue que, al calificar la economía arcaica como economía de subsistencia, se está designando menos la función general de todo sistema de producción que la manera en que la economía primitiva cumple dicha función. Se dice que una máquina funciona bien cuando cumple en forma satisfactoria la función para la que ha sido concebida. Este es el criterio con que se evaluará el funcionamiento de la máquina de producción en las sociedades primitivas: ¿esta máquina funciona de acuerdo con los fines que le asigna la sociedad y asegura convenientemente la satisfacción de las necesidades materiales del grupo? He aquí la verdadera pregunta que se debe plantear a propósito de la economía primitiva. La antropología económica «clásica» responde con la idea de economía de subsistencia: 8 la economía primitiva es una economía de subsistencia, puesto que apenas puede asegurar la subsistencia de la sociedad. Su sistema económico permite a los primitivos, al precio de un trabajo incesante, no morir de hambre y de frío. La economía primitiva es una economía de sobrevivencia porque su subdesarrollo técnico le impide irremediablemente la producción de excedentes y la constitución de stocks que garantizarían al menos el futuro inmediato del grupo. Tal es, en su poco gloriosa convergencia con la certeza más elemental del sentido común, la imagen del hombre primitivo transmitida por los «sabios»: el Salvaje, aplastado por su entorno ecológico, acechado sin cesar por el hambre, obsesionado por la angustia permanente de procurar a los suyos algo para no morir. Sintetizando, la economía primitiva es una economía de subsistencia porque es una economía de la miseria.

A esta concepción de la economía primitiva, Sahlins no opone otra, sino, simplemente, los hechos etnográficos. Entre otras cosas, lleva a cabo un examen atento de los trabajos consagrados a aquellos primitivos que uno imagina como los más desposeídos, obligados a ocupar un medio eminentemente hostil en que la escasez de recursos se suma a la ineficacia tecnológica: los cazadores-recolectores nómadas de los desiertos de Australia y de Africa del Sur que a los ojos de los etno-economistas como Herskovits, eran el ejemplo característico de la miseria primitiva. ¿Cuál es la realidad? Las monografías que estudian respectivamente a los australianos de la Tierra de Arnhem y los Bosquimanos del Kalahari ofrecen la novedosa particularidad de presentar cifras. En estos trabajos se han realizado mediciones de los tiempos consagrados a las actividades económicas, y se ve claramente que, lejos de pasarse toda la vida en la búsqueda febril de un alimento aleatorio, estos seres supuestamente miserables no emplean más que cinco horas por día como media; generalmente, entre tres y cuatro horas. Resulta, pues, que en un lapso relativamente breve, australianos y bosquimanos aseguran convenientemente su subsistencia. Hay que agregar que este trabajo cotidiano rara vez es continuo. Se interrumpe por frecuentes descansos y, además, no introducía nunca a la totalidad del grupo: aparte de que los niños y jóvenes casi no participan de las actividades económicas, el conjunto de los adultos no se dedica simultáneamente a la búsqueda de la comida. Y Sahlins anota que estos datos cuantificados, que han sido recogidos recientemente, confirman en todos sus puntos los testimonios mucho más antiguos de los viajeros del siglo xix.

Por lo tanto, se declaró que, despreciando informaciones serias y conocidas, algunos de los padres fundadores de la antropología económica han inventado, íntegramente, el mito de un hombre salvaje condenado a una condición casi animal por su incapacidad de explotar eficazmente el medio natural. Nada más alejado de la verdad; y el mérito de Sahlins ha sido rehabilitar al cazador restableciendo, contra el travestismo teórico (¡teórico!), la verdad de los hechos. En efecto, de su análisis resulta que, la economía primitiva no solamente no es una economía de la miseria sino que, por el contrario, permite catalogar a la sociedad primitiva como la primera sociedad de abundancia. Expresión provocadora, que conmueve la torpeza dogmática de los seudo-sabios de la antropología, pero al mismo tiempo expresión justa: si en períodos de tiempo cortos y con poca intensidad, la máquina de producción primitiva asegura la satisfacción de las necesidades materiales de la gente, ello se debe, como escribe Sahlins, a que funciona por debajo de sus posibilidades objetivas y podría, si quisiera, funcionar más tiempo y más rápidamente, produciendo excedentes y constituyendo stocks. En consecuencia, si aun teniendo todas las posibilidades para hacerlo, la sociedad primitiva no lo hace, es porque no quiere. Cuando estiman que han recogido suficiente comida, los australianos y los bosquimanos cesan de cazar y recolectar. ¿Para qué fatigarse recogiendo más de lo que pueden consumir? ¿Por qué los nómadas han de agotarse transportando inútilmente las pesadas provisiones de un sitio a otro cuando, como dice Sahlins, «los stocks están en la propia naturaleza»? Pero los Salvajes no son tan locos como los economistas formalistas que, al no encontrar en el hombre primitivo la psicología de un jefe de empresa industrial o comercial preocupado por aumentar sin cesar su producción con vistas a acrecentar su beneficio, deducen —los muy tontos— la inferioridad intrínseca de la economía primitiva. Es saludable, en consecuencia, la empresa de Sahlins porque desenmascara pacientemente esta «filosofía» que hace del capitalismo contemporáneo el ideal y la medida de todas las cosas. ¡Pero cuántos esfuerzos para demostrar que si el hombre primitivo no es un empresario es porque no le interesa la ganancia; que sí no «rentabiliza» su actividad, como les gusta decir a los pedantes, no es porque no sepa hacerlo sino porque no le viene en gana!

