30 de marzo de 2022

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INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA por Pierre Castres (Cap. 10)

INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA


por Pierre Castres

Título del original francés: Recherches d’anthropologie politique © Éditions du Seuil, París, 1980

1.* edición en Barcelona, mayo de 1981

© by GEDISA

Capítulo 10. Los marxistas y su antropología*

No es muy divertido, pero es necesario reflexionar un poco acerca de la antropología marxista, sus causas y sus efectos, sus ventajas y sus inconvenientes. Pues si el etno-marxismo constituye todavía una corriente poderosa en ciencias humanas, la etnología de los marxistas es de una vaciedad absoluta o, para decirlo de una manera más terminante, es nula desde la raíz. Por ello es innecesario detallar las obras; se puede, sin dificultad, tomar en conjunto la abundante producción de los etno-marxistas considerándola como un bloque homogéneo sin valor alguno. Conviene, por lo tanto, interrogarse acerca de esta nada que desborda de ser (ya veremos de qué ser se trata), sobre esta conjunción de discurso marxista y sociedad primitiva.

Para comenzar, consignemos algunas referencias históricas. Desde hace veinte años la antropología francesa se ha desarrollado gracias al apoyo institucional de las ciencias sociales (creación de numerosos cursos de etnología en las universidades y en el CNRS),14 pero también por obra de la considerable y original empresa de Lévi-Strauss. La etnología, hasta hace poco, creció principalmente bajo el signo del estructuralismo. Pero hace unos diez años, aproximadamente, se produjo un cambio de tendencia: el marxismo (lo que llaman el marxismo) se impuso poco a poco como línea importante en la investigación etnológica, reconocida por numerosos investigadores no marxistas como un discurso legítimo y respetable acerca de las sociedades que estudian los etnólogos. El discurso estructura-lista fue cediendo su lugar al discurso marxista como discurso dominante en la antropología.

¿Cuáles han sido las razones? Decir que tal o cual marxista tiene un talento superior al de Lévi-Strauss provocaría la hilaridad general. Si los marxistas brillan no es por su talento, pues están bastante desprovistos de él, se diría que por definición: la máquina marxista dejaría de funcionar si sus mecánicos tuvieran el menor talento. Por otra parte, atribuir la regresión del estructuralismo a la versatilidad de la moda, como se hace generalmente, parece demasiado superficial. En la medida en que el discurso estructura-lista conforma un pensamiento importante (un pensamiento) está más allá de las coyunturas y es indiferente a la moda: un discurso vacío se olvida rápidamente. Ya se verá dentro de algún tiempo qué queda de él. Está claro que no se puede explicar el avance del marxismo en etnología por una cuestión de modas. Estaba preparado, en su inicio, para colmar una laguna enorme del discurso es-tructuralista (en realidad, el marxismo no colma nada, como intentaré demostrar). ¿Cuál es la laguna que ha llevado al estructuralismo al fracaso? El que este discurso mayor de la antropología social no habla de la sociedad. Aquello que se ha desplazado, borrado del discurso estructuralista (esencialmente del de Lévi-Strauss ya que, fuera de algunos discípulos más o menos hábiles, capaces de crecer a la sombra de Lévi-Strauss, ¿quiénes son los estructuralis-tas?), aquello de lo que no puede hablar un discurso semejante porque no está preparado para ello, es de la sociedad primitiva concreta, de su modo de funcionamiento, su dinámica interna, su economía y su política.

