1 de abril de 2022

Otros temas relacionados: , ,

INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA por Pierre Castres (Cap. 11)

INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA


por Pierre Castres

Título del original francés: Recherches d’anthropologie politique © Éditions du Seuil, París, 1980

1.* edición en Barcelona, mayo de 1981

© by GEDISA

Capítulo 11. Arqueología de la violencia: la guerra en la sociedad primitiva*

Si consideramos la abundante literatura etnográfica que, desde hace algunos decenios, se dedica a describir las sociedades primitivas y a comprender su modo de funcionamiento, veremos que raramente se trata en ella la violencia y que, cuando aparece, es para mostrar hasta qué punto estas sociedades intentan controlarla, codificarla, ritualizarla; en pocas palabras, tienden a reducirla cuando no a aboliría. Se evoca la violencia pero sobre todo para mostrar el horror que inspira a las sociedades primitivas, para establecer que son, al fin de cuentas, sociedades contra la violencia. No nos sorprende, pues, constatar en el campo de la investigación etnológica contemporánea la ausencia casi completa de una reflexión general sobre la violencia bajo su forma más brutal y colectiva, más pura y social: la guerra. En consecuencia, si nos atenemos al discurso etnológico, o más bien a la inexistencia de tal discurso sobre la guerra primitiva, el lector curioso o el investigador en ciencias sociales deducirá, de pleno derecho que (salvo anécdotas secundarias) la violencia no figura en el horizonte de la vida social de los Salvajes, que el ser social primitivo se despliega fuera del conflicto armado, que la guerra no pertenece al funcionamiento normal, habitual, de las sociedades primitivas. La guerra, por lo tanto, está excluida del discurso de la etnología; podemos pensar la sociedad primitiva sin hacerlo al mismo tiempo con la guerra. El problema es saber, evidentemente, si este discurso científico enuncia la verdad acerca del tipo de sociedad al que se refiere. Dejémoslo un poco de lado y consideremos la realidad a la que alude.

El descubrimiento de América, como es sabido, fue la primera ocasión de contacto entre Occidente y aquellos que, de ahí en más, serían llamados Salvajes. Por vez primera los europeos se veían confrontados con un tipo de sociedad radicalmente diferente a todo lo conocido hasta el momento; por primera vez tenían que pensar una realidad social que no podía situarse en su representación tradicional del ser social. En otras palabras, el mundo de los Salvajes era literalmente inconcebible para el pensamiento europeo. No es éste el lugar para analizar en detalle las razones de esta verdadera imposibilidad epistemológica: se relaciona con la certeza, extensiva a toda la historia de la civilización occidental, acerca de lo que debe ser la sociedad humana, certeza expresada desde el alba griega del pensamiento europeo acerca de lo político, de la polis, en la obra fragmentaria de Heráclito. Esta idea era que la representación de la sociedad como tal debía encarnarse en una figura de lo Uno, exterior a la sociedad, en una disposición jerárquica del espacio político, en la función de mando del jefe, el rey o el déspota: no hay sociedad sino es bajo el signo de su división en Señores y Súbditos. De esta visión de lo social resulta que todo grupo humano que no presente la característica de la división no podría considerarse una sociedad. ¿Que fue lo que los descubridores del Nuevo Mundo vieron surgir del otro lado del Atlántico? «Gentes sin fe, sin ley, sin rey», como rezan las crónicas del siglo xvi. La causa era comprensible: estos hombres estaban en el estado de naturaleza, no habían accedido aún al estado de sociedad. Existía una casi unanimidad en este juicio sobre los indios de Brasil, tan sólo perturbada por las voces de Montaigne o La Boétie.

Pero la unanimidad era absoluta cuando se trataba de describir las costumbres de los Salvajes, Exploradores o misioneros, mercaderes o viajeros ilustrados, desde el siglo xvi hasta el fin (reciente) de la conquista del mundo, concordaban en un punto: ya se tratara de americanos (desde Alaska a Tierra del Fuego), africanos, siberianos de las estepas o melanesios de las islas, nómades de los desiertos australianos o agricultores sedentarios de las junglas de Nueva Guinea, los pueblos primitivos siempre son presentados como apasionadamente devotos de la guerra y es su carácter particularmente belicoso lo que llama, sin excepción, la atención de los observadores europeos. De la enorme documentación reunida en las crónicas, relatos de viaje, informes de sacerdotes y pastores, militares o traficantes, surge, la imagen primera y más evidente de la diversidad de culturas descritas: el guerrero. Imagen demasiado dominante como para inducir a una constatación sociológica: las sociedades primitivas son sociedades violentas, su ser social es

Esta es la impresión que recogen, en todas las latitudes y a lo largo de varios siglos los testigos directos, muchos de los cuales compartieron durante largos años la vida de las tribus indígenas. Realizar una antología de estos juicios relativos a pueblos, regiones y épocas muy diferentes sería tan trabajoso como inútil. Las disposiciones agresivas de los Salvajes son severamente juzgadas casi sin excepción. En efecto, ¿cómo se puede cristianizar, civilizar, convencer de las virtudes del trabajo y del comercio a gentes que se preocupan principalmente por guerrear contra sus vecinos, vengar las derrotas y celebrar las victorias? De hecho, la opinión de los misioneros franceses o portugueses sobre los indios Tupí del litoral brasileño, a mediados del siglo xvi, anticipa y condensa todos los discursos futuros: si no fuera por las guerras incesantes entre las distintas tribus el país estaría superpoblado. Este aparente predominio de la guerra en la vida de los pueblos primitivos es lo primero que llama la atención de los teóricos de la sociedad. Al estado de Sociedad, que para él es la sociedad del Estado, Thomas Hobbes opone la figura —lógica y no real— del hombre en su condición natural, un estado humano previo a la vida en sociedad, es decir, anterior a la vida «bajo un poder común que a todos mantiene a raya». Ahora bien, ¿cuál es la característica distintiva de la condición natural de los hombres? «La guerra de todos contra todos». Se me dirá, sin embargo, que esta guerra que enfrenta a los hombres abstractos, inventados para cumplir las necesidades de la causa que defiende el pensador del estado civil, esta guerra imaginaria, no tiene nada que ver con la realidad empírica, etnográfica, de la guerra en la sociedad primitiva. Puede ser. Pero no es menos cierto que el propio Hobbes creía poder ilustrar lo fundado de su deducción con una referencia explícita a una realidad concreta: la condición natural del hombre no es solamente la construcción abstracta de un filósofo sino la suerte efectiva, observable, de una humanidad recientemente descubierta. «Tal vez se pensará que jamás haya existido un tiempo así, ni un estado de guerra como éste. Yo creo, en efecto, que no ha sido así, de una manera general, en el mundo entero. Pero hay muchos lugares donde los hombres viven así actualmente. En efecto, en muchos lugares de América los Salvajes, dejando de lado el gobierno de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto y viven hoy en día de la manera casi animal que yo he descrito más arriba.» 1 No debe sorprendernos el tono despectivo de Hobbes para con los Salvajes, ya que se trata de las ideas de su tiempo (sin embargo, repitámoslo, rechazadas por Montaigne y La Boétie): una sociedad sin gobierno, sin Estado, no es una sociedad. Los Salvajes, por lo tanto, perma-necen en la exterioridad de lo social, viven en la condición natural de los hombres en la que reina la guerra de todos contra todos. Hobbes no ignoraba la intensa belicosidad de los indios americanos y, por ello, veía en sus guerras reales la confirmación de su certeza: la ausencia de Estado permite la generalización de la guerra y vuelve imposible la institución de la sociedad.

La ecuación mundo de los Salvajes = mundo de la guerra, que se encontraba constantemente verificada «sobre el terreno», está presente en toda representación, popular o sabia, de la sociedad primitiva. Así, otro filósofo inglés, Spencer, escribe en sus Principios de Sociología-. «En la vida de los salvajes y los bárbaros los acontecimientos predominantes son las guerras», como un eco a lo que tres siglos antes decía el jesuíta Soarez de Souza de los Tupinambá de Brasil: «Como los Tupinambá son muy belicosos, toda su preocupación es saber de qué manera harán la guerra a sus contrarios». ¿Pero acaso los habitantes del Nuevo Mundo detentan el monopolio de la pasión guerrera? De ninguna manera. En una obra ya antigua,18 Maurice R. Davie, reflexionando sobre las causas y funciones de la guerra en las sociedades primitivas, realizaba un muestrario sistemático de lo que enseñaba la etnografía de la época al respecto. De su meticulosa investigación resulta que, salvo rarísimas excepciones (los Esquimales del Centro y del Este, por ejemplo) ninguna sociedad primitiva escapa a la violencia, sea cual fuere su modo de producción, su sistema tecno-económico o su entorno ecológico. Ninguna de ellas ignora o se niega al despliegue guerrero de una violencia que compromete el ser mismo de cada comunidad implicada en el conflicto armado. Parece innegable que no se puede pensar la sociedad primitiva sin la guerra que, como dato inmediato de la sociología primitiva, adopta una dimensión de universalidad.

A esta presencia masiva del hecho guerrero responde, si podemos hablar así, el silencio de la etnología más reciente para la cual la violencia y la guerra sólo existen a la luz de los medios para conjurarlas. ¿De dónde proviene este silencio? En primer lugar, y sin duda, de las condiciones en las cuales viven actualmente las sociedades de que se ocupan los etnólogos. Es sabido que ya no existen, en ninguna parte del mundo, sociedades primitivas absolutamente libres, autónomas, sin contacto con el entorno socioeconómico «blanco». En otras palabras, los etnólogos ya no tienen la ocasión de observar sociedades lo suficientemente aisladas como para que el juego de fuerzas tradicionales que las define y sostiene pueda tener libre curso: la guerra primitiva es invisible porque ya no existen guerreros para llevarla a cabo. En este sentido, la situación de los Yanomami amazónicos es única: su secular aislamiento ha permitido a estos indios, sin duda la última gran sociedad primitiva del mundo, vivir hasta el presente como si América no hubiese sido descubierta. Así, podemos observar entre ellos la omnipresen-cia de la guerra. De todas maneras, ésta no es una razón para trazar un cuadro caricaturesco —como han hecho muchos— en el que el gusto por el sensacionalismo eclipsa ampliamente la capacidad de comprender un poderoso mecanismo sociológico.19 En pocas palabras, si la etnología no habla de la guerra es porque no viene al caso hablar de ella, porque las sociedades primitivas, cuando se convierten en objeto de estudio, ya han entrado en la vía de la dislocación, la destrucción y la muerte: ¿cómo iban a ofrecer el espectáculo de su libre vitalidad guerrera?