Sahlins no se detiene en el caso de los cazadores. Bajo el título Modo de Producción Doméstico analiza la economía de las sociedades «neolíticas», formadas por agricultores primitivos, tal como se pueden observar todavía en Africa o Melanesia, en Vietnam o América del Sur. Aparentemente no hay nada en común entre los nómades del desierto o de la selva y los sedentarios que, sin descuidar la caza, la pesca y la recolección, son en lo esencial tributarios del producto de su huerto. Por el contrario, se podría esperar, en función del cambio considerable que constituye la conversión de una economía de caza en una agraria, la eclosión de unas actitudes económicas completamente nuevas, por no hablar de transformaciones en la organización misma de la sociedad.

Apoyándose en una importante cantidad de estudios realizados en diversas regiones del globo, Sahlins somete a un examen detallado las figuras locales (melanesios, africanos, sudamericanos, etc.) del MPD subrayando las propiedades recurrentes: predominio de la división sexual del trabajo; producción segmentaria para los fines del consumo; acceso autónomo a los medios de producción; relaciones centrífugas entre las unidades de producción. Refiriéndose a una realidad económica (el MPD), Sahlins, con razón, hace jugar categorías propiamente políticas en cuanto que llegan al corazón de la organización social primitiva: segmentación, autonomía, relaciones centrífugas. Imposibilidad esencial de pensar lo económico primitivo fuera de lo político. Por ahora, lo que debe retener nuestra atención es que los rasgos pertinentes con que se describe el modo de producción de los agricultores sobre chamicera permiten aprehender igualmente la organización social de los pueblos cazadores. Desde este punto de vista, una banda nómade, al igual que una tribu sedentaria, se compone de unidades de producción y de consumo —los «hogares» o los «grupos domésticos»— en el interior de las cuales prevalece, en efecto, la división sexual del trabajo. Cada unidad funciona como un segmento autónomo del conjunto y, a pesar de que la regla de intercambio estructura sólidamente la banda nómade, el juego de fuerzas centrífugas no está ausente. Más allá de las diferencias en el estilo de vida, las representaciones religiosas, la actividad ritual, la estructura de la sociedad no varía de la comunidad nómade al poblado sedentario. El hecho de que máquinas de producción tan diferentes como la caza nómade y la agricultura sobre chamicera sean compatibles con formaciones sociales idénticas es un punto que debe valorarse en toda su amplitud.

Desde el punto de vista de su producción de consumo toda comunidad primitiva aspira a la autonomía completa, a eliminar toda relación de dependencia en relación con los grupos vecinos. Expresado en una fórmula condensada, diríamos que es el ideal autárquico de la sociedad primitiva: producen el mínimo suficiente para satisfacer todas las necesidades, pero se las arreglan para producir la totalidad de ese mínimo. Si el MPD es «un sistema esencialmente hostil a la formación de excedentes» no es menos hostil a dejar que la producción se deslice por debajo del umbral que garantiza la satisfacción de las necesidades. El ideal de autarquía económica es de hecho un ideal de independencia económica, asegurada en tanto no se tiene necesidad del otro. Este ideal, naturalmente, no se realiza en todas partes ni siempre. Las diferencias ecológicas, las variaciones climáticas, los contactos o las influencias, pueden conducir a una sociedad a sentir la necesidad de tal producto, material u objeto que otros saben fabricar, sin poder satisfacerla. A ello se debe que, como lo muestra Sahlins, grupos vecinos, o aun alejados, mantengan relaciones de intercambio de bienes más o menos intensas. Pero también precisa, en el curso de su paciente análisis del «comercio» melanesio, que «las sociedades melanesias no conocen los 'mercados’ y seguramente ocurre lo mismo con las sociedades arcaicas». El MPD tiende así, en virtud del deseo de independencia de cada comunidad, a reducir al máximo el riesgo implícito en el intercambio determinado por la necesidad: «La reciprocidad entre socios comerciales no es sólo un privilegio sino también un deber. Específicamente, obliga tanto a recibir como a dar». El comercio entre tribus no tiene nada que ver con la importación-exportación.

