14 de marzo de 2022

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INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA por Pierre Castres (Cap. 3)

 INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA

por Pierre Castres

Título del original francés: Recherches d’anthropologie politique © Éditions du Seuil, París, 1980

1.* edición en Barcelona, mayo de 1981

© by GEDISA


Capítulo 3.  El último círculo

La atracción del crucero*

La gruesa barca recorre los últimos metros y encalla sin tropiezo en la playa. El guía salta a tierra y grita: «¡Las mujeres y los niños primero!» Risas alegres saludan la broma. Con un gesto galante, el guía ofrece su brazo a las damas y el desembarco se realiza en medio de una gran algarabía. Allí están los Brown y los Murdock, los Fox y los Poage, los MacCurdy y los Cook. Antes de partir se les había aconsejado cubrirse bien, pero muchos de los hombres prefirieron quedarse en short. Se golpean las pantorrillas y se rascan unas gordas rodillas que los mosquitos detectaron inmediatamente. ¡Qué tanto! Uno no puede pasarse toda la vida en los hoteles climatizados, alguna vez hay que vivir duramente y conocer la naturaleza.


—Volveremos a partir en dos horas... y ¡cuidado con vuestras cabelleras!


Es tal vez el décimo contingente de turistas que conduce al poblado indígena. Para él es la rutina, ¿por qué renovar pues las ocurrencias si cada vez se las acoge con la misma consideración? Pero para esta gente es completamente diferente. Han pagado un fuerte suplemento para venir aquí, a ver los Salvajes. Y gracias a su dinero tienen, junto a ese sol implacable, los olores entremezclados del río y la selva, los insectos, ese mundo extraño que bravamente se dirigen a conquistar.


—¿Con esta luz? Yo, yo utilizo un diafragma de...


A cierta distancia se perciben las cúpulas de cuatro o cincc grandes casas colectivas. Ron-ron de las cámaras, clics de los aparatos, comienza el asedio.


-—¡Era tan interesante ver a aquellos Negros! ¡Qué curiosos eran sus ritos!


—...no más de diez dólares —le dije—. Al fin ella se marchó.


—Están muy atrasados. Pero son mucho más simpáticos que los nuestros, ¿no le parece?


—...además, cuando vi que por el mismo precio hacíamos tam-bién las Bahamas le dije a mi mujer: está decidido, vamos ahí.


El pequeño grupo avanza lentamente por un camino bordeado de árboles de urucú. El Sr. Brown explica que los indios se pintan con el jugo rojo de los frutos cuando van a la guerra.


—Yo leí un libro, no me acuerdo sobre qué tribu. Pero eso no tiene importancia, son todos parecidos.


Tanta erudición suscita respeto.


—¿Los Prescott? Son idiotas, simplemente. Han dicho que'estaban cansados. En realidad, ¿quiere que le diga la verdad?, ¡tenían miedo! Sí, miedo de los indígenas.


El sendero atraviesa un gran vergel. El Sr. Murdock mira los plátanos, querría comer un fruto, pero están un poco alto, habría que saltar. Dudando, se quita un momento su sombrero y se seca la calva.


—¡Tú al menos no corres peligro por tu cabellera!


Renuncia al plátano. Todo el mundo está de buen humor. Helos aquí, al final del sendero entre dos enormes chozas. Se detienen un momento, como sobre un umbral. La plaza oval está desierta, limpia, inquietante. Se diría un pueblo muerto.


—Aquí realizan sus danzas, durante la noche.


En el centro, un poste adornado con rombos negros y blancos. Un perro muy flaco riega su pie, ladra débilmente y se aleja trotando.


—¡Os apuesto a que eso es el poste de tortura!


El Sr. Brown no está muy seguro, pero él es el especialista. Murmullos, fotos, deliciosos estremecimientos.


—¿Usted cree que les enseñan a hablar?


Amarillo y verdes, rojos y azules, los loros y los grandes aras hacen la siesta, posados en lo alto de los techos.


—¡De todas maneras podrían decir algo, mostrarse, recibirnos!