Pero tal vez ésta no sea la única razón. En efecto, podemos suponer que los etnólogos cuando se encuentran en pleno trabajo, se enfrentan a la sociedad elegida munidos no solamente de su cuaderno de notas y su magnetófono, sino también de una concepción, previamente adquirida, acerca del ser social de las sociedades primitivas y, por consiguiente, del lugar que ocupa en ellas la violencia, las causas que la desencadenan y los efectos que produce. Ninguna teoría general de la sociedad primitiva puede hacer abstracción de la guerra. No solamente el discurso sobre la guerra forma parte del discurso sobre la sociedad, sino que le confiere sentido: la idea de la guerra mide Ja idea de la sociedad. Es por esto que la ausencia de una reflexión sobre la violencia en la etnología actual podría explicarse en primer término por la desaparición efectiva de la guerra, consecutiva a la pérdida de la libertad que obliga a los Salvajes a un pacifismo forzado, pero también por la adhesión a un tipo de discurso sociológico que tiende a excluir la guerra del campo de las relaciones sociales en la sociedad primitiva. El problema consiste en saber si un discurso de este tipo es adecuado a la realidad social primitiva. También es conveniente, antes de interrogar esta realidad, exponer, aunque sea brevemente, el discurso recibido acerca de la sociedad y la guerra primitivas. De carácter heterogéneo, se desarrolla según tres grandes líneas: hay un discurso sobre la guerra naturalista, otro economista y un tercero que pone el énfasis en el intercambio.

El discurso naturalista se encuentra enunciado con una particular solidez por A. Léroi-Gourhan en su obra Le Geste et la Parole y sobre todo en el penúltimo capítulo del tomo II, en el cual el autor desarrolla, con indiscutible (y muy discutible, por otra parte) amplitud, su concepción histórico-etnológica de la sociedad primitiva y de las transformaciones que la modifican. Conforme a la indisoluble conjunción entre sociedad arcaica y fenómeno guerrero, la empresa general de Léroi-Gourhan incluye lógicamente una visión de la guerra primitiva, cuyo sentido está suficientemente indicado por el espíritu que impregna toda la obra y por el título del capítulo en la que se incluye*, el organismo social. Claramente expresado, el punto de vista organicista acerca de la sociedad implica, de manera coherente, una cierta idea de la guerra. ¿Qué es, por lo tanto, la violencia para Léroi-Gourhan? Su respuesta es clara: «El comportamiento agresivo pertenece a la realidad humana por lo menos desde los Australopitecos, y la evolución acelerada del dispositivo social no ha introducido ningún cambio en el lento desarrollo de la maduración filogenética» (pág. 237). La agresión como forma de comportamiento, o sea, el uso de la violencia, se relaciona con la humanidad como especie. Considerada una propiedad zoológica de la especie humana, la violencia es tomada aquí como un hecho de especie irreductible, un dato natural que hunde sus raíces en el ser biológico del hombre. Esta violencia específica, que se realiza en el comportamiento agresivo no es gratuita, está siempre orientada y dirigida al logro de un objetivo: «A lo largo del tiempo, la agresión aparece como una técnica fundamentalmente ligada a la adquisición, y entre los primitivos su punto de partida está en la caza, donde la agresión y la adquisición alimentaria se confunden» (pág. 236). La violencia, inherente al hombre como ser natural, es, por lo tanto, medio de subsistencia, de asegurar la subsistencia, de un fin naturalmente inscrito en el corazón del organismo viviente: sobrevivir. Y de ahí la designación de la economía primitiva como economía de la depredación. El hombre primitivo es, en tanto hombre, agresivo; en tanto primitivo está determinado para sintetizar su naturalidad y su humanidad en la codificación técnica de una agresividad útil y rentable: es cazador.

Admitamos esta articulación entre la violencia, disciplinada como técnica de adquisición alimentaria, y el ser biológico del hombre, cuya integridad tiene la misión de mantener. Pero, ¿dónde se sitúa esta agresión tan particular que se manifiesta en la violencia guerrera? Léroi-Gourhan nos lo explica: «Entre la caza y su doble, la guerra, se establece progresivamente una sutil asimilación, a medida que una y otra se concentran en una clase que ha nacido de la nueva economía, la de los hombres de armas» (pág. 237). He aquí que en una frase se encuentra desvelado el misterio del origen de la división social: mediante «asimilación sutil» (?), los cazadores se convierten poco a poco en guerreros que, como detentan la fuerza armada, poseen desde ese momento los medios de ejercer en su provecho el poder político sobre el resto de la comunidad. Es sorprendente la ligereza de tal afirmación, sobre todo cuando se trata de un sabio cuya obra es —justamente— considerada ejemplar en su especialidad, la prehistoria. Todo esto exigiría un apartado especial, pero la lección a sacar es clara: hay más que imprudencia cuando se apuesta al continuismo en el análisis de los hechos humanos, cuando se rebate lo social sobre lo natural, lo institucional sobre lo biológico. La sociedad humana se explica por la sociología, no por la zoología.

Volvamos, entonces, al problema de la guerra. Esta heredaría de la caza —técnica de adquisición alimentaria— su carga de agresividad; la guerra no sería más que una repetición, un «doble», un despliegue de la caza: dicho de una manera más prosaica, la guerra para Léroi-Gourhan es la caza del hombre. ¿Es esto verdadero o falso? No es difícil saberlo, basta con consultar a aquellos de quienes cree hablar Léroi-Gourhan, los primitivos contemporáneos. ¿Qué nos enseña la experiencia etnográfica? Es evidente que si el objetivo de la caza es la adquisición del alimento, el medio de lograrlo es una agresión: hay que matar al animal para comerlo. Pero entonces es necesario incluir en el campo de la caza como técnica de adquisición a todos los comportamientos destructivos de otra forma de vida con objeto de alimentarse de ella: no sólo a los animales, peces y pájaros carnívoros sino también los insectívoros (agresión del pajarillo hacia la mosca que se traga, etc.). De hecho, toda técnica de adquisición alimentaria violenta debería lógicamente analizarse en términos de comportamiento agresivo. No hay ninguna razón para privilegiar al cazador humano sobre el cazador animal. En realidad, lo que motiva principalmente al cazador primitivo es el hambre, excluyendo todo otro sentimiento (el caso de las cacerías con fines no alimentarios, es decir, rituales, procede de otro dominio). Lo que distingue radicalmente a la guerra de la caza es que la primera reposa enteramente sobre una dimensión ausente de la segunda: la agresividad. Y no basta que la misma flecha pueda matar a un hombre o a un mono para que sea lícito identificar la guerra y la caza.

Por ello, no se puede remitir una a la otra: la guerra es un comportamiento de agresión o de agresividad. Si la guerra es la caza, entonces la guerra es la caza del hombre: la caza debería ser, por ejemplo, la guerra a los bisontes. A menos que se suponga que el objetivo de la guerra es siempre alimenticio y que lo que se busca es al hombre como presa destinada a ser comida, esta reducción de la guerra a la caza que opera Léroi-Gourhan no tiene ningún fundamento: si la guerra es el «doble» de la caza, entonces su horizonte es la antropofagia generalizada. Sabemos muy bien que esto no es así: incluso entre las tribus caníbales el objetivo de la guerra nunca es matar a los enemigos para comerlos. Más aún, esta «biologízación» de una actividad como la guerra conduce inevitablemente a soslayar la dimensión propiamente social: la inquietante concepción de Léroi-Gourhan conduce a una disolución de lo sociológico en lo biológico, la sociedad se convierte en un organismo social y toda tentativa de articular sobre ella un discurso no zoológico parece vano de antemano. Por el contrario, se trata de establecer que la guerra primitiva no debe nada a la caza, que hunde sus raíces no en la realidad del hombre como especie sino en el ser social de la sociedad primitiva, que su universalidad tiende hacia la cultura, no hacia la naturaleza.

El discurso economista es de alguna manera anónimo, por cuanto no es la obra precisa de un determinado teórico sino más bien la expresión de una convicción general, una vaga certeza del sentido común. Este «discurso» se conformó en el siglo xrx, cuando en Europa comenzó a pensarse separadamente la idea de salvajismo y la de felicidad, de suerte que, con razón o sin ella, se disolvió la idea de la vida primitiva como una vida feliz. Se produjo, entonces, una inversión del discurso antiguo: de ahí en más, el mundo de los Salvajes fue, con razón o sin ella, el mundo de la miseria v la desgracia. Recientemente, este «saber» nonular ha recibido status científico por parte de las llamadas ciencias humanas, se ha convertido en discurso erudito, discurso de eruditos: los fundadores de la antropología económica aceptan como verdad la miseria primitiva y se dedican a desvelar sus causas y consecuencias. De la convergencia entre sentido común y discurso científico resulta esta aseveración repetida sin cesar por los etnólogos: la economía primitiva es una economía de subsistencia que permite a los Salvajes tan sólo subsistir, es decir, sobrevivir. Si la economía de estas sociedades no puede sobrepasar el umbral lastimoso de la sobrevivencia —de la no-muerte— es a causa de su sub-desarrollo tecnológico y su impotencia frente a un medio natural que no logra dominar. La economía primitiva es, así, una economía de la miseria, y sobre este fondo se sitúa el fenómeno de la guerra. El discurso economista da cuenta de la guerra primitiva por la endeblez de las fuerzas productivas. La escasez de los bienes materiales disponibles implica la competencia entre los grupos que quieren obtenerlos, y esa lucha por la vida desemboca en un conflicto armado: no hay suficiente para todo el mundo.