Pero, de todas formas, se nos dirá: ¿El parentesco, los mitos, todo eso acaso no cuenta? Ciertamente, exceptuando a ciertos marxistas, todo el mundo concuerda en reconocer la importancia decisiva del trabajo de Lévi-Strauss sobre Las estructuras elementales del parentesco. Por otra parte, este libro ha producido entre los etnólogos una formidable inflación de estudios sobre el parentesco: interminables trabajos sobre el hermano de la madre o la hija de la hermana. Pero, planteemos de una vez por todas la pregunta fundamental: ¿el discurso sobre el parentesco es un discurso sobre la sociedad? ¿El conocimiento del sistema de parentesco de una tribu cualquiera nos ilustra sobre su vida social? De ninguna manera. Cuando hemos desmenuzado un sistema de parentesco nos encontramos todavía en el umbral del conocimiento de la sociedad que lo sostiene. El cuerpo social primitivo no se agota en los lazos de sangre y alianza, no es solamente una máquina de fabricar relaciones de parentesco. Parentesco no es sociedad. Ahora bien, ¿significa esto que las relaciones de parentesco son secundarias en el entramado social primitivo? Muy por el contrario, son fundamentales. En otras palabras, la sociedad primitiva, menos que cualquier otra, no puede pensarse sin las relaciones de parentesco, pero a pesar de ello el estudio del parentesco (al menos, tal como ha sido realizado hasta el presente) no enseña nada acerca del ser social primitivo. ¿Para qué sirven las relaciones de parentesco en las sociedades primitivas? El estructuralismo proporciona una respuesta en bloque: para codificar la prohibición del incesto. Esta función del parentesco explica el hecho de que los hombres no sean animales, y nada más. No explica por qué el hombre primitivo es un hombre particular, diferente de los otros, por qué la sociedad primitiva es irreductible a las otras. Y, sin embargo, los lazos de parentesco cumplen una función determinada, inmanente a la sociedad primitiva como tal, es decir, como sociedad indivisa constituida por iguales: parentesco, sociedad, igualdad, inclusive lucha. Pero esa es una historia sobre la que volveremos alguna otra vez.

El otro gran hallazgo de Lévi-Strauss se sitúa en el terreno de la mitología. El análisis de los mitos ha provocado menos vocaciones que el del parentesco; entre otras cosas porque es más difícil y nadie puede hacerlo tan bien como el maestro. ¿En qué condiciones puede llevarse a cabo su análisis? Siempre que los mitos constituyan un sistema homogéneo, a condición de que los mitos «se piensen entre ellos», como lo dice el propio Lévi-Strauss. Los mitos, por lo tanto, son pensables, mantienen relaciones unos con otros. Espléndido. Pero el mito (un mito particular) ¿se limita a pensar a sus vecinos para que el mitólogo pueda pensarlos a todos en conjunto? Está claro que no. Una vez más la concepción estructu-ralista anula, de una manera particularmente clara, la relación con la social: se privilegia de antemano la relación de los mitos entre ellos eludiendo el lugar de producción y de invención del mito, la sociedad. Es cierto que los mitos se piensan entre ellos, que su estructura es analizable —y Lévi-Strauss lo prueba brillantemente—; pero esto es, en cierto sentido, secundario, ya que los mitos, ante todo, piensan la sociedad que se piensa en ellos, y allí reside su función. Los mitos constituyen el discurso de la sociedad primitiva sobre sí misma, encubren una dimensión socio-política que el análisis estructural evita tener en cuenta, naturalmente, so pena de hacer agua. El estructuralismo sólo es operativo si separa los mitos de la sociedad, si los coge etéreos, flotando a buena distan-cía de su espacio originario. Y es por ello que no se cuestiona nunca acerca de lo que se impone como experiencia privilegiada de la vida social primitiva: el rito. En efecto, ¿hay algo más colectivo, más social, que un ritual? El rito es la mediación religiosa entre el mito y la sociedad, pero la dificultad para el análisis estructural proviene de que los ritos no se piensan entre ellos. Imposible pensarlos. Exit, pues, el rito y con él la sociedad.

Tanto si analizamos el estructuralismo por su cima (la obra de Lévi-Strauss) como si consideramos esta cúspide según sus dos vertientes mayores (análisis del parentesco y análisis de los mitos) se impone la constatación de una ausencia: este discurso elegante, a veces muy rico, no habla de la sociedad. El estructuralismo es, como si se tratara de una teología sin dios, una sociología sin sociedad.