La voluntad de independencia —el ideal autárquico— inmanente al MPD en tanto concierne a la comunidad como tal en su relación con otras comunidades está también presente, en cierto sentido, en el interior de la comunidad, en la que las tendencias centrífugas llevan a cada unidad de producción, a cada grupo doméstico a proclamar: ¡cada uno por las suyas! Naturalmente, un principio egoísta tan feroz no se ejerce sino raramente; hacen falta circunstancias de excepción tales como la hambruna, cuyos efectos sobre la sociedad tikopia, víctima de orugas depredadoras, observó Firth. Esta crisis, escribe Sahlins, «reveló la fragilidad del célebre “nosotros” —Nosotros, los Tikopia— al mismo tiempo que ponía en evidencia la fuerza del grupo doméstico. Los hogares aparecen como la fortaleza del interés privado, el del grupo doméstico, una fortaleza que en caso de crisis se aísla del mundo exterior, levanta sus puentes-levadizos sociales, cuando no se dedica a pillar los huertos de sus parientes». Mientras nada grave altere el curso normal de la vida cotidiana, la comunidad no deja que las fuerzas centrífugas amenacen la unidad de su ser y se siguen respetando las obligaciones de parentesco. Esta sería la razón por la cual Sahlins, al cabo de un análisis muy técnico del caso de los Mazulu, poblado de Valley Tonga, piensa que puede explicarse la sub-producción de ciertos grupos domésticos porque éstos están seguros de que la solidaridad de los mejor provistos jugará a su favor: «¿Acaso no es porque saben desde un principio que pueden contar con los otros que algunos fracasan?». Pero si ocurre el imprevisible acontecimiento (calamidad natural o agresión exterior, por ejemplo) que quiebra el orden de las cosas entonces la tendencia centrífuga de cada unidad de producción se afirma, el grupo doméstico tiende a replegarse sobre sí mismo, la comunidad se atomiza en espera de que pase el mal momento.

Esto no significa que, aún en condiciones normales, siempre se respeten de buen grado las obligaciones de parentesco. En la sociedad maorí, «el grupo doméstico está siempre en un dilema, obligado a maniobrar, a transigir entre la satisfacción de sus propias necesidades y sus obligaciones más generales hacia los parientes lejanos que debe esforzarse por satisfacer sin comprometer su bienestar». Y Sahlins cita algunos sabrosos proverbios maoríes en los que se manifiesta claramente el desagrado hacia algunos parientes demasiado pedigüeños y el mal humor oculto detrás de más de un acto generoso realizado sin ganas si el donante no puede invocar más que un débil grado de parentesco.

Así, el MPD asegura a la sociedad primitiva una abundancia medida por la concordancia entre producción y necesidades, funciona con vistas a su total satisfacción negándose a ir más allá. Los Salvajes producen para vivir, no viven para producir: «El MPD es una producción de consumo cuya acción tiende a frenar los rendimientos y a inmovilizarlos en un nivel relativamente bajo». Una «estrategia» como ésta implica que se está apostando al futuro: a saber, que será cuestión de repetición y no de diferencia, que la tierra, el cielo y los dioses querrán mantener el eterno retorno de lo mismo. Y, en general, es lo que ocurre: es excepcional el cambio que, como la catástrofe natural de la que fueron víctimas los Tikopia, viene a deformar las líneas de fuerza de la sociedad. Pero es también en las circunstancias raras cuando se ponen en evidencia las líneas de su debilidad: «La obligación de generosidad inscrita en la estructura no resiste la prueba de la desgracia». ¿Incurable imprevisión de los Salvajes, como dicen las crónicas de los viajeros? Es preferible leer, en este descuido, un cuidado mayor de su libertad.