Hay que señalar que esta explicación de la guerra primitiva como procedente de la miseria de los Salvajes se aceptó como una evidencia fuera de duda. M. Davie, en su ensayo ya citado, ilustra perfectamente este punto de vista: «Pero cada grupo, además de la lucha que lleva a cabo contra la naturaleza para lograr su existencia, debe sostener un enfrentamiento con cualquier otro grupo con el que entre en contacto. Se producen rivalidades y colisiones de intereses, y cuando éstas degeneran en enfrentamientos por la fuerza las llamamos guerra» (pág. 28). Y aún más: «Se ha definido a la guerra como un enfrentamiento por la fuerza nacido entre dos grupos políticos, bajo la acción de la competencia vital... Así, la importancia de la guerra en un grupo dado varía en proporción directa a la intensidad de su competencia vital» (pág. 78). Este autor, como hemos visto, comprueba la universalidad de la guerra en la sociedad primitiva a partir de la información etnográfica. Tan sólo escapan a ella los Esquimales de Groenlandia debido, explica Davie, a la extrema hostilidad del medio natural que les impide consagrar su energía a otra cosa que no sea la búsqueda del alimento: «La cooperación en la lucha por la existencia es, en este caso, absolutamente imperativa» (pág. 79). Pero se podría observar que los Australianos no parecen estar mejor dotados, en sus desiertos abrasadores, que los Esquimales en la nieve; sin embargo, no son por ello menos guerreros que los otros pueblos. Conviene subrayar también que este discurso erudito, simple enunciado «científico» del postulado popular sobre la miseria primitiva, se ajusta exactamente, volens nolens, al avatar más reciente de la concepción «marxista» de la sociedad, a saber, la «antropología» marxista. En lo que concierne al problema de la guerra primitiva es a antropólogos norteamericanos que debemos (si se nos permite la expresión) la interpretación marxista. Más rápidos que sus correligionarios franceses, y preparados, por lo tanto, a decir la verdad marxista sobre las clases de edad africanas o el potlacb americano, sobre las relaciones entre hombres y mujeres donde sea, investigadores tales como M. Harris o D. Gross explican las razones de la guerra entre los indios amazónicos, en particular, entre los Yanomami.20 Quien espere de este marxismo una luz imprevista se verá decepcionado: sus sostenedores no dicen nada más (y piensan sin duda menos) que todos sus predecesores no marxistas. Si la guerra es particularmente intensa entre los indios sudamericanos es debido, según Gross y Harris a la escasez de proteínas en la alimentación y, en razón de ello, a la necesidad de conquistar nuevos territorios de caza y al inevitable conflicto armado con los ocupantes de esos territorios. En pocas palabras, la envejecida tesis formulada, entre otros, por Davie, de la incapacidad de la economía primitiva para proveer a la sociedad de una alimentación adecuada.21 Contentémonos con indicar un punto que no podremos desarrollar más adelante. Si el discurso «marxista» (si fuera discurso económico) asimila tan fácilmente las representaciones más simplistas del sentido común, es, o bien porque ese sentido común es marxista espontáneamente (¡oh manes de Mao!) o bien porque ese marxismo no se distingue del sentido común más que por la cómica pretensión de presentarse como discurso científico. Pero hay algo más. El marxismo, en tanto teoría general de la sociedad y también de la historia, está obligado a postular la miseria de la economía primitiva, o sea, el débil rendimiento de la actividad productiva. ¿Por qué? Porque la teoría marxista de la historia (e incluso la teoría de Karl Marx) descubre la ley del movimiento histórico y el cambio social en la tendencia irreprimible de las fuerzas productivas a desarrollarse, Pero para que la historia se ponga en marcha, para que las fuerzas productivas adquieran su impulso, es necesario que en el punto de partida de este proceso esas mismas fuerzas productivas estén en la más extrema debilidad, en el sub-desarrollo total. Sin esto no habría la más mínima razón para que tendieran a desarrollarse y no se podría articular cambio social y desarrollo de las fuerzas productivas. Es por esto que el marxismo, como teoría de la historia fundada en la tendencia de las fuerzas productivas al desarrollo debe darse como punto de apoyo una especie de grado cero de las fuerzas productivas: la economía primitiva, pensada desde ese momento como economía de la miseria, como economía que, queriendo salir de la miseria, tenderá a desarrollar sus fuerzas productivas. Sería muy interesante que los antropólogos marxistas dieran su punto de vista sobre lo expuesto más arriba: muy prolijos, cuidadosos, cuando se trata de inventar formas de explotación en las sociedades primitivas (an-ciano/joven; hombre/mujer, etc.) no lo son tanto cuando se trata de los fundamentos de la doctrina a la que adhieren. La sociedad primitiva plantea a la teoría marxista una cuestión crucial: si lo económico no constituye en ella la infraestructura a través de la cual se transparenta el ser social, s¡ las fuerzas productivas no tienden a desarrollarse, no funcionan como determinantes del cambio social, ¿cuál es entonces el motor que pone en marcha el movimiento de la Historia?

Dicho esto, volvamos al problema de la economía primitiva. ¿Se trata o no de una economía de la miseria? ¿Las fuerzas productivas están en el estadio mínimo de desarrollo o no? Las investigaciones más recientes, y más escrupulosas, de antropología económica demuestran que la economía de los Salvajes, o Modo de Producción Doméstico, permite en realidad una satisfacción total de las necesidades materiales de la sociedad, con un tiempo de actividad limitado y de baja intensidad. En otras palabras, la sociedad primitiva, lejos de agotarse en el intento de sobrevivencia, y selectiva en la determinación de sus necesidades, dispone de una «máquina» de producción apta para satisfacerlas según el principio de «a cada uno según sus necesidades». Por ello, Sahlins ha podido hablar con toda propiedad de la sociedad primitiva como primera sociedad de abundancia. Los análisis de Sahlins y Lizot sobre la cantidad de alimento necesario a una comunidad y los tiempos consagrados a procurarlo, indican que las sociedades primitivas, ya se trate de cazadores nómades o agricultores sedentarios, son en realidad sociedades del ocio, ateniéndonos al escaso tiempo dedicado a la producción. Los trabajos de Sahlins y Lizot retoman y confirman el material etnográfico proporcionado por viajeros y cronistas.22 23

El discurso economista, en sus variantes popular, erudita o marxista, explica la guerra por la competencia de los grupos en su intento de apropiarse de bienes escasos. En principio es difícil comprender de dónde sacarán los Salvajes, dedicados todo el tiempo a una búsqueda agotadora de alimento, la energía y el tiempo su-plementarios para guerrear contra sus vecinos. Pero, además, las investigaciones actuales muestran que la economía primitiva es una economía de la abundancia y no de la escasez: la violencia no se articula con la miseria, y la explicación economista de la guerra primitiva ve hundirse su punto de apoyo. La universalidad de la abundancia primitiva impide, precisamente, que podamos relacionarla con la universalidad de la guerra. ¿Por qué guerrean las tribus? Al menos ya sabemos lo que vale la respuesta «materialista», Y si lo económico no tiene nada que ver con la guerra, tal vez sea necesario volver la vista hacia lo político.1

El discurso del intercambio sobre la guerra primitiva sostiene la empresa sociológica de Claude Lévi-Strauss. Una afirmación semejante parecerá, en primera instancia, paradójica: en efecto, en la considerable obra de este autor la guerra no ocupa más que un delgado volumen. Pero, además de que la importancia de un tema no se mide necesariamente por el espacio que se le ha otorgado, la teoría general de la sociedad elaborada por Lévi-Strauss depende estrechamente de su concepción de la violencia: lo que está en juego en esta concepción es el propio discurso estructuralista sobre el ser social primitivo. Se trata, entonces, de tenerlo en cuenta.

La cuestión de la guerra está tratada en un único texto en el que Lévi-Strauss analiza las relaciones de los indios de América del Sur con el comercio.24 La guerra allí se encuentra claramente situada en el campo de las relaciones sociales: «Entre los Nambi-quara, como sin duda entre numerosos pueblos de la América precolombina, la guerra y el comercio son actividades imposibles de estudiar separadamente» (pág. 136). Y aún: «...los conflictos guerreros y los intercambios económicos en América del Sur no constituyen solamente dos tipos de relaciones coexistentes sino más bien los dos aspectos, opuestos e indisolubles, de un mismo proceso social» (pág. 138). Por lo tanto, según Lévi-Strauss, no se puede pensar la guerra en sí misma porque no posee especificidad propia, y lejos de requerir un examen particular no puede entenderse sino en «la continuidad propia de los elementos del todo social», (pág. 138). En otras palabras, en la sociedad primitiva no hay autonomía para la esfera de la violencia: es un caso particular del sistema global de las relaciones que mantienen los grupos, no tiene sentido sino es respecto del entramado general de esas relaciones. Si Lévi-Strauss quiere decir con esto que la guerra primitiva es una actividad de orden estrictamente sociológico nadie lo contradecirá, a excepción, tal vez, de Léroi-Gourhan, que disuelve la actividad guerrera en el orden biológico. Ciertamente, Lévi-Strauss no se refiere a esas vagas generalidades sino que proporciona, por el contrario, una idea precisa sobre el modo de funcionamiento de la sociedad primitiva, o en todo caso, amerindia. La identificación de ese modo de funcionamiento reviste la mayor importancia, porque determina la naturaleza y envergadura de la violencia y de la guerra, de su ser. ¿Cuál es la relación entre guerra y sociedad para Lévi-Strauss? La respuesta es clara: «Los intercambios económicos representan guerras potenciales resueltas pacíficamente, y las guerras son el resultado de transacciones desgraciadas» (pág. 136). Por lo tanto, no sólo la guerra se inscribe en el campo sociológico, sino que recibe su ser y sentido último del funcionamiento particular de la sociedad primitiva: las relaciones entre comunidades (tribus, bandas, grupos locales, poco importa) son en primera instancia comerciales. Del éxito o del fracaso de esas empresas comerciales dependen la paz o la guerra entre las tribus. Guerra y comercio deben pensarse en una continuidad, pero además el comercio mantiene una prioridad sociológica respecto de la guerra y de alguna manera ontológica, puesto que se sitúa en el corazón mismo del ser social. Por último, agreguemos que, lejos de ser una novedad, la idea de una conjunción entre guerra y comercio es una banalidad etnológica, tanto como lo es la convicción de la escasez como horizonte de la economía primitiva. Así encontramos nlanteada la relación intrínseca entre onerra v comercio en los mismos términos que Lévi-Strauss en M. Davie, por ejemplo: «Entre los primitivos, el comercio es frecuentemente una alternativa a la guerra, y la manera en que es realizado muestra que es una modificación de aquella» (op. dt.f pág. 302).