En las ciencias humanas se hace cada día más fuerte una aspiración legítima de investigadores y alumnos: ¡queremos hablar de la sociedad! ¡Habladnos de la sociedad! Es entonces cuando cambia la escena. Al gracioso minué de los estructuralistas, cortésmente desplazados, sucede un nuevo ballet, el de los marxistas (así es como se denominan ellos mismos) que bailan una robusta danza y cuyos grandes zuecos claveteados golpean con rudeza el suelo de la investigación. Por diversas razones (políticas y no científicas) el numeroso público aplaude. Es que, en efecto, el marxismo como teoría de la sociedad y de la historia, está naturalmente habilitado para extender su discurso al campo de la sociedad primitiva. Mejor aún: la lógica de la doctrina marxista la obliga a no descuidar ningún tipo de sociedad, forma parte de su naturaleza el dictaminar la verdad a propósito de todas las formaciones sociales que jalonan la historia; y es por ello que hay, inmanente al discurso marxista global, un discurso preparado de antemano sobre la sociedad primitiva.

Los etnólogos marxistas constituyen una falange oscura pero numerosa. Es inútil buscar en este cuerpo disciplinado una individualidad sobresaliente, un espíritu original: devotos de la misma doctrina, profesan la misma creencia y salmodian el mismo credo, cada cual vigilante de que su vecino respete la ortodoxia de la letra de los cánticos de un coro tan poco angélico. Se me objetará que allí se enfrentan duramente las tendencias. Efectivamente: cada uno de ellos gasta su tiempo en tachar al otro de impostor seudo-marxista, cada uno reivindica como suya la justa interpretación del Dogma. No me corresponde, naturalmente, discernir quien posee la patente de marxista auténtico (que se arreglen entre ellos). Pero en cambio puedo intentar demostrar que sus querellas de secta agitan la misma parroquia y que el marxismo de unos no vale más que el de los otros (lo cual no es un placer sino un deber).

Tomemos, por ejemplo, a Meillassoux. Se dice que es una de las cabezas pensantes (¡pensantes!) de la antropología marxista. En este caso concreto puedo ahorrarme penosos esfuerzos gracias al análisis detallado que A. Adler ha consagrado a una obra reciente de este autor.1 Recomiendo al lector que se remita a esa obra y a su crítica: el trabajo de Adler es serio, riguroso, más que atento (Adler, como Meillassoux —o mejor dicho, a diferencia de él— es un especialista en Africa). El pensador marxista debería estar orgulloso de tener un lector tan consciente, debería estarle reconocido. A las muy razonables objeciones de Adler (que destruye, como es de esperar, los argumentos del autor), Meillassoux opone tina respuesta15 16 que podemos resumir sin dificultad: aquellos que no están de acuerdo con la antropología marxista son partidarios de Pinochet. Así no más, sumario pero claro. Nada de matices cuando uno es un protector puntilloso de la doctrina. Es una especie de integrista, hay algo de Monseñor Lefébvre en este hombre: el mismo fanatismo ilimitado, la misma alergia incurable a la duda. Con esta madera se hacen marionetas inofensivas; pero cuando las marionetas están en el poder se vuelven inquietantes y se llaman, por ejemplo, Vichinsky: ¡Al gulag con los incrédulos! Allí se os enseñará a no poner en duda que las relaciones de producción dominan la vida social primitiva.

Pero Meillassoux no es el único, y sería injusto para con los otros hacer creer que detenta el monopolio del marxismo antropológico. Conviene, en una muestra de equidad, otorgar a sus colegas el lugar que Ies corresponde.

Por ejemplo, Godelier, ha adquirido una considerable reputación (en la calle Tournon) de pensador marxista. Su marxismo llama la atención porque parece menos rudo, más ecuménico que el de Meillassoux. Hay algo de radical-socialista en este hombre (rojo por fuera, blanco por dentro). ¿Será un oportunista? ¡Qué va! Es un atleta del pensamiento que intenta la síntesis entre estruc-turalismo y marxismo. Hay que verlo brincando de Marx a Lévi-Strauss. (¡Brincar, como si se tratara de un pajarito! Las suyas son zancadas de elefante.)