A través del análisis del MPD, Sahlins nos propone una teoría general de la economía primitiva. Del hecho de que la producción se encuentre exactamente adaptada a las necesidades inmediatas de la familia deduce, con gran claridad, la ley que sostiene el sistema: «...el MPD entraña un principio contrario a los excedentes; adaptado a la producción de bienes de subsistencia, tiene tendencia a inmovilizarse cuando alcanza ese punto». La comprobación, etnográficamente fundada, de que las sociedades primitivas son subproductoras (trabajo de una parte de la sociedad solamente, en tiempos breves y con baja intensidad) y, por otra parte, de que satisfacen siempre las necesidades de la sociedad (necesidades definidas por la propia sociedad y no por una instancia exterior), impone, en su paradójica verdad, la idea de que la sociedad primitiva es, en efecto, una sociedad de abundancia (con seguridad la primera, tal vez también la última) ya que se satisfacen en ella todas las necesidades. Pero también hace aflorar la lógica que opera en el corazón de ese sistema social: estructuralmente, escribe Sahlins, la «economía» allí no existe. O sea: lo económico como sector que se despliega de manera autónoma en el campo social está ausente del MPD; este último funciona como producción de consumo (asegurar la satisfacción de las necesidades) y no como producción de intercambio (adquirir un beneficio comercializando el excedente). Lo que se impone, al fin de cuentas (lo que impone el gran trabajo de Sahlins), es el descubrimiento de que las sociedades primitivas son sociedades de rechazo a la economía.9

Los economistas formalistas se sorprenden de que el hombre primitivo no esté, como el capitalista, animado por el gusto del beneficio: en un sentido, se trata justamente de eso. La sociedad primitiva asigna un límite estricto a su producción y cuida de no franquearlo so pena de ver cómo lo económico escapa a lo social y se vuelve contra la sociedad, abriendo en ella la brecha de la heterogeneidad de la división entre ricos y pobres, de la alienación de unos por otros. Es una sociedad sin economía, ciertamente, pero aún mejor, es una sociedad contra la economía: tal es la verdad manifiesta hacia la que nos conduce la reflexión de Sahlins sobre la sociedad primitiva, reflexión rigurosa por su dinamismo que nos enseña mucho más sobre los Salvajes que cualquier otra obra del mismo género y también empresa de verdadero pensamiento, ya que, libre de todo dogmatismo, se abre a las preguntas más esenciales: ¿En qué condiciones una sociedad es primitiva? ¿En qué condiciones la sociedad primitiva puede perseverar en su ser indivisa?

Sociedad sin Estado, sociedad sin clases: así enuncia la antropología las determinaciones que hacen que una sociedad pueda ser llamada primitiva. Sociedad, por lo tanto, sin órgano de poder político independiente, sociedad que impide, de manera deliberada, la división del cuerpo social en grupos desiguales y opuestos: «La sociedad primitiva admite la penuria para todos pero no la acumulación para algunos». Se percibe en toda su envergadura el problema que plantea la institución de la jefatura en una sociedad no dividida: ¿qué ocurre con la voluntad igualitaria inscrita en el corazón del MPD frente al establecimiento de relaciones jerárquicas? ¿La negativa a la división que regula el orden económico cesará de operar en el campo político? ¿Cómo se articula el rango superior del jefe con el ser indiviso de la sociedad? ¿Cómo se tejen las relaciones de poder entre la tribu y su líder? Esta problemática

recorre el trabajo de Sahlins y es abordada más directamente en su minucioso análisis de los sistemas melanesios de big-man en los que se conjugan la política y la economía en la persona del jefe.

En la mayor parte de las sociedades primitivas se exige del jefe dos cualidades esenciales: talento oratorio y generosidad. No se reconocerá como líder a un hombre que no sepa hablar o que sea avaro. Es claro que no se trata de rasgos psicológicos personales sino de propiedades formales de la institución: es propio de la posición de líder el excluir la retención de bienes. Sahlins examina, en páginas penetrantes, el origen y los efectos de esta verdadera obligación de generosidad. El punto de partida de una carrera de big-man es «su ambición desenfrenada»: gusto estratégico por el prestigio, sentido táctico de los medios de adquirirlo. Es evidente que para ser pródigo en bienes el jefe debe primero poseerlos. Dejando de lado el caso, no pertinente desde el punto de vista del problema planteado, de los objetos manufacturados que el líder recibe de los misioneros o de los etnólogos, por ejemplo, para redistribuirlos inmediatamente entre los miembros de la comunidad; y teniendo en cuenta, por otra parte, que en estas sociedades rige el principio según el cual «la libertad de ganar a expensas de otro no está inscrita en las relaciones y modalidades del intercambio», resulta que para cumplir su obligación de generosidad el big-man deberá producir sólo los bienes que necesita: no puede contar con los otros. Sólo le prestarán ayuda y asistencia aquellos que, por diversas razones, consideran útil trabajar para él: sus parientes, que a partir de ese momento mantienen con él una relación de clientela. La contradicción entre la soledad del jefe y la necesidad de ser generoso se resuelve también por el sesgo de la poliginia: si en un gran número de sociedades prevalece ampliamente la regla monogámica la pluralidad de esposas es, por el contrario, casi siempre un «privilegio» de hombres importantes, o sea, de los líderes. Pero mucho más que un privilegio, la poliginia de los jefes es una necesidad en tanto constituye para ellos el principal medio de actuar como líderes: la fuerza de trabajo de las esposas suplementarias es utilizada por el marido para producir el excedente de bienes de consumo que distribuirá en la comunidad. Por el momento, pues, un punto se ha establecido sólidamente: en la sociedad primitiva la economía, en tanto no está más inscrita en el movimiento del MPD, no es más que un medio de la política, la actividad de producción está subordinada a la relación de poder. La necesidad y la posibilidad de una producción de excedentes aparecen sólo al nivel de la institución de la jefatura.