Pero, se me podrá objetar que el texto discutido —menor, por otra parte— no compromete la teoría general del ser social desarrollada por Lévi-Strauss en trabajos de otra dimensión. De ninguna manera: las conclusiones teóricas de este texto pretendidamente menor se retoman íntegramente en la gran obra sociológica de Lévi-Strauss, Las estructuras elementales del parentesco como conclusión de uno de los capítulos más importantes, el principio de reciprocidad: «Hay un lazo, una continuidad, entre las relaciones hostiles y las prestaciones recíprocas: los intercambios son guerras resueltas pacíficamente, las guerras son el resultado de transacciones desgraciadas».25 Esto a pesar de que, en la misma página, se encuentra explícitamente (y sin comentarios) eliminada la idea de comercio. Cuando describe los intercambios de regalos entre grupos indígenas extranjeros, Lévi-Strauss se cuida de marcar su abandono de la referencia al comercio: «Se trata, con propiedad, de dádivas recíprocas y no de operaciones comerciales». Examinemos todo esto en detalle.

La seguridad con que Lévi-Strauss distingue la dádiva recíproca de la operación comercial es absolutamente legítima. Y no será superfino explicar el porqué en un rápido paseo por la antropología económica. Si la vida material de las sociedades primitivas se desarrolla sobre un fondo de abundancia, el modo de producción doméstica presenta, además, una propiedad esencial que ha sido puesta de relieve por Sahlins, el ideal de autarquía: cada comunidad aspira a producir por sí misma todo lo necesario para la subsistencia de sus miembros. Dicho de otro modo, la economía primitiva tiende a cerrar a la comunidad sobre sí misma y el ideal autárquico se distingue de otro, del que es medio, el ideal de independencia política. Al decidir no depender más que de sí misma, la comunidad primitiva (poblado, banda) excluye la necesidad de relaciones económicas con los grupos vecinos. Lo que fundamenta las- relaciones «internacionales» de la sociedad primitiva no es la necesidad, ya que ella es capaz, precisamente, de satisfacer todas sus necesidades sin ayuda de otro: si se produce todo aquello (alimento y utensilios) que se necesita se puede prescindir de los otros. En otras palabras, el ideal autárquico es un ideal anti-comercial. Como todo ideal, no se realiza siempre ni en todas partes, pero puede decirse de los Salvajes que si las circunstancias lo exigen pueden vanagloriarse de no necesitar de nadie.

A ello se debe que el Modo de Producción Doméstico ignore las relaciones comerciales: su funcionamiento económico las excluye. La sociedad primitiva, rechaza íntimamente el riesgo, inmanente al comercio, de alienar su autonomía, de perder su libertad. Así, es correcto que el Lévi-Strauss de Las estructuras (...) se haya cuidado de retomar lo que escribía en Guerra y Comercio... Sí queremos entender un poco acerca de la guerra primitiva debemos empezar por evitar articularla a un comercio inexistente.

Así, cuando ya no es el comercio el que da sentido a la guerra sino el intercambio, la interpretación de la guerra procede de la concepción del intercambio en la sociedad, hay continuidad entre la guerra («resultado de transacciones desgraciadas») y el intercambio («guerras resueltas pacíficamente»). Pero de la misma manera que en la primera versión de la teoría de Lévi-Strauss de la violencia, la guerra estaba concebida como el fracaso eventual del comercio, en la teoría del intercambio se asigna una prioridad equivalente al intercambio, del que la guerra no es más que el fracaso. En otras palabras, la guerra no posee ninguna positividad, no expresa el ser social de la sociedad primitiva sino la no-realización de ese ser que es el ser-para-el-intercambío: la guerra es lo negativo y la negación de la sociedad primitiva, en tanto ella es el lugar privilegiado del intercambio, en tanto el intercambio es su esencia. Según esta concepción, la guerra, como despiste, como ruptura del movimiento hacia el intercambio, sólo podría representar la no-esencia, el no-ser de la sociedad. Es lo accesorio en relación con lo principal, el accidente en relación con la sustancia. La sociedad primitiva quiere el intercambio: ése es su deseo sociológico que tiende a realizar constantemente, que se realiza efectivamente casi siempre, salvo en caso de accidente. Entonces surgen la violencia y la guerra.

La lógica de la concepción del intercambio conduce casi a la disolución del fenómeno guerrero. La guerra, desprovista de positividad a causa de la prioridad atribuida al intercambio, pierde toda dimensión institucional-, no pertenece al ser de la sociedad primitiva, no es más que una propiedad accidental, azarosa, inesencial. La sociedad primitiva puede pensarse sin la guerra. Este discurso del intercambio acerca de la guerra primitiva, inmanente a la teoría general que desarrolla Lévi-Strauss sobre la sociedad primitiva, no tiene en cuenta el dato etnográfico: la casi universalidad del fenc meno guerrero, sean cuales fueren las sociedades consideradas, s medio natural o su modo de organización socio-económico; 1 intensidad, variable naturalmente, de la actividad guerrera. I concepción del intercambio no se adecúa a su objeto, la realida primitiva desborda el discurso de Lévi-Strauss. No se trata c negligencia o ignorancia del autor, sino de que el tomar en cueni la guerra es incompatible con su análisis de la sociedad, anális que se sostiene, por lo tanto, en la exclusión de la función soci< lógica de la guerra en la sociedad primitiva.

¿Significa esto que para respetar la realidad primitiva en todí sus dimensiones hay que abandonar la idea de la sociedad com lugar del intercambio? De ninguna manera: no se trata de ur alternativa entre intercambio o violencia. No es el intercambio e sí mismo el contradictorio con la guerra, sino el discurso que r< duce el ser social de la sociedad primitiva exclusivamente al inte cambio. La sociedad primitiva es el espacio del intercambio y tan bien el lugar de la violencia-, la guerra, tanto como el intercambú pertenece al ser social primitivo. No se puede, y de esto se trat pensar la sociedad primitiva sin pensar al mismo tiempo la guerr Para Hobbes, la sociedad primitiva era la guerra de todos conti todos. El punto de vista de Lévi-Strauss es inverso y simétrico ¡ de Hobbes: la sociedad primitiva es el intercambio de todos cc todos. Hobbes olvidaba el intercambio, Lévi-Strauss olvida i guerra.

¿Pero se trata, simplemente, de yuxtaponer el discurso sobi el intercambio al discurso sobre la guerra? ¿La rehabilitación c la guerra como dimensión esencial de la sociedad primitiva permii que subsista intacta, la idea del intercambio como esencia de 1 social? Evidentemente es imposible: equivocarse sobre la gueri es equivocarse sobre la sociedad. ¿De dónde proviene el error c Lévi-Strauss? Proviene de una confusión de los planos sociológicc en los que funcionan respectivamente la actividad guerrera y intercambio. Al querer situarlos en el mismo plano se está fata mente obligado a eliminar uno u otro, a deformar, por mutilaciói la realidad social primitiva. El intercambio y la guerra no debe considerarse en una continuidad que permitiría pasar por grad ciones de uno a la otra, sino según una discontinuidad radical qt manifiesta la verdad de la sociedad primitiva.

Se ha escrito con frecuencia que el extremo parcelamiento ba causa de la frecuencia de la guerra en este tipo de sociedad. La sucesión mecánica, descrita en la secuencia: escasez de recursos competencia vital, aisamiento de los grupos, produciría, como efecto general, la guerra. Ahora bien, si existe una relación profunda entre la multiplicidad de las unidades socio-políticas y la violencia, su articulación sólo puede comprenderse invirtiendo el orden habitual de presentación: no es la guerra, el efecto del par-celamiento sino éste el efecto de aquélla. No es sólo el efecto, es el objetivo-, la guerra es tanto causa como medio de un efecto y un fin buscados, el parcelamiento de la sociedad primitiva. La sociedad primitiva, en su ser, quiere la dispersión, este deseo de fragmentación pertenece al ser social primitivo que se instituye como tal mediante la realización de esta voluntad sociológica. En otras palabras, la guerra primitiva es el medio de un fin político. Preguntarse por qué los Salvajes hacen la guerra es interrogarse acerca del ser mismo de su sociedad.

Cada sociedad primitiva particular expresa igual e integralmente las propiedades esenciales de este tipo de formación social, que encuentra su realidad concreta en el nivel de la comunidad primitiva. Esta está constituida por un conjunto de individuos y cada uno reconoce y reivindica, precisamente, su pertenencia al conjunto. La comunidad como conjunto reagrupa y supera, al integrarlas en un todo, a las diversas unidades que la constituyen y que, generalmente, se inscriben bajo el signo del parentesco: familias elementales, extendidas; linajes, clanes, mitades, etc., pero también, por ejemplo, sociedades militares, cofradías ceremoniales, clases de edad, etc. La comunidad es, por lo tanto, mas que la suma de los grupos que reúne, y ese plus la determina como unidad propiamente política. La unidad política de la comunidad encuentra su inscripción espacial inmediata en la unidad de hábitat: la gente que pertenece a la misma comunidad vive junta en el mismo sitio. Según las reglas de residencia postmarital, un individuo puede verse llevado, naturalmente, a dejar su comunidad de origen para unirse a la de su cónyuge, pero la nueva residencia no anula la antigua pertenencia y las sociedades primitivas, por otra parte, inventan numerosos medios de cambiar las reglas de residencia si son consideradas muy penosas.