Hojeemos su última obra 17 y sobre todo el prefacio a la segunda edición, ocupación que, dicho sea de paso, es bastante poco placentera. El estilo, en efecto, hace al hombre, y éste no es lo que se dice proustiano (se ve claramente que este joven no aspira a la Academia Francesa). Sintetizando, la conclusión de este prefacio es un poco embrollada. En efecto, Godelier explica que Lefort y yo planteamos la cuestión del origen del Estado en nuestro trabajo sobre La Boétie (no se trata para nada de eso), que Deleuze y Guat-tari ya habían respondido a ello en el Anti-Edipo pero que sus tesis «probablemente estaban inspiradas en Clastres» (p. 25, n. 3). ¡Vaya uno a entender! De todas maneras, Godelier es honesto: reconoce que no comprende nada de lo que lee (sus citas están perladas de signos de exclamación y de interrogación). Godelier no ama la categoría de deseo, que por otra parte le sirve bien. Perdería mi tiempo, porque él no lo comprendería, intentando explicarle que lo que Lefort y yo identificamos con ese término no tiene mucho que ver con el uso que hacen Deleuze y Guattari de él. Continuemos. De todas formas, estas ideas son sospechosas porque la burguesía las aplaude y hay que hacer todo lo posible «para que la burguesía sea la única en aplaudirlas».

Godelier en cambio es aplaudido por el proletariado. ¡Qué ovaciones de Billancourt a sus orgullosas tesis! Reconozcamos que hay algo de conmovedor (y de inesperado) en esta ruptura ascética: renuncia a la Universidad de la burguesía, a sus pompas y carreras, a sus obras y promociones. Es el San Pablo de las ciencias humanas. Amén. Pero, bueno —se impacienta el lector—, ¿este pesado no profiere más que boberías? ¡Está bien alguna idea, de tanto en tanto! Ocurre que es muy difícil encontrar las ideas de Godelier en medio de su agobiante retórica marxista. Si dejamos de lado las citas de Marx y las banalidades en que cualquiera puede caer en momentos de descuido nos queda muy poca cosa más. Admitamos, de todas maneras, que en el avant-propos a la primera edición y en el prefacio a la segunda, nuestro paquidermo ha realizado un esfuerzo considerable (sin duda no le falta buena voluntad). Embar-candóse para un verdadero «periplo», como él mismo lo llama, este valiente navegante ha atravesado océanos de conceptos. ¿Qué es lo que ha descubierto? Por ejemplo, que las representaciones de las sociedades primitivas (religiones, mitos, etc.) pertenecen al campo de la ideología. En este caso conviene ser marxista (a diferencia de Godelier), es decir, fiel al texto de Marx. En efecto, ¿qué es para este último la ideología? Es el discurso que una sociedad dividida, estructurada alrededor del conflicto social, profiere sobre ella misma. Este discurso tiene por misión enmascarar la división y el conflicto, dar la apariencia de homogeneidad social. En una palabra, la ideología es la mentira. Para que haya ideología es necesario que haya, por lo menos, división social. Godelier lo ignora. ¿Cómo podría saber entonces que la ideología, en el sentido en que la plantea Marx, es un fenómeno moderno, aparecido en el siglo xvi, contemporáneo justamente del nacimiento del Estado moderno, democrático? No es el saber histórico lo que llena la cabeza de Godelier, para él la religión y el mito también pertenecen a la ideología. Sin duda piensa que las ideas son la ideología. Cree que todo el mundo es como él. No es en la sociedad primitiva donde la religión es ideología, sino en la cabeza de Godelier: para él, sin duda, la religión es su ideología marxista. ¿Qué significa hablar de ideología a propósito de sociedades primitivas, es decir, sociedades indivisas, sin clase? ¿No excluyen, por su propia naturaleza, la posibilidad de tal discurso? Esto significa que Godelier coge a su aíre el pensamiento de Marx y que no comprende nada acerca de lo que es una sociedad primitiva. ¡Ni marxista ni etnólogo! ¡Un golpe maestro!