Con razón, Sahlins descubre allí la antinomia entre la fuerza centrífuga inmanente al MPD y la fuerza inversa que anima a la jefatura; tendencia a la dispersión del lado del modo de producción, tendencia a la unificación del lado de la institución. En el lugar supuesto del poder se situaría el centro alrededor del cual la sociedad, trabajada sin cesar por poderes disolventes, se instituye como unidad y comunidad: fuerza de integración de la jefatura contra fuerza disgregadora del MPD: «El big-man y su ambición desenfrenada son otros tantos medios gracias a los cuales una sociedad segmentaria, “acéfala” y fragmentada en pequeñas comunidades autónomas resuelve su encierro... para constituir un campo de relaciones más vasto y alcanzar niveles de cooperación más elevados». El big-man ilustra así, según Sahlins, una suerte de grado mínimo en la curva continua del poder político que conduciría progresivamente hasta las monarquías polinesias, por ejemplo: «En estas sociedades piramidales, la integración de las pequeñas comunidades está concluida, en tanto que está sólo iniciada en los sistemas melanesios de big-man y es inimaginable en el contexto de los pueblos cazadores». El big-man sería por lo tanto la figura reducida del rey polinesio y, este último, la extensión máxima del poder del big-man. Genealogía del poder desde sus formas más difusas hasta sus realizaciones más concentradas: ¿tendremos aquí, desvelado en su secreto, el fundamento de la división social entre señores y súbditos y el origen más lejano de la maquinaria estatal?

Consideremos las cosas con detenimiento. Como dice Sahlins, el big-man accede al poder «con el sudor de su frente»; como no puede explotar a los otros para producir un excedente se explota a sí mismo, a sus mujeres y sus parientes: auto-explotación del big-man y no explotación de la sociedad por el big-man que, evidentemente, no dispone del poder de obligar a los otros a trabajar para él, ya que es precisamente ése el poder que busca conquistar. Por lo tanto, en estas sociedades, no se da una división del cuerpo social según el eje vertical del poder político: no hay una división entre una minoría de dominadores (el jefe y sus clientes) que mandarían y una mayoría de dominados (el resto de la comunidad) que obedecerían. Las sociedades melanesias nos ofrecen más bien el espectáculo opuesto. Si una división se da en ellas es la que separa una minoría de trabajadores «ríeos» de una mayoría de «perezosos» pobres; pero, y aquí tocamos el fundamento mismo de la sociedad primitiva, los ricos lo son por su propio trabajo, cuyos productos son apropiados y consumidos por la masa ociosa de los pobres. En otras palabras, la sociedad en su conjunto explota el trabajo de la minoría que rodea al big-man. ¿Cómo hablar de poder del jefe si éste es explotado por su sociedad? Paradógica disyunción de fuerzas que toda sociedad dividida mantiene en la unidad: ¿es que hay un jefe ejerciendo su poder sobre la sociedad, por una parte, y por otra la sociedad sometiendo ese mismo jefe a una explotación intensiva? ¿Pero cuál es entonces la naturaleza de este extraño poder cuya potencia buscamos en vano? ¿Qué es al fin de cuentas ese poder de cuyo ejercicio la sociedad primitiva no ofrece el menor asidero? ¿Se puede, en rigor, hablar de poder? He aquí el problema: ¿por qué Sahlins llama poder a esto que, evidentemente, no lo es?