La comunidad primitiva es, por lo tanto, el grupo local. Esta determinación trasciende la variedad económica de los modos de producción, ya que es indiferente al carácter móvil o fijo del hábitat. Un grupo local puede estar constituido por cazadores n nr»r aarimlmrp*; Rpdentarín*?* la banda errante Iris cazadores-recolectores posee, tanto como el poblado estable de agricultores, las propiedades sociológicas de la comunidad primitiva. Esta última, en tanto unidad política, no sólo se inscribe en el espacio homogéneo de su hábitat, sino que extiende su control, su codificación, su derecho, sobre un territorio. Es evidente en el caso de los cazadores y verificable también en el de los agricultores, que siempre mantienen, más allá de sus plantaciones, un espacio salvaje donde pueden cazar y recoger plantas útiles. La única diferencia consiste en que la extensión del territorio de una banda de cazadores será, seguramente, mayor que la de un poblado de agricultores. La localidad del grupo local es su territorio, como reserva natural de recursos alimenticios, ciertamente, pero también y sobre todo como espacio exclusivo de ejercicio de los derechos comunitarios. La exclusividad en la utilización del territorio implica un movimiento de exclusión, y aquí aparece con claridad la dimensión propiamente política de la sociedad primitiva en tanto comunidad que incluye su relación esencial con el territorio: la existencia del Otro está planteada, desde el inicio, en el acto que lo excluye; cada sociedad afirma su derecho exclusivo sobre un territorio determinado contra las otras comunidades, la relación política con los grupos vecinos es un dato inmediato. Relación ésta que se instituye en el orden político y no en el económico, recordémoslo: por las características del modo de producción doméstico, ningún grupo local tiene, en principio, ninguna necesidad de entrar en el territorio de sus vecinos para aprovisionarse.

El dominio de un territorio permite a la comunidad realizar su ideal autárquico, garantizándole la autosuficiencia de recursos: no depende de nadie, es, por lo tanto, independiente. De esto debería seguirse que si las cosas son iguales para todos los grupos locales no hay razón para la violencia: no podría surgir más que en los raros casos de violación del territorio, debería ser solamente defensiva, por lo tanto, no producirse jamás si cada grupo se mantuviera en su territorio, del que no tiene ninguna necesidad de salir. Ahora bien, sabemos que la guerra es general y muy frecuentemente ofensiva; es decir, que la defensa territorial no es la causa de la guerra, que no hemos esclarecido la relación entre guerra y sociedad.

¿Qué ocurre con el ser de la sociedad primitiva que se realiza, idéntico, en la serie infinita de comunidades, bandas, poblados o grupos locales? La respuesta está presente en toda la literatura etnográfica desde que Occidente empieza a interesarse por el mundo de los Salvajes. El ser de la sociedad primitiva ha sido siempre considerado el lugar de la diferencia absoluta con relación al ser de la sociedad occidental, como espacio extraño e impensable ce la ausencia —ausencia de todo lo que constituye el universo socio-cultural de los observadores: mundo sin jerarquía, gentes que no obedecen a nadie, sociedad indiferente a la posesión de la riqueza, jefes que no mandan, culturas sin moral porque ignoran el pecado, sociedades sin clases, sociedades sin Estado, etc. En pocas palabras, lo que claman sin llegar a decirlo los escritos de viajeros antiguos o estudiosos modernos es que la sociedad primitiva e?. en su ser, indivisa.

Ella ignora —porque impide su aparición— la diferencia entre ricos y pobres, la oposición entre explotadores y explotados, la dominación del jefe sobre la sociedad. El Modo de Producción Doméstico que asegura la autarquía económica de la comunidad como tal, permite también la autonomía de los grupos de parentesco que componen el conjunto social, e incluso la independencia de los individuos. Fuera de la sexual, en la sociedad primitiva no hay ninguna división del trabajo: cada individuo es, de alguna manera, polivalente; todos los hombres saben hacer aquello que lor hombres deben saber hacer y todas las mujeres saben cumplir las tareas que debe llevar a cabo una mujer. Ningún individuo presenta una inferioridad en el orden del saber o del saber-hacer respecto de otro, más dotado o mejor provisto: los parientes de la «víctima» descorazonarían rápidamente la vocación del aprendiz de explotador. A su antojo, los etnólogos han consignado la indiferencia de los Salvajes frente a sus bienes y posesiones, que vuelven a fabricar fácilmente cuando han sido utilizadas o se han roto, la ausencia total, entre ellos, de un deseo de acumulación. En efecto, ¿por qué habría de aparecer tal deseo? La actividad productiva está medida exactamente por la satisfacción de las necesidades y no va más allá. La producción de excedentes es perfectamente posible en la economía primitiva, pero también completamente inútil: ¿qué se haría con ellos? Por otra parte, la actividad de acumulación (producir un excedente inútil) sería, en este tipo de sociedad, una empresa estrictamente individual: el «empresario» no podría contar más que con sus propias fuerzas ya que la explotación de otro sería, sociológicamente, imposible. Imaginemos, de todas maneras, que a pesar de la soledad de su esfuerzo, el empresario salvaje logra constituir, con el sudor de su frente, un stock de recursos con el que, recordémoslo, no sabe qué hacer porque se trata de un excedente, es decir, una cantidad de bienes innecesarios en tanto no proceden de la satisfacción de necesidades. ¿Qué ocurrirá? Simplemente, la comunidad lo ayudará a consumir sus recursos gratuitos: el hombre convertido en «rico» por su sólo esfuerzo verá desaparecer su riqueza, en un abrir y cerrar de ojos, entre las manos o los estómagos de sus vecinos. La realización del deseo de acumulación se reduciría así a un puro fenómeno de auto-explotación del individuo a la vez que de explotación del rico por la comunidad. Los Salvajes son demasiado sabios como para abandonarse a esa locura; la sociedad primitiva funciona de manera tal que la desigualdad, la explotación, la división, son imposibles en ella.

En su plano efectivo de existencia —el grupo local— la sociedad primitiva presenta dos propiedades sociológicas esenciales, por cuanto hacen a su propio ser, ese ser social que determina la razón de existencia y el principio de inteligibilidad de la guerra. La comunidad primitiva es a la vez totalidad y unidad. Totalidad en cuanto es un conjunto acabado, autónomo, completo, celoso de su autonomía, sociedad en el pleno sentido del término. Unidad en tanto su ser homogéneo persevera en el rechazo de la división social, en la exclusión de la desigualdad, en la prohibición de la alienación. La sociedad primitiva es totalidad una en cuanto el principio de su unidad no le es exterior: no permite que ninguna figura de lo Uno se separe del cuerpo social para representarla, para encarnarla como unidad. Por esto el criterio de indivisión es fundamentalmente político: si el jefe salvaje carece de poder es porque la sociedad no acepta que el poder se separe de su ser, que se establezca una división entre el que manda y los que obedecen. Y es también por ello que, en la sociedad primitiva, el jefe es el encargado de hablar en mombre de la sociedad. Efectivamente, en su discurso el jefe jamás expresa la fantasía de su deseo individual o su ley privada, sino tan sólo el deseo sociológico que tiene la sociedad de permanecer indivisa y el texto de una Ley que ninguna persona ha fijado porque no procede de la decisión humana. El legislador es también el fundador de la sociedad, son los Ancestros míticos, los héroes culturales, los dioses. El jefe es el portavoz de esta Ley y la sustancia de su discurso es siempre la referencia a la Ley ancestral que nadie puede transgredir porque es el ser mismo de la sociedad. Violar la Ley sería alterar, cambiar, el cuerpo social, introducir en éste la innovación y el cambio que éste rechaza.

La sociedad primitiva es una comunidad que asegura el dominio de su territorio bajo el signo de la Ley, garantía de su indivisión. La dimensión territorial incluye desde el comienzo el vínculo político, en tanto es exclusión del Otro. Es justamente este Otro, considerado como un espejo —los grupos vecinos—, el que devuelve a la comunidad la imagen de su unidad y de su totalidad. Frente a las comunidades o bandas vecinas una determinada banda o comunidad se plantea y se piensa como diferencia absoluta, libertad irreductible, voluntad de mantener su ser como totalidad una. He aquí, entonces, como aparece concretamente la sociedad primitiva: una multiplicidad de comunidades separadas que velan por la integridad de su territorio, una serie de neo-mónadas que afirman su diferencia frente a las otras. Cada comunidad, en tanto es indivisa, puede pensarse como un Nosotros. Este Nosotros, a su vez, se piensa como totalidad en la relación que sostiene con los Nosotros equivalentes, constituidos por los otros poblados, tribus, bandas, etc. La comunidad primitiva puede plantearse como totalidad porque se constituye en unidad: es un todo finito porque es un Nosotros indiviso.

Pongámonos de acuerdo: en este nivel de análisis, la estructura general de la organización primitiva puede pensarse estáticamente, en la inercia total, en la ausencia de movimiento. En efecto, el sistema global parece poder funcionar sólo con vistas a su propia repetición, volviendo imposible toda emergencia de oposición o de conflicto. Ahora bien, la realidad etnográfica nos muestra lo contrario: lejos de ser inerte, el sistema está en perpetuo movimiento, no es estático sino dinámico, y la mónada primitiva no se cierra sobre sí misma sino que, por el contrario, se abre hada los otros con la extremada intensidad de la violencia guerrera. ¿Cómo pensar, entonces, el sistema y la guerra a la vez? ¿La guerra sería un simple despiste que traduciría el fracaso ocasional del sistema o es que el sistema no podría funcionar sin la guerra? ¿No será la guerra una condidón de posibilidad del ser social primitivo? ¿No será la guerra la condición de vida de la sociedad primitiva y no su amenaza de muerte?

Hay un primer punto daro: la posibilidad de la guerra está inscrita en el ser de la sociedad primitiva. En efecto, la voluntad de cada comunidad de afirmar su diferencia es lo bastante tensa como para que el menor inddente transforme rápidamente la diferencia deseada en diferencia real. La violación de un territorio o la supuesta agresión de un chamán vecino son suficientes para desencadenar la guerra. En consecuencia, el equilibrio es frágil: la posibilidad de la violencia y del conflicto armado está siempre presente. Pero, ¿podríamos imaginar que esta posibilidad nunca se convierta en realidad y que, en lugar de la guerra de todos contra todos, como piensa Hobbes, tengamos, por el contrario, el intercambio de todos con todos, como está implícito en el punto de vista de Levi-Strauss?