Ateniéndonos a la lógica, su concepción «ideológica» de la religión primitiva debería conducirlo a considerar al mito como el opio del salvaje. No lo zarandeemos más, hace lo que puede, ya lo dirá en la próxima ocasión. Pero si su lógica es nula, su vocabulario es pobre. Este vigoroso montañero se fue a atascar en los Andes (pp. 21-22). ¿Y qué descubrió allí? Que la relación entre la casta dominante de los Incas y el campesinado dominado constituía un intercambio desigual (es él quien subraya). ¿Dónde ha pescado esto? ¿Así que entre el Señor y el Súbdito hay un intercambio desigual? ¿Y también, seguramente, entre el capitalista y el obrero? ¿No se llama a eso corporativismo? ¿Godelier-Salazar, una misma lucha? ¡Quién lo hubiera creído! Enriquezcamos el vocabulario de Godelier: intercambio desigual se llama simplemente robo o, en términos marxistas, explotación. He aquí el coste de ser a la vez estructuralista (intercambio y reciprocidad) y marxista (desigualdad): no se es ninguna de las dos cosas. Godelier intenta aplicar la categoría de intercambio (que sólo vale para las sociedades primitivas, es decir, las sociedades formadas por Iguales) a las sociedades divididas en clases, es decir, estructuradas sobre la desigualdad (mezcla todo y escribe barbaridades —reaccionarias, sin duda—): tanto mezcla la religión con la ideología como el intercambio con la desigualdad.

Todo en él es proporcionado. ¿Se interesa, por ejemplo, en las sociedades australianas? Percibe, lleno de finura, como de costumbre, que en ella «las relaciones de parentesco son también las relaciones de producción» (pág. 9, es él quien subraya). ¡Alto ahí, ha aparecido la producción! Esta proposición no tiene, en rigor, ningún contenido. O bien significa que las llamadas relaciones de producción se establecen entre parientes. ¿Y con quién sino iban a establecerse? ¿Con los enemigos, tal vez? Fuera de la guerra, todas las relaciones sociales se establecen entre parientes. Cualquier etnólogo novato sabe todo esto. Una banalidad sin consecuencia, entonces. Pero no es esto lo que quiere decirnos el marxista Godelier. A patadas quiere hacer entrar en la sociedad primitiva (en la que no tienen nada que hacer) las categorías marxistas de relaciones de producción, fuerzas productivas, desarrollo de las fuerzas productivas —este penoso lenguaje de madera que tienen siempre a flor de labios— todo ello bien entramado en el estructuralismo: sociedad primitiva —relaciones de parentesco— relaciones de producción. Así de sencillo.

Algunas breves observaciones a lo anterior. Comencemos por la categoría de producción. Más competentes y atentos a los hechos que Godelier (lo cual no es difícil) especialistas en economía primitiva como Marshall Sahlins en Estados Unidos o Jacques Lizot aquí, preocupados por la etnología y no por el catecismo, han demostrado que la sociedad primitiva funciona precisamente como una máquina de anti-producción; que el modo de producción doméstico opera siempre por debajo de sus posibilidades; que no hay relaciones de producción porque no hay producción; que la producción nunca es el objetivo de la sociedad primitiva (cf. prefacio a Marshall Sahlins). Naturalmente, Godelier (cuyo marxismo es de la misma especie que el de su oponente Meillassoux, son los Hermanos Marx), no puede renunciar a la Santa Producción sin fallar. Godelier no está falto de salud: he aquí un buen hombre que, con la bonhomía de un bulldozer, destroza los hechos etnográficos con la doctrina que le hace vivir; y tiene el coraje de reprochar a los demás «un desprecio total por los hechos que les contradicen» (p. 24). Sabe muy bien de qué habla.