Se revela aquí la confusión, casi general en la literatura etnológica, entre prestigio y poder. ¿Qué es lo que mueve al big-man? ¿Con qué objeto transpira? Con toda seguridad no lo hace por el poder que, aunque soñara con ejercerlo, no sería acatado por la gente de la tribu. Se afana buscando el prestigio, la imagen aventajada que le devuelve el espejo de una sociedad dispuesta a celebrar la gloria de un jefe que es tan pródigo y trabajador. Es esta incapacidad de pensar el prestigio sin el poder lo que arruina a tantos análisis de antropología política y se muestra particularmente engañosa en el caso de las sociedades primitivas. Al confundirse prestigio y poder se desconoce de principio la esencia política del poder y de las relaciones que instituye en la sociedad y luego se introduce en la sociedad primitiva una contradicción que no se puede aclarar. ¿Cómo podría acomodarse la voluntad igualitaria de la sociedad al deseo de poder que quiere, precisamente, fundar la desigualdad entre los que mandan y los que obedecen? El planteamiento de la cuestión del poder político en las sociedades primitivas obliga a pensar en la jefatura como algo exterior al poder, a meditar acerca de este dato inmediato de la sociología primitiva: en ese marco el líder carece de poder. ¿Qué obtiene el big-man a cambio de su generosidad? No es la realización de su deseo de poder sino la frágil satisfacción de su honor personal, no es la capacidad de mandar sino el inocente placer de una gloria que se afana en mantener. Trabaja, en sentido estricto, por la gloria: la sociedad se la concede de buen grado, ocupada como está en saborear los frutos del trabajo de su jefe. Todo adulón vive a expensas de quien lo escucha.

Puesto que el prestigio del big-man no procura ninguna autoridad no puede verse en éste el primer grado de la escala del poder político ni el lugar real del poder. Por consiguiente, ¿cómo poner en una línea continua al big-man y a las otras figuras de la jefatura? Aparece aquí una consecuencia necesaria de la confusión inicial entre prestigio y poder. Las poderosas monarquías polinesias no resultan de un desarrollo progresivo de los sistemas melanesios de big-man porque en ellos no hay nada que desarrollar: la sociedad no permite que el jefe transforme su prestigio en poder. Es necesario, en consecuencia, renunciar decididamente a esta concepción continuista de las formaciones sociales y aceptar que existe un corte radical que separa las sociedades primitivas, en las que los jefes carecen de poder, de las sociedades en las que se despliega la relación de poder: discontinuidad esencial entre las sociedades sin Estado y las sociedades con Estado.

Existe, sin embargo, un instrumento conceptual, generalmente desconocido por los etnólogos, que permite resolver muchas dificultades: la categoría de deuda. Volvamos un instante a la obligación de generosidad de la que el jefe primitivo no puede zafarse. ¿Por qué la institución de la jefatura pasa por esta obligación? Expresa, ciertamente, una especie de contrato entre el jefe y su tribu mediante el cual el mismo recibe unas gratificaciones que satisfacen su narcisismo a cambio del flujo de bienes que hace correr por la sociedad. La obligación de generosidad contiene —es claro— un principio igualitarista que coloca en posición de igualdad a los socios del intercambio: la sociedad «ofrece» el prestigio, el jefe lo obtiene a cambio de bienes. No hay reconocimiento de prestigio sin provisión de bienes. Pero sería desconocer la verdadera naturaleza de la obligación de generosidad si viéramos en ella solamente un contrato garantizando la igualdad de las partes en cuestión. Se disimula, bajo esta apariencia, la profunda desigualdad de la sociedad y del jefe, en tanto su obligación de generosidad es, de hecho, un deber, es decir una deuda. El líder está en situación de deuda con la sociedad justamente porque es líder. Y esta deuda no se puede pagar nunca, al menos durante el tiempo que desee seguir siendo líder: si cesa de serlo la deuda se extingue inmediatamente, ya que ella marca exclusivamente la relación que une a la jefatura con la sociedad. En el corazón de la relación de poder se establece la relación de deuda.

Entonces descubrimos que, si las sociedades primitivas son sociedades sin órgano de poder independiente, esto no significa que sean sociedades sin poder, sociedades en las que no se plantee la cuestión de lo político. Por el contrario, es por la negativa de aceptar la separación de poder y sociedad que la tribu mantiene con su jefe una relación de deuda, ya que es ella quien permanece detentadora del poder y lo ejerce sobre el jefe. La relación de poder existe: adopta la figura de la deuda que el líder debe pagar por siempre. El eterno endeudamiento del jefe es una garantía para la sociedad de que éste permanecerá exterior al poder, que no se convertirá en órgano independiente. Prisionero de su deseo de prestigio, el jefe salvaje acepta someterse al poder de la sociedad acatando la deuda que instituye todo ejercicio del poder. Cogiendo al jefe en la trampa de su deseo, la tribu se asegura contra el riesgo mortal de que el poder político se separe y se vuelva contra ella: la sociedad primitiva es la sociedad contra el Estado.