La pesadez del silencio y de la luz se hace turbadora. Felizmente los habitantes comienzan a emerger por minúsculas aberturas, mujeres con los senos desnudos, niños pegados a sus faldas, también hombres que miran de reojo a los extranjeros y arrojan perezosa-, „ e trozos de madera a los perros. Se entablan conversaciones -recísas, las damas desean acariciar la cabeza de los pequeños se escapan, un joven de amplia sonrisa repite sin cansarse: Good Corning! O.K.!»


El Sr. Poage está encantado.


—¿Y, viejo, todo bien?


palmea la espalda del políglota. Rápidamente se ha roto el hielo, están entre los Salvajes, no cualquiera puede decir lo mismo. Esto ¿o es para nada lo que se esperaban, pero algo es algo. Ahí están jos Indios, los arcos y las flechas se apoyan contra las paredes de fas casas, hechas de hojas de palma.


Ahora cada uno va por su lado. Visiblemente no hay nada que temer y para las fotos y lo demás más vale no estar amonto-piído, ni tener aspecto belicoso.


Con resolución, el Sr. Brown, seguido de su mujer, se dirige al indio más próximo: realizará metódicamente la visita completa ¡¡I poblado. Dos horas para acabar con la tribu no es demasiado. 5V trabajar. El hombre está sentado a la sombra, sobre un pequeño {abúrete de madera con forma de animal. De tiempo en tiempo lleva a su boca un tubo de tierra cocida; fuma su pipa sin mover [os ojos que parecen no ver nada. Ni siquiera se inmuta cuando el Sr. Brown se planta delante de él. Su cabellera negra cubre libremente sus hombros, sin ocultar las orejas perforadas con un amplio {gujero vacío.


En el momento de pasar a la acción algo detiene al Sr. Brown. JQué voy a decirle? No voy a llamarlo señor. Y si lo tuteo puede que se sienta menospreciado y me muela a palos.


.—¿Qué piensa usted? ¿Cómo se dirigiría usted a este..., a este hombre?


—¡No le diga nada, simplemente! De todas maneras seguramente no entenderá nada.


Se adelanta y anuncia algo que no se sabe si es orden o pedido:


—Foto.


La mirada del Indio sube desde los pies hasta las rodillas del Sr. Brown.


—Un peso.


—Bueno. Al menos sabe qué es el dinero. Era de esperar... En fin, no es caro.


—Sí, pero quitándose todo eso. Foto, ¡pero sin eso!


El Sr. Brown imita la caída del pantalón a lo largo de sus piernas, enseña el desabotonarse de la camisa. Desviste al salvaje, le quita sus trapos mugrientos.


—Yo desvestido, cinco pesos.


Dios mío, no puede ser que sea tan interesado. Por una foto o dos, exagera. La Sra. Brown comienza a impacientarse.


—Y bien, ¿sacas la foto o qué?


—Ya lo ves, cada vez viene con una historia nueva.


—Cambia de indio.


—Será igual con todos.


El hombre permanece sentado, indiferente, fumando apaciblemente.


—Muy bien, cinco pesos.


Desaparece por unos instantes en el interior y vuelve enteramente desnudo, atlético, sereno y libre en su cuerpo. Un ramalazo de nostalgia hace soñar al Sr. Brown y la Sra. Brown desliza una mirada sobre el sexo.


—Crees verdaderamente que...


—Bah, no me compliques las cosas. Está muy bien con él.


Clic-clac, clic-clac... Cinco fotos, en diferentes ángulos. Todo está listo para la sexta.


—Terminado.


El hombre ha dado una orden sin alzar la voz. El Sr. Brown no osa desobedecer. Siente desprecio por sí mismo, se detesta... Yo, un hombre blanco civilizado convencido de la igualdad de las razas, henchido de sentimientos fraternales hacia aquellos que no han tenido la suerte de ser blancos, obedezco sin chistar a la primera palabra de un miserable que vive desnudo cuando no se viste con unos andrajos hediondos. Exige cinco pesos y yo podría darle cinco mil. No tiene nada, él mismo es menos que nada y cuando dice terminado yo me detengo. ¿Por qué?


—¿Por qué diablos actúa así? ¿Qué le hace una o dos fotos más?


—Has dado con una vedette que se hace pagar caro.


El Sr. Brown está en estado de apreciar el humor.