Ahora digamos algo sobre el parentesco. Por más que sea es-tructuralista, un marxista no puede comprender lo que son las relaciones de parentesco. ¿Para qué sirve un sistema de parentesco? Sirve, alumno Godelier, para fabricar parientes. ¿Y para qué sirve un pariente? Seguramente no para producir. Sirve, hasta nueva orden, justamente para llevar el nombre de pariente. Es ésta la principal función sociológica del parentesco en la sociedad primitiva (y no la institución de la prohibición del incesto). Podría ser más claro. Por el momento me limitaré a decir (un poco de suspense produce mejor efecto) que la función de nominación inscrita en el parentesco determina todo el ser socio-político de la sociedad primitiva. Es allí donde reside el nudo entre parentesco y sociedad. Lo desataremos en otra oportunidad. Si Godelier quiere agregar algo más le ofreceremos una suscripción gratuita a Libre.

Este prefacio de Godelier es un ramillete compuesto por las flores más exquisitas. Un trabajo de artista. Tomemos una última cita: «Ya que —y muchos lo ignoran— han existido y aún existen numerosas sociedades divididas en órdenes, castas o clases, en explotadores y explotados que, sin embargo, no conocen el Estado. «¿Por qué no nos dice de qué sociedades se trata, ya que la precisión es importante? Misterio. Por lo demás, está claro que quiere decir que se puede pensar la división social sin Estado, que la división en dominadores y dominados no implica la presencia del Estado. ¿Qué es el Estado para Godelier? Seguramente ministerios, el Elíseo, la Casa Blanca, el Kremlin. Esta inocencia provinciana es simpática; decididamente I like it. Pero basta de efusiones. Godelier olvida una sola cosa, la principal (que los marxistas cuando controlan el aparato del Estado se cuidan muy bien de no olvidar), a saber, que el Estado es el ejercicio del poder político. No se puede pensar el poder sin el Estado y el Estado sin el poder. En otras palabras, allí donde se encuentra un ejercicio efectivo del poder por una parte de la sociedad sobre el resto nos enfrentamos a una sociedad dividida, es decir, una sociedad con Estado (aún si la figura (?) del Déspota no es muy importante). La división social en dominadores y dominados es política de un extremo al otro, distribuye a los hombres en Señores del Poder y Súbditos del Poder. Yo he mostrado en otra parte que la economía, el tributo, la deuda, el trabajo alienado aparecen como signos y efectos de la división política según el eje del poder (bien que Godelier lo ha aprovechado, por ejemplo en la página 22, y sin citarme, el canallita... Como decía Kant, hay quienes no quieren pagar su deuda). La sociedad primitiva es indivisa porque no tiene órgano de poder político independiente. La división social pasa, en primera instancia, por la separación entre la sociedad y el órgano (?) del poder. Por lo tanto, toda sociedad que no sea primitiva (es decir, dividida) lleva implícita, más o menos desarrollada, la figura del Estado. Allí donde hay señores y súbditos que les pagan tributo, allí donde hay deuda, hay poder, hay Estado. Está claro que entre la figura mínima del Estado que se encuentra en ciertos reinos polinesios o africanos y las formas más estatales del Estado (ligadas a la demografía, al fenómeno urbano, a la división del trabajo, a la escritura, etc.) existen gradaciones notorias en la intensidad del poder ejercido y de la opresión sufrida hasta llegar al tipo de poder que instauran fascistas y comunistas, donde el poder del Estado es total y la opresión absoluta. Pero hay un punto central que permanece irreductible: así como no se puede pensar la sociedad indivisa sin la ausencia del Estado, tampoco se puede pensar la sociedad dividida sin la presencia del Estado. Reflexionar sobre el origen de la desigualdad, la división social, las clases, la dominación, implica adentrarse en el campo de la política, el poder, el Estado y no en el de la economía, la producción, etc. La economía se engendra a partir de lo político, las relaciones de producción provienen de las relaciones de poder, el Estado origina las clases.