Ya que la relación de deuda pertenece al ejercicio del poder, deberíamos poder descubrirla en todos lados donde se lo ejerce. Es lo que nos enseñan las monarquías, polinesias u otras. ¿Quién paga aquí la deuda? ¿Quienes son los endeudados? Son, lo sabemos bien, aquellos a quienes reyes, grandes sacerdotes o déspotas llaman «gentes del común», cuya deuda toma el nombre de tributo que deben a los dominadores. De donde surge nuevamente que el poder no se separa de la deuda y que, a la inversa, la presencia de la deuda significa la del poder. Aquellos que en una sociedad cualquiera detentan el poder, marcan su realidad y prueban que lo ejercen imponiendo a quienes lo acatan el pago de un tributo. Detentar el poder, imponer el tributo es todo uno, y el primer acto del déspota consiste en proclamar la obligación de pagarlo. Signo y verdad del poder, la deuda atraviesa de un lado al otro el campo de lo político, es inmanente a lo social como tal.

Es decir que, como categoría política, ofrece un criterio seguro para evaluar el ser de las sociedades. La naturaleza de la sociedad cambia con el sentido de la deuda. Si la relación de deuda va de la jefatura hacia la sociedad es que ella permanece indivisa, es que el poder permanece rebatido sobre el cuerpo social homogéneo. Si, por el contrario, la deuda corre de la sociedad hacia la jefatura es que el poder se ha separado de la sociedad para concentrarse en las manos del jefe, es que el ser heterogéneo de la sociedad encierra la división en dominadores y dominados. ¿En qué consiste el corte entre sociedades indivisas y sociedades divididas? Se produce cuando hay una inversión del sentido de la deuda, cuando la institución vuelca en su provecho la relación de poder para volverla contra la sociedad, desde ese momento dividida en una base y una cima hacia la que asciende sin cesar, bajo la forma de tributo, el eterno reconocimiento de la deuda. La ruptura en el sentido de circulación de la deuda realiza un corte tal entre las sociedades que es impensable en la continuidad: nada de desarrollo progresivo, de figura de lo social intermediaria entre la sociedad indivisa y la sociedad dividida. La concepción de la Historia como un continuum de formaciones sociales que se engendran mecánicamente unas a otras se opone, en su ceguera al hecho concreto de la ruptura y de lo discontinuo, a articular los verdaderos problemas: ¿por qué la sociedad primitiva deja, en un determinado momento, de codificar el flujo del poder?; ¿por qué permite que la desigualdad y la división lleven al cuerpo social la muerte que hasta ese momento conjuraba?, ¿por qué los salvajes realizan el deseo de poder del jefe?, ¿de dónde nace la aceptación de la servidumbre?

La atenta lectura del libro de Sahlins suscita a cada instante interrogantes parecidos. El mismo no los formula explícitamente, ya que el prejuicio continuista actúa como un verdadero obstáculo epistemológico a la lógica del análisis. Pero se ve con claridad que su rigor lo acerca a esa elaboración conceptual. De ninguna manera se confunde acerca de la oposición entre el deseo de igualdad de la sociedad y el deseo de poder del jefe, oposición que puede llegar hasta el asesinato del líder. Fue el caso de la gente de Paniai quienes, antes de matar su big-man, le explicaron: «...tú no debes ser el único rico entre nosotros, deberíamos ser todos iguales, por lo tanto es necesario que tú seas nuestro igual». Discurso de la sociedad contra el poder al que hace eco el discurso invertido del poder contra la sociedad, claramente enunciado por otro jefe: «Yo soy un jefe no porque la gente me quiera sino porque me deben dinero y tienen miedo.» Sahlins es el primero y único entre los especialistas de antropología económica en sentar las bases de una nueva teoría primitiva puesto que nos permite apreciar el inmenso valor heurístico de la categoría económico-política de deuda.