—Además, ¿qué va a hacer con ese dinero? Estas gentes viven de nada, como los animales.


—Tal vez quiera comprarse una cámara fotográfica.


El indio examina despaciosamente el viejo billete de cinco pesos y luego lo guarda en su casa. Se sienta y retoma su pipa. Es una provocación, no nos presta la menor atención, estamos allí y es como si no estuviéramos. Odio: esto es lo que comienza a experimentar el Sr. Brown delante de ese bloque de inercia. Pero todo este rodeo les cuesta demasiado. Imposible guardar una actitud digna, humillar a ese salvaje mandándolo al demonio. El Sr. Brown no quiere haber venido para nada.


—¿Y las plumas? ¿No hay plumas?


Con gestos ampulosos reviste al Indio de adornos, corona su cabeza de ornamentos, le provee de largas alas.


—Tú sacando foto mi llevando plumas, quince pesos.


La oferta no se discute. Ligera sonrisa de aprobación de la Sra. Brown. Su marido elige el martirio.


-—O.K., quince pesos.


Un billete de cinco, un billete de diez sometidos al mismo paciente examen. El hombre vuelve a entrar a su casa, y es un semidiós el que surge del antro oscuro. Sobre la cabellera negra ahora anudada en una cola de caballo hay un amplío tocado, un sol rosa y negro; en los obscenos agujeros de las orejas, dos discos de madera; en los tobillos, unos ramilletes de plumas blancas; el vasto torso está dividido por dos collares de pequeños caracoles en bandolera. La mano se apoya en una pesada maza.


—La verdad es que valía la pena. ¡Qué bello es!


La Sra. Brown admira sin reservas. Clic-clac, clic-clac... El semidiós no interviene hasta después de la décima foto en la que el Sr. Brown posa, modesto y paternal, junto al Piel Roja.


Y todo recomienza en cuanto quiere comprar pequeñas estatuillas de arcilla cocida, los adornos, las flechas, un arco. Una vez indicado el precio, el hombre no dice una palabra más. Hay que aceptarlo. Las armas en cuestión son bonitas, adornadas con plumas de pájaro blanco, muy diferentes del gran arco y el puñado de largas flechas que reposan contra la choza, desprovistos de ornamentos, serios.


—¿Cuánto?


-—Cien pesos.


—¿Y aquellas otras?


Por primera vez el Indio expresa un sentimiento, una ligera sorpresa agita momentáneamente su rostro helado.


—¿Eso? Mi arco. Para animales.


Con una mueca muestra la selva y hace el gesto de lanzar una flecha.


—Mí no vendiendo.


Esto no quedará así. Ya veremos quién es el más fuerte, quién aguanta más.


-—Pero yo quiero ése, con las flechas.


—Oiga, ¿qué es lo que quiere? ¡Los otros son mucho más bonitos!


El hombre mira alternativamente sus propias armas y las que ha fabricado con esmero para futuros compradores. Coge una flecha y aprecia la precisión de la flecha, toca con el dedo la punta de hueso.


—Mil pesos.


El Sr. Brown no se lo esperaba.


—¡Qué! ¡Está loco! ¡Es demasiado caro!


—Esto, mi arco. Mí matando animales.


—Basta de hacer el ridículo. Págale. ¡Qué vamos a hacerle!


El marido extiende un billete de mil, pero el otro se niega porque quiere diez de cien. Hay que pedir cambio al Sr. Poage. El Sr. Brown, satisfecho, se va con su arco y sus flechas de caza en la mano. Ha terminado su rollo de película a escondidas, como un ladrón, aprovechando que la gente no lo veía.


—¡Qué banda de ladrones, esta gente! Están completamente podridos por el dinero.


El Sr. MacCurdy resume el sentimiento generalizado de los turistas que vuelven al barco.


—¡Doscientos pesos! Se da usted cuenta, por filmar tres minutos a esas jóvenes que danzaban desnudas. ¡Seguro que se acuestan con cualquiera por veinte!


—Yo, al contrario. Es la primera vez que veo a mi marido dejarse timar. ¡Y por quién!


—...Y no se puede regatear. Son demasiado brutos. Unos holgazanes. ¡Así es fácil vivir!


—¿Los Prescott? ¡Tenían mucha razón!

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