Abordemos ahora, cuando ya hemos disfrutado del espectáculo de estas payasadas, la cuestión importante: ¿qué ocurre con el discurso marxista en antropología? Yo me he referido, al comenzar este texto, a la nulidad radical de la etnología marxista (leed, lectores, las obras de Meillassoux, Godelier y compañía, es edificante). Radical para empezar. ¿Por qué? Porque un discurso semejante no es un discurso científico (o sea, preocupado por la verdad) sino puramente ideológico (o sea preocupado por la eficacia política). Conviene, para aclararse, distinguir primeramente entre el pensamiento de Marx y el marxismo. Marx fue, junto con Ba-kunin, el primer crítico del marxismo. El pensamiento de Marx es un grandioso ensayo (a veces exitoso, otras fallido) de pensar la sociedad de su tiempo (el capitalismo occidental) y la historia que la había hecho posible. El marxismo contemporáneo es una ideología al servicio de una política. De suerte que los marxistas no tienen nada que ver con Marx, y ellos son los primeros en reconocerlo. ¿Acaso Godelier y Meillassoux no se tratan de impostores seudo-marxistas? Es absolutamente cierto, yo estoy de acuerdo con ellos, uno y otro tienen razón. Descaradamente se refugian en las barbas de Marx para vender mejor su mercancía. Bonito caso de publicidad embustera. Pero será necesario más de uno (?) para deshonrar a Marx.

El marxismo posterior a Marx, en vez de convertirse en la ideología dominante del movimiento obrero, se ha convertido en su enemigo principal, en la forma más arrogante de lo peor que ha producido el siglo xix: el cientificismo. En otras palabras, el marxismo contemporáneo se auto-instituye como El discurso científico sobre la historia de la sociedad, el discurso que enuncia las leyes del movimiento histórico, de la transformación de las sociedades que se engendran unas a otras. El marxismo, por lo tanto, puede hablar de todo tipo de sociedad porque conoce el funcionamiento de éstas de antemano. Pero aún hay más, el marxismo debe hablar de todo tipo de sociedad, posible o real, porque la universalidad de las leyes que descubre no soporta las excepciones. De lo contrario, es la doctrina íntegra la que se derrumba. En consecuencia, para mantener no solamente la coherencia, sino la existencia misma de este discurso, se impone a los marxistas formular la concepción marxista de la sociedad primitiva, constituir una antropología marxista. Sin ésta, no habría teoría marxista de la historia sino simplemente el análisis de una sociedad particular (el capitalismo del siglo xix), elaborado por un tal Marx.

Pero he aquí a los marxistas cazados en su propio marxismo. No pueden elegir, deben someter los hechos sociales primitivos a las mismas reglas de funcionamiento y de transformación que rigen las otras formas sociales. No se pueden utilizar dos criterios distintos: si existen leyes de la historia deben encontrarse tanto en sus comienzos (la sociedad primitiva) como en el curso de su desarrollo. Por lo tanto, el criterio ha de ser único. ¿Cuál es el criterio marxista para medir los hechos sociales? La economía.* El marxismo es un economicismo, explica el cuerpo social por la infraestructura económica, lo social es lo económico. Y es por ello que los antropólogos marxistas aplican al cuerpo social primitivo

4. En este punto hay en Marx una raíz de marxismo del que sería irrisorio querer salvarlo. En efecto, ¿no escribió en el Capital que: (falta la cita).

aquello que, según piensan, funciona en todas partes: las categorías de producción, relaciones de producción, desarrollo de las fuerzas productivas, explotación, etc. Con fórceps, como dice Adler. Sólo así se explica que los viejos exploten a los jóvenes (Meillas-soux), que las relaciones de parentesco sean relaciones de producción (Godelier).