Centrémonos en la hipótesis de la amistad generalizada. Rápidamente nos damos cuenta de que, por muchas razones, es imposible. En primer lugar, a causa de la dispersión espacial. Las comunidades primitivas mantienen una cierta distancia entre ellas, en sentido propio y figurado: entre cada banda o poblado se extienden sus respectivos territorios, lo que permite a cada grupo permanecer replegado sobre sí mismo. La amistad se lleva mal con el alejamiento. Se mantiene con facilidad con los vecinos cercanos, a los que se puede convidar a fiestas, de quienes se puede aceptar invitaciones y a quienes se puede visitar, pero este tipo de relaciones no se puede establecer con los grupos alejados. Una comunidad primitiva es contraria a alejarse mucho y por bastante tiempo del territorio que conoce porque es el suyo: cuando no están «en casa», los Salvajes sienten, con razón o sin ella (pero la mayor parte de las veces con razón), un vivo sentimiento de desconfianza y miedo. Las relaciones amistosas, de intercambio, por lo tanto, sólo se desarrollan entre grupos próximos. Los grupos alejados están excluidos, en el mejor de los casos, son los Extranjeros.

Pero por otra parte, la hipótesis de la amistad de todos con todos entra en contradicción con el deseo profundo, esencial, de cada comunidad, de mantener y desplegar su ser de totalidad una, o sea, su diferencia irreductible en relación con todos los demás grupos, comprendiendo también a vecinos amigos y aliados. La lógica de la sociedad primitiva, que es una lógica de la diferencia, entraría en contradicción con la lógica del intercambio generalizado, que es una lógica de la identidad, porque es una lógica de la identificación. Es esto lo que, por encima de todo, rechaza la sociedad primitiva: se niega a identificarse con los otros, a perder lo que la constituye como tal, su ser mismo y su diferencia, la capacidad de pensarse como un Nosotros autónomo. En la identificación que entrañaría el intercambio generalizado y la amistad de todos con todos, cada comunidad perdería su individualidad. El intercambio de todos con todos supondría la destrucción de la sociedad primitiva: la identificación es un movimiento hacia la muerte, el ser social primitivo es una afirmación de vida. La lógica de la identidad daría lugar a una especie de discurso igualador, las palabras de la amistad serían: ¡Somos todos semejantes! Unificada la multiplicidad de nosotros parciales en un meta-Nosotros, suprimida la diferencia propia de cada comunidad autónoma, abolida la distinción entre un Nosotros y un Otro, es la propia comunidad primitiva la que desaparecería. No se trata de psicología primitiva sino de lógica sociológica: en la sociedad primitiva hay inmanente una lógica centrífuga de la parcelación, la dispersión, la escisión, de tal manera que cada comunidad necesita, para pensarse como tal (como totalidad una), la figura opuesta del extranjero o del enemigo. La posibilidad de la violencia está inscrita de antemano en el ser social primitivo, la guerra es una estructura de la sociedad primitiva y no el fracaso accidental de un intercambio fallido. La universalidad de la guerra en el mundo de los Salvajes responde a este status estructural de la violencia.

La amistad generalizada y el intercambio de todos con todos es imposible por una norma de funcionamiento estructural. ¿Es preciso, entonces, darle la razón a Hobbes, y deducir de la imposibilidad de la amistad de todos con todos la realidad de la guerra de todos contra todos? Consideremos, ahora, la hipótesis de la hostilidad generalizada. Cada comunidad se encuentra enfrentada con todas las demás, la máquina guerrera funciona al máximo, la sociedad global se compone solamente de enemigos que aspiran a su destrucción recíproca. Ahora bien, toda guerra, como es sabido, termina por determinar un vencedor y un vencido. ¿Cuál sería, en este caso, el efecto principal de la guerra de todos contra todos? Instituiría esa relación política cuya emergencia impide, precisamente, la sociedad primitiva; la guerra de todos contra todos conduciría al establecimiento de la relación de dominación, de la relación de poder que el vencedor podría ejercer por la fuerza sobre el vencido. Se dibujaría entonces una nueva figura de lo social que incluiría la relación de mando-obediencia, la división política de la sociedad en Señores y Súbditos. En otras palabras, sería la muerte de la sociedad primitiva en tanto es y quiere ser cuerpo indiviso. En consecuencia, la guerra generalizada produciría el mismo efecto que la amistad generalizada; la negación del ser social primitivo. En el caso de la amistad de todos con todos, la comunidad perdería, por disolución de su diferencia, su propiedad de totalidad autónoma. En el caso de la guerra de todos contra todos perdería, por irrupción de la división social, su carácter de unidad homogénea: la sociedad primitiva es, en su ser, totalidad una. No puede consentir la paz generalizada que aliene su libertad y no puede abandonarse a la guerra general que anule su igualdad. Entre los Salvajes no es posible ser el amigo de todos ni el enemigo de todos.

Y, sin embargo, la guerra pertenece a la esencia de la sociedad primitiva; es, como el intercambio, una estructura. ¿Quiere decir esto que el ser social primitivo sería una suerte de compuesto de dos elementos heterogéneos —un poco de intercambio, un poco de guerra— y que el ideal primitivo consistiría en mantener el equilibrio entre estos dos componentes en una especie de justo medio entre elementos contrarios, cuando no contradictorios? Aceptar esto significaría persistir en la idea lévi-straussiana de que la guerra y el intercambio se desarrollan en el mismo plano y que uno es siempre el límite y el fracaso del otro. En efecto, dentro de esta perspectiva, el intercambio generalizado elimina la guerra, pero al mismo tiempo a la sociedad primitiva, en tanto la guerra generalizada suprime el intercambio con el mismo resultado. El ser social primitivo tiene necesidad, a la vez, del intercambio y de la guerra para poder conjugar su amor propio autonomista y el rechazo de la división. El status y función de la guerra y del intercambio, que se despliegan en planos distintos, se relacionan con esta doble exigencia.

La imposibilidad de la guerra de todos contra todos realiza, para una comunidad dada, una inmediata clasificación de la gente que la rodea: los Otros son clasificados, ya desde un comienzo en amigos y enemigos. Con los primeros se tratará de sellar alianzas, con los otros se aceptará —o se buscará— el riesgo de la guerra. Nos equivocaríamos si de esta descripción no tuviéramos en cuenta más que este aspecto banal de una situación totalmente común en la sociedad primitiva. En efecto, ahora es necesario plantearse la cuestión de la alianza*, ¿por qué necesita aliados una comunidad primitiva? La respuesta es evidente: porque tiene enemigos. Sería preciso que estuviera muy segura de su fuerza, convencida de una victoria reiterada sobre sus adversarios, para desentenderse del apoyo militar, o de la neutralidad, de los aliados. En la práctica, jamás se da el caso: nunca una comunidad se lanza a la aventura guerrera sin haber protegido antes sus espaldas por medio de empresas diplomáticas —fiestas, invitaciones-— al término de las cuales se sellan las alianzas, que se supone durables pero que hay que reactivar constantemente, ya que la traición siempre es posible y, frecuentemente, real. Aquí aparece un rasgo descrito por los viajeros o etnógrafos como la inconstancia o el gusto por la traición de los Salvajes. Pero, una vez más, no se trata de psicología primitiva: la inconstancia significa, simplemente, que la alianza no es un contrato, que su ruptura jamás es percibida por los Salvajes como un escándalo, y que, por último, una comunidad dada no .tiene siempre los mismos aliados ni los mismos enemigos. Los términos ligados por la alianza o la guerra pueden permutarse, y el grupo B, aliado del grupo A contra el grupo C, puede perfectamente, a causa de acontecimientos fortuitos, volverse contra A dejando de lado a C. La experiencia «de campo» ofrece sin cesar el espectáculo de tales cambios, cuyos responsables siempre pueden dar razones. Lo que hay que tener en cuenta es la permanencia del dispositivo de conjunto —división de los Otros en aliados y enemigos— y no el lugar coyuntural y variable ocupado por las comunidades implicadas en este dispositivo.

Pero esta desconfianza recíproca, y fundada, que sienten los grupos aliados, indica claramente que la alianza frecuentemente se establece a disgusto, que no es deseada como objetivo sino como medio: el medio de lograr, con los menores riesgos y gastos, el objetivo que es la acción guerrera. Lo mismo puede decirse cuando el grupo se resigna a la alianza porque sería demasiado peligroso emprender las operaciones militares en soledad; y si pudiera, prescindiría de aliados que nunca son completamente seguros. De esto resulta una propiedad esencial de la vida internacional en la sociedad primitiva: la guerra está antes que la alianza, es la guerra como institución la que determina la alianza como táctica. La estrategia es rigurosamente la misma para todas las comunidades: perseverar en su ser autónomo, conservarse como son, un Nosotros indiviso.

Ya hemos indicado que, por la voluntad de independencia política y el dominio exclusivo de su territorio manifestado por cada comunidad, la posibilidad de la guerra está inmediatamente inscrito en el funcionamiento de estas sociedades: la sociedad primitiva es el lugar del estado de guerra permanente. Vemos ahora que la búsqueda de alianzas depende de la guerra efectiva, que hay una prioridad sociológica de la guerra sobre la alianza. Aquí se anuda la verdadera relación entre el intercambio y la guerra. En efecto, ¿dónde se establecen las relaciones de intercambio?, ¿qué unidades socio-políticas reúne el principio de reciprocidad? Precisamente a los grupos implicados en las redes de alianza, los socios del intercambio son los aliados, la esfera del intercambio recubre exactamente la de la alianza. Esto no significa, claro está, que de no haber alianza no habría intercambio: éste se encontraría circunscrito al espacio de la comunidad en el seno de la cual no deja de operar nunca, sería estrictamente intra-comunitario.