Hay que señalar, finalmente, que la obra de Sahlins ofrece una pieza esencial al tema de un debate que, hasta el momento, se ha eludido pero que no tardará mucho en plantearse: ¿qué pasa con el marxismo en la etnología y con la etnología en el marxismo? Interrogante cuyo campo de acción es vasto porque va más allá de la apacible polémica universitaria. Recordemos simplemente los términos de un problema que, tarde o temprano, se planteará. El marxismo no es sólo la descripción de un sistema social particular (el capitalismo industrial), es también una teoría general de la Historia y del cambio social. Esta teoría se plantea como la ciencia de la sociedad y de la historia, se despliega en la concepción materialista del movimiento de las sociedades y descubre la ley de ese moví-miento. Hay, por lo tanto, una racionalidad de la Historia, el ser y el devenir de lo real socio-histórico dependen, en última instancia, de las determinaciones económicas de la sociedad: es, al fin de cuentas, el juego y desarrollo de las fuerzas productivas el que determina el ser de la sociedad, y es la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción la que, arrastrando el cambio social y la innovación, constituye la sustancia misma y la ley de la Historia. La teoría marxista de la sociedad y de la historia es un determínismo económico que afirma la prevalencia de la infraestructura material. La historia es pensable porque es racional, es racional porque es, por así decirlo, natural, como escribe Marx en El Capital-. «El desarrollo de la formación económica de la sociedad es asimilable a la marcha de la naturaleza y a su historia.» De esto se sigue que el marxismo, en tanto ciencia de la sociedad humana en general, es apto para pensar todas las formaciones sociales que la historia ofrece. Aptitud cierta, pero más aún, obligación de pensar todas las sociedades con objeto de que la teoría encuentre en todas partes su convalidación. Los mar-xistas, por lo tanto, no pueden dejar de pensar la sociedad primitiva, están obligados por el continuismo histórico afirmado por la teoría a la que adhieren.10

Cuando los etnólogos son marxístas, someten evidentemente la sociedad primitiva al análisis que reclama y permite el instrumento del que disponen: la teoría marxista y su determinismo económico. En consecuencia, deben afirmar que aún en las sociedades muy anteriores al capitalismo la economía ocupa un lugar central, decisivo. En efecto, no hay ninguna razón para que las sociedades primitivas sean una excepción a la ley general que engloba todas las sociedades: las fuerzas productivas tienden a desarrollarse. Así, nos vemos llevados a plantear dos preguntas muy simples: ¿la economía es central en las sociedades primitivas? ¿se observa en ellas la tendencia de las fuerzas productivas a desarrollarse? El libro de Sahlins formula exactamente las respuestas a estas preguntas. Nos enseña o nos recuerda que en las sociedades primitivas la economía no es una «máquina» de funcionamiento autónomo: es imposible separarla de la vida social, religiosa, ritual, etc. No sólo el campo económico no determina el ser de la sociedad primitiva sino que es más bien la sociedad la que determina el lugar y los límites del campo económico. No sólo las fuerzas productivas no tienden a desarrollarse sino que además la voluntad de sub-producción es inherente al MPD. La sociedad primitiva no es el juguete pasivo del juego ciego de las fuerzas productivas sino que, por el contrario, es la sociedad la que ejerce sin cesar un control riguroso y deliberado sobre su capacidad de producción. Lo social regula el juego económico; en última instancia, lo político determina lo económico. Las sociedades primitivas son «máquinas» anti-producción. ¿Cuál es entonces el motor de la historia? ¿Cómo deducir las clases sociales de la sociedad sin clases, la división de la sociedad indivisa, el trabajo alienado de la sociedad que no aliena más que el trabajo del jefe, el Estado de la sociedad sin Estado? Misterios. De todo esto resulta que el marxismo no puede pensar la sociedad primitiva porque ésta no es pensable en el marco de su teoría de la sociedad. El análisis marxista vale, tal vez, para sociedades divididas o para sistemas en los que, aparentemente, la esfera de la economía es central (el capitalismo). Un análisis de este tipo, cuando pretende aplicarse a sociedades no divididas, a sociedades que se basan en el rechazo de la economía, es, más que descabellado, oscurantista. No sabemos si es o no fácil ser marxista en filosofía, pero se ve bien claro que es imposible serlo en etnología.

Iconoclasta y saludable llamamos al gran trabajo de Marshall Sahlins que echa por tierra las mistificaciones e imposturas con que se contentan, demasiado frecuentemente, las llamadas ciencias humanas. Más preocupado por elaborar la teoría a partir de los hechos que de adaptar los hechos a la teoría, Sahlins nos demuestra que la investigación no puede ser sino viva y libre, ya que un gran pensamiento puede morir degradándose en teología. Economistas formalistas y etnólogos marxistas tienen en común el ser incapaces de reflexionar sobre el hombre de las sociedades primitivas sin incluirlo en los marcos éticos y conceptuales surgidos del capitalismo o de la crítica del capitalismo. Sus irrisorias empresas tienen el mismo origen y producen los mismos efectos: hacen, unas y otras, una etnología de la miseria. Y es el gran mérito de Sahlins ayudarnos a comprender la miseria de su etnología.

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