No sigamos con esta tontería. Esclarezcamos, mejor, el oscurantismo militante de los antropólogos marxistas. Trafican con los hechos sin vergüenza, los pisotean y trituran hasta no dejar nada. Sustituyen la realidad de los hechos sociales por la ideología de sus discursos. Meillassoux, Godelier y compañía son los Lyssenko de las ciencias humanas. Su frenesí ideológico, su voluntad de saqueo de la etnología llega hasta el límite, o sea, hasta la supresión pura y simple de la sociedad primitiva como sociedad específica, como ser social independiente. Dentro de la lógica del discurso marxista la sociedad primitiva, simplemente, no puede existir, no tiene derecho a una existencia autónoma, su ser se determina por aquello que vendrá después de ella, por aquello que es obligadamente su futuro. Los marxistas proclaman, doctamente, que las sociedades primitivas son sociedades precapitalistas. He aquí el modo de organización de la sociedad humana durante milenios, salvo para los marxistas (?). Para ellos, la sociedad primitiva no existe sino rebatida sobre esta figura de la sociedad aparecida a finales del siglo xvm, el capitalismo. Hasta entonces nada cuenta: todo es precapitalista. No se complican mucho la existencia, debe ser relajante ser marxista. Todo se explica a partir del capitalismo porque ellos poseen la doctrina correcta, la llave que abre la sociedad capitalista y, en consecuencia, todas las formaciones sociales históricas. El resultado es que, para el marxismo en general, lo que (mide) la sociedad es la economía y para ,os etno-marxistas, que van aún más lejos, lo que mide la sociedad primitiva es la sociedad capitalista. Así de simple. Pero aquellos a quienes no arredra un poco de cansancio plantean la pregunta a la manera de Montaigne, La Boétie o Rousseau y consideran lo que ha venido después en relación a lo que había antes: ¿qué ocurre con las sociedades postprimitivas? ¿Por qué aparecen la desigualdad, la división social, el poder independiente, el Estado?

Sin duda se preguntarán cómo puede funcionar un asunto tan turbio. Si bien es cierto que hace un tiempo está en recesión, aún tiene sus clientes. Lo menos que puede decirse es que estos clientes (los oyentes y lectores de estos marxismos) do exigen mucha calidad a los productos que consumen. ¡Peor para ellos! Si les gusta esa sopa, que se la traguen. Pero quedarse ahí sería a la vez cruel y simple. En primer lugar, denunciando la empresa de los etno-marxistas, se puede ayudar a un cierto número de intoxicados a no morir idiotas (este marxismo es el opio de los pobres de espíritu). Pero sería muy ligero de mi parte, casi irresponsable, limitarme a poner de relieve (si se puede decir) la nulidad de un Meillassoux o un Godelier. Su producción no vale un comino, eso está claro, pero nos equivocaríamos si la subestimáramos: en efecto, la vaciedad de su discurso enmascara aquello de lo que se sacia, su capacidad de difundir una ideología de conquista del poder. En la sociedad francesa contemporánea, la Universidad ocupa un lugar considerable. Y en la Universidad, y en particular en las ciencias humanas (ya que parece más difícil ser marxista en matemáticas o biología), intenta hacer pie el marxismo actual como ideología política dominante.

En este dispositivo global nuestros etno-marxistas ocupan un lugar modesto, pero no despreciable. Existe una división del trabajo político y ellos llevan a cabo su parte: asegurar el triunfo de su común ideología. ¡Sapristi! ¿No serán simplemente estalinistas, buenos aspirantes a burócratas? Habría que ver... En todo caso, esto explicaría por qué se burlan de las sociedades primitivas: ellas no constituyen más que un pretexto para difundir su ideología de granito en su lenguaje de madera. Por ello, no se trata de burlarse de su ignorancia sino de desenmascarar el lugar real en que se sitúan: el enfrentamiento político en su dimensión ideológica. En efecto, los estalinistas no son unos conquistadores cualesquiera del poder. Quieren el poder total, el Estado de sus sueños, el Estado totalitario: tan enemigos como los fascistas de la inteligencia y de la libertad afirman detentar una sabiduría total para legitimar el ejercicio de un poder total. De gentes que aplauden las masacres de Camboya o Etiopía porque los asesinos son marxistas tenemos toda la razón para desconfiar. Si uno de estos días Amin Dada se proclama marxista los oiremos vociferar: ¡bravo Dadá!

Y ahora esperemos y mantengámonos alerta: tal vez los bronto-saurios chíllen.

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