Por lo tanto, se intercambia con los aliados, hay intercambio porque hay alianza. No se trata de intercambio de buenas intenciones solamente, el ciclo de fiestas a las que se convida, sino también de intercambio de regalos (sin verdadera significación económica, repitámoslo), y sobre todo, de intercambio de mujeres. Como dice Lévi-Strauss, «...el intercambio de prometidos no es más que el término de un proceso ininterrumpido de dones recíprocos...» (pág. 79). En pocas palabras, la realidad de la alianza fundamenta la posibilidad de un intercambio completo, que se refiere no solamente a los bienes y servicios sino también a las relaciones matrimoniales. ¿Qué es el intercambio de mujeres? Al nivel de la sociedad humana como tal asegura su humanidad, su no-animalidad, significa que la sociedad humana no pertenece al orden de la naturaleza sino al de la cultura: la sociedad humana se desarrolla en el universo de la regla y no en el de la necesidad, en el mundo de la institución y no en el del instinto. El intercambio exogámico de mujeres fundamenta la sociedad como tal mediante la prohibición del incesto. Pero, precisamente, aquí se trata del intercambio en tanto instituye la sociedad humana como sociedad no-animal y no del intercambio que se realiza en el marco de una red de alianzas entre comunidades diferentes y que se desarrolla en otro nivel. En el marco de la alianza, el intercambio de mujeres reviste una evidente importancia política, el establecimiento de relaciones matrimoniales entre grupos diferentes es un medio de sellar y reforzar la alianza política con miras a enfrentar en las mejores condiciones a los inevitables enemigos. De aliados que también son parientes puede esperarse mayor constancia en la solidaridad guerrera, aunque los lazos de parentesco no sean una garantía definitiva de fidelidad a la alianza. Según Lévi-Strauss, el intercambio de mujeres es el último término del «proceso ininterrumpido de dones recíprocos». En realidad, cuando dos grupos entran en relación, no buscan intercambiar mujeres: lo que quieren es la alianza político-militar y el mejor medio de lograrla es intercambiar mujeres. Es sin duda por esto que si el campo del intercambio matrimonial puede ser mucho más restringido que el de la alianza política, no puede, en todo caso, desbordarlo: la alianza permite el intercambio y lo interrumpe, er su límite, el intercambio no va más allá de la alianza.

Lévi-Strauss confunde el medio y el fin. Confusión obligada por su misma concepción del intercambio, que sitúa en el mismo plano el intercambio como acto fundador de la sociedad humana (prohibición del incesto, exogamia) y el intercambio como consecuencia y medio de la alianza política (los mejores aliados, o los menos malos, son los parientes). Al fin de cuentas, el punto de vista que sostiene la teoría lévi-straussiana del intercambio es que la sociedad primitiva desea el intercambio, que es una sodedad-para-el-intercambio, que cuanto más intercambio haya mejor funcionará todo. Ahora bien, hemos visto que, tanto en el plano de la economía (ideal autárquico) como en el plano de lo político (voluntad de independencia), la sociedad primitiva desarrolla constantemente una estrategia destinada a reducir en todo lo posible la necesidad del intercambio: no es en absoluto la sociedad para el intercambio, sino más bien la sociedad contra el intercambio. Y esto aparece con toda nitidez precisamente en el punto de unión entre intercambio de mujeres y violencia. Se sabe que uno de los objetivos de la guerra declarados con mayor insistencia por todas las sociedades primitivas es la captura de mujeres: se ataca a los enemigos para apoderarse de sus mujeres. Poco importa aquí que la razón invocada sea una causa real o un simple pretexto a las hostilidades. En este caso, la guerra pone en evidencia el profundo rechazo de la sociedad primitiva al juego del intercambio: en efecto, en el intercambio de mujeres un grupo gana mujeres, pero pierde otro tanto, mientras que en la guerra por las mujeres el grupo victorioso gana mujeres sin perder ninguna. El riesgo es considerable (heridas, muerte), pero el beneficio es total, las mujeres son gratuitas. El interés dictaría, entonces, una preferencia de la guerra sobre el intercambio, pero esa sería una situación de guerra de todos contra todos, cuyo imposibilidad ya hemos visto. La guerra pasa por la alianza, la alianza funda el intercambio. Hay intercambio de mujeres porque no se puede hacer otra cosa: como hay enemigos es necesario procurarse aliados e intentar convertirlos en cuñados. A la inversa, cuando por una razón u otra (desequilibrio de la sex-ratio en favor de los hombres, extensión de la poli-ginia, etc.) el grupo desea procurarse esposas suplementarias, intentará obtenerlas por la violencia, por la guerra y no por un intercambio en el que no ganaría nada.

Resumamos. El discurso del intercambio sobre la sociedad primitiva, al querer rebatirla íntegramente sobre el intercambio, se equivoca en dos puntos distintos, pero lógicamente relacionados. Ignora de principio —o se niega a reconocer— que las sociedades primitivas, lejos de buscar siempre extender el campo del intercambio, tienden, por el contrario, a reducir su envergadura constantemente. En consecuencia, subestima la importancia real de la violencia, ya que la prioridad y exclusividad acordados al intercambio conducen, de hecho, a anular la guerra. Equivocarse acerca de la guerra, decíamos, es equivocarse acerca de la sociedad. Al creer que el ser social primitivo es ser-para-el-intercambio, Lévi-Strauss se ve inducido a decir que la sociedad primitiva es sociedad-contra-la-guerra: la guerra es el intercambio fallido. Su discurso es muy coherente, pero falso. Este discurso no tiene una contradicción interna, sino que está todo él en contradicción con la realidad sociológica, legible etnográficamente, de la sociedad primitiva. No es el intercambio el prioritario sino la guerra, inscrita en el modo de funcionamiento de la sociedad primitiva. La guerra implica la alianza, la alianza supone el intercambio (entendido no como diferencia del hombre respecto del animal, como pasaje de la naturaleza a la cultura, sino como despliegue de la sociabilidad de la sociedad primitiva, como libre juego de su ser político). El intercambio puede comprenderse a través de la guerra, y no a la inversa. La guerra no es un fracaso accidental del intercambio, sino el intercambio un efecto táctico de la guerra. No es, como piensa Lévi-Strauss, que el hecho del intercambio determine el no-ser de la guerra es el hecho de la guerra el que determina el ser del intercambio. El problema constante de la sociedad primitiva no es con quién intercambiar sino cómo mantener la independencia. El punto de vista de los Salvajes acerca del intercambio es simple: es un mal necesario, puesto que hacen falta aliados, que éstos sean cuñados.

Hobbes creía, equivocadamente, que el mundo primitivo no era un mundo social porque la guerra impedía el intercambio, entendido no solamente como intercambio de bienes y servicios sino sobre todo como intercambio de mujeres, como respeto de la regla exogámica en la prohibición del incesto. En efecto, ¿no dice acaso que los Salvajes americanos viven de manera «casi animal» y que la ausencia de organización social se transparenta en su sumisión a la «concuspiscencia natural» (que no hay entre ellos el universo de la regla)? Pero el error de Hobbes no da la razón a Lévi-Strauss. Para este último, la sociedad primitiva es el mundo del intercambio, pero al precio de una confusión entre el intercambio fundador de la sociedad humana en general, y el intercambio como modo de relación entre grupos diferentes. Así, no puede escapar a la eliminación de la guerra en tanto ella es la negación del intercambio: si hay guerra no hay intercambio, y si no hay intercambio no hay más sociedad. Ciertamente, el intercambio es inmanente a lo social humano. Hay sociedad humana porque hay intercambio de mujeres, porque hay prohibición del incesto. Pero este tipo de intercambio no tiene nada que ver con la actividad propiamente socio-política que es la guerra, y esta última no cuestiona, claro está, el intercambio como respeto a la prohibición del incesto. La guerra problematiza el intercambio como conjunto de relaciones socio-políticas entre comunidades diferentes, pero lo hace precisamente para fundamentarlo, para instituirlo por la mediación de la alianza. Al confundir estos dos planos del intercambio, Lévi-Strauss inscribe la guerra en ese nivel en el que no tiene nada que hacer, del que debe desaparecer: para este autor, la puesta en juego del principio de reciprocidad se traduce en la búsqueda de la alianza, ésta permite el intercambio de mujeres y el intercambio conduce a la negación de la guerra. Esta descripción del hecho social primitivo sería satisfactoria a condición de que la guerra no existiera, pero sabemos de su existencia, y aún más, de su universalidad. La realidad etnográfica sostiene el discurso contrario: el estado de guerra entre los grupos vuelve necesaria la búsqueda de la alianza, la cual provoca el intercambio de mujeres. El exitoso análisis de sistemas de parentesco o de sistemas mitológicos puede así coexistir con un discurso fallido sobre la sociedad.

El examen de los hechos etnográficos demuestra la dimensión propiamente política de la actividad guerrera. No se relaciona ni con la especificidad zoológica de la humanidad, ni con la competencia vital de las comunidades, ni, por último, con un movimiento constante del intercambio hacia la supresión de la violencia. La guerra se articula a la sociedad primitiva en tanto tal (también ella es universal), es un modo de funcionamiento. Es la propia naturaleza de esta sociedad la que determina la existencia y el sentido de la guerra, que se presenta de antemano como posibilidad del ser social primitivo en razón del extremo particularismo de cada grupo. Para cada grupo local todos los Otros son Extranjeros: la figura del Extranjero confirma, para cualquier grupo dado, la convicción de su identidad como un Nosotros autónomo. O sea que el estado de guerra es permanente, porque con los extranjeros sólo se mantienen relaciones de hostilidad, se realicen o no en una guerra real. No es la realidad puntual del conflicto armado, del combate, lo esencial, sino la permanencia de su posibilidad, el estado de guerra permanente en tanto mantiene en su diferencia respectiva a todas las comunidades. Lo que es permanente, estructural, es el estado de guerra con los extranjeros que a veces culmina, a intervalos más o menos regulares, más o menos frecuentes según las sociedades, en la batalla efectiva, el enfrentamiento directo. El Extranjero es, entonces, el Enemigo, que a su vez engendra la figura del Aliado. El estado de guerra es permanente, pero los Salvajes no pasan todo su tiempo haciendo la guerra.

La guerra como política exterior de la sociedad primitiva se relaciona con la política interior, con lo que podríamos llamar su conservadurismo intransigente, expresado en la incesante referencia al sistema tradicional de normas, a la Ley ancestral que se debe respetar siempre, que ningún, cambio puede alterar. ¿Qué busca conservar la sociedad primitiva con su conservadurismo? Quiere conservar su propio ser, quiere perseverar en su ser. ¿Y cuál es este ser? Es un ser indiviso, el cuerpo social es homogéneo, la comunidad es un Nosotros. El conservadurismo primitivo busca, por lo tanto, impedir la innovación en la sociedad, quiere que el respeto a la Ley asegure el mantenimiento de la no-división, busca impedir la aparición de la división en la sociedad. Y esto tanto en el plano económico (imposibilidad de acumular riquezas) como en el de las relaciones de poder (el jefe está ahí para no mandar). La política interior de la sociedad primitiva es el conservarse como un Nosotros indiviso, como totalidad una.

Pero, por otra parte, se ve con claridad que la voluntad de perseverar en su ser indiviso anima igualmente a todos los demás Nosotros, a todas las comunidades. Como la posición del Sí misma de cada una de ellas implica la oposición, la hostilidad hacia las otras, el estado de guerra es tan perdurable como la capacidad de las comunidades primitivas de afirmar su autonomía unas con respecto a las otras. Si una de ellas se mostrara incapaz de defenderla será destruida por las demás. La capacidad de poner en juego la relación estructural de hostilidad (disuasión) y la capacidad de resistencia efectiva a las acciones de los otros (repeler un ataque), en síntesis, la capacidad guerrera de cada comunidad, es la condición de su autonomía. Dicho de otro modo, el estado de guerra permanente y la guerra efectiva aparecen periódicamente como el principal medio utilizado por la sociedad primitiva con vistas a impedir el cambio social. La permanencia de la sociedad primitiva pasa por la permanencia del estado de guerra, la aplicación de la política interior (mantener intacto el Nosotros indiviso y autónomo) pasa por la puesta en juego de la política exterior (sellar alianzas para hacer Ja guerra): la guerra está en el corazón mismo del ser social primitivo, es el verdadero motor de la vida social. Para poder pensarse como un Nosotros, es necesario que la comunidad sea, a la vez, indivisa (una) e independiente (totalidad); la indivisión interna y la oposición externa se conjugan, cada una es condición de la otra. Si cesara la guerra cesaría de latir el corazón de la sociedad primitiva. La guerra es su fundamento, la vida misma de su ser. es su objetivo: la sociedad primitiva es sociedad para la guerra, es esencialmente guerrera...26

La dispersión de los grupos locales, el trazo más inmediatamente perceptible de la sociedad primitiva do es, por lo tanto, la causa de la guerra sino su efecto, su fin específico. ¿Cuál es la función de la guerra primitiva? Asegurar la permanencia de la dispersión, del parcelamiento, de la atomización de los grupos. La guerra primitiva es el trabajo de una lógica de lo centrifugo, de una lógica de la separación, que se expresa de tiempo en tiempo en conflicto armado.11 La guerra sirve para mantener a cada comunidad en su independencia política. En tanto haya guerra habrá autonomía: es por esto que no puede, que no debe cesar, que es permanente. La guerra es el modo de existencia privilegiado de la sociedad primitiva en tanto ella se distribuye en unidades socio-políticas iguales, libres e independientes. Si los enemigos no existieran sería necesario inventarlos.

Por lo tanto, la lógica de la sociedad primitiva es una lógica de lo centrífugo, de lo múltiple. Los Salvajes desean la multiplicación de lo múltiple. ¿Cuál es el mayor efecto producido por el desarrollo de la fuerza centrífuga? Opone una barrera infranqueable, el más poderoso obstáculo sociológico, a la fuerza inversa, la fuerza centrípeta, a la lógica de la unificación, de lo Uno. La sociedad primitiva no puede ser sociedad de lo Uno porque es sociedad de lo múltiple: a mayor dispersión, menor unificación. Vemos ahora que la misma lógica rigurosa determina la política interior y la política exterior de la sociedad primitiva. Por una parte, la comunidad desea perseverar en su ser indiviso e impide que una instancia unificadora se separe del cuerpo social —la figura del jefe que manda— para introducir en ella la división social entre el Señor y los Súbditos. Por otra parte, la comunidad quiere perseverar en su ser autónomo, o sea, permanecer bajo el signo de su propia ley. Rechaza, por lo tanto, toda lógica que la conduciría a someterse a una ley exterior, se opone a la exterioridad de la Ley unificadora. Ahora bien, ¿cuál es esta potencia legal que 27

engloba todas las diferencias para suprimirlas, que se sostiene al precio de anular la lógica de lo múltiple para sustituirla por la lógica contraria, la de la unificación? ¿Cuál es el otro nombre de este Uno que rechaza, por esencia, la sociedad primitiva? Es el Estado.

Retornemos el hilo del discurso. ¿Qué es el Estado? Es el signo acabado de la división en la sociedad, en tanto es el órgano del poder político independiente: desde su aparición, la sociedad está dividida entre aquellos que ejercen el poder y aquellos que lo obedecen. La sociedad ya no es un Nosotros indiviso, una totalidad una, sino un cuerpo parcelado, un ser social heterogéneo. La división social, la emergencia del Estado, es la muerte de la sociedad primitiva. Para que la comunidad pueda afirmar su diferencia es necesario que sea indivisa, su voluntad de ser una totalidad exclusiva de todas las otras se apoya en el rechazo de la división social: para pensarse como un Nosotros exclusivo de los Otros es necesario que ese Nosotros sea un cuerpo social homogéneo. El parcela-miento externo y la indivisión interna son las dos caras de una única realidad, los dos aspectos de un mismo funcionamiento sociológico, de la misma lógica social. Para que la comunidad pueda enfrentar eficazmente el mundo de los enemigos es preciso que sea homogénea, que esté unida, que no presente divisiones. Recíprocamente, para existir en la indivisión tiene necesidad de la figura del Enemigo en quien poder leer la imagen unitaria de su ser social. La autonomía socio-política y la indivisión sociológica son cada una condición de la otra, y la lógica centrífuga de la disgregación es un rechazo de la lógica unificadora de lo Uno. Esto significa, concretamente, que las comunidades primitivas jamás pueden alcanzar grandes dimensiones socio-demográficas, pues su tendencia fundamental es a la dispersión y no a la concentración, a la atomización y no a la reunión. Si en una sociedad primitiva observamos la acción de una fuerza centrípeta, la tendencia visible al reagrupa-miento mediante la constitución de macro-unidades sociales, estamos frente a una sociedad que está en camino de perder la lógica primitiva de lo centrífugo, nos encontramos frente a una sociedad que pierde las propiedades de totalidad y unidad, que está en camino de dejar de ser primitiva.28

Rechazo de la unificación, rechazo de lo Uno separado, sociedad contra el Estado. Cada comunidad primitiva quiere permanecer bajo el signo de su propia Ley (auto-nomía, independencia política) que excluye el cambio social (la sociedad seguirá siendo lo que es: ser indiviso). El rechazo al Estado es el rechazo a la exo-nomía, a la Ley exterior, simplemente el rechazo a la sumisión, inscrito en la estructura misma de la sociedad primitiva. Sólo los tontos pueden creer que para rechazar la alienación hay que primero haberla experimentado: el rechazo de la alienación (económica o política) pertenece al ser mismo de esta sociedad, expresa su conservadurismo, su voluntad deliberada de permanecer como un Nosotros indiviso. Deliberada, efectivamente, y no solamente el producto del funcionamiento de una máquina social, porque los Salvajes saben muy bien que toda alteración de su vida social (toda innovación social) sólo puede traducirse en la pérdida de la libertad.

¿Qué es la sociedad primitiva? Es una multiplicidad de comunidades indivisas que obedecen a una misma lógica de lo centrífugo. ¿Cuál es la institución que expresa y garantiza a la vez la permanencia de esta lógica? Es la guerra, como verdad de las relaciones entre las comunidades, como principal medio sociológico de promover la fuerza centrífuga de dispersión contra la fuerza centrípeta de unificación. La máquina de guerra es el motor de la máquina social, el ser social primitivo se funda íntegramente en la guerra, la sociedad primitiva no puede subsistir sin ella. Cuanto mayor es la envergadura de la guerra, menor es la unificación, y el mejor enemigo del Estado es la guerra. La sociedad primitiva es una sociedad contra el Estado en tanto es sociedad-para-la-guerra.

Henos otra vez en el ámbito del pensamiento de Hobbes. Con una lucidez que no tuvo continuadores, el pensador inglés supo desvelar el vínculo profundo, la relación de proximidad, que mantienen la guerra y el Estado. Supo ver que la guerra y el Estado son términos contradictorios, que no pueden existir juntos, que cada uno implica la negación del otro: la guerra impide el Estado, el Estado impide la guerra. El inmenso error, aunque casi inevitable en un hombre de su época, fue haber creído que la sociedad que persiste en la guerra de todos contra todos no es una sociedad; que el mundo de los Salvajes no es un mundo social; que, por consiguiente, la institución de la sociedad pasa por el final de la guerra, por la aparición del Estado, máquina anti-guerrera por excelencia. Hobbes, incapaz de pensar el mundo primitivo como un mundo no-natural, ha sido el primero, sin embargo, en comprender que no se puede pensar la guerra sin el Estado, que se debe pensarlos lina                ^vrliicizAn Para XI />1 vfnrniln ci'W'íal cr» incfrítiivia entre los hombres gracias a ese «poder común que mantiene a todos a raya»: el Estado está contra la guerra. ¿Qué nos dice, en contra-partida, la sociedad primitiva como espacio sociológico de la guerra permanente? Repite, pero invirtiéndolo, el discurso de Hobbes, proclama que la máquina de dispersión funciona contra la máquina de unificación, nos dice que la guerra está contra el Estado.29

0 comentarios:

Publicar un comentario

Tus comentarios alimentan el blog