9 de marzo de 2022

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INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA por Pierre Castres (Cap 1)


INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA

por Pierre Castres

Título del original francés: Recherches d’anthropologie politique © Éditions du Seuil, París, 1980

1.* edición en Barcelona, mayo de 1981
© by GEDISA


Capítulo 1.  El último círculo

Adiós viajes, Adiós Salvajes...

C. Lévi-Strauss

«¡Escucha! ¡Es el rápido!»

La selva aún no permite divisar el río, pero el rumor de las aguas que golpean los peñascos se deja oír claramente. Quince o veinte minutos de marcha y alcanzaremos la piragua. No es demasiado temprano. Un poco más y terminaría mis brincos como el otro, a ras de la tierra, la nariz sobre el barro, arrastrándome sobre el humus que el sol no seca jamás. Aunque, de todas maneras, hacer el Molloy en la Amazonia no es poca cosa.

Hace cerca de dos meses que recorro junto a Jacques Lizot el extremo sur de Venezuela, territorio de los indios Yanomami, donde se los conoce con el nombre de Waika. Su país es la última región inexplorada («inexplotada») de América del Sur. Cul-de-sac del territorio venezolano y del brasileño, esta parte de la Amazonia opone, hasta el presente, una serie de obstáculos naturales a su penetración: selva ininterrumpida, ríos que dejan de ser navegables cuando uno se aproxima a sus fuentes, aislamiento, enfermedades, paludismo. Todo esto es poco atrayente para los colonizadores, pero muy favorable para los Yanomami que son la última sociedad primitiva libre en América del Sur y sin duda también en el mundo. Políticos, empresarios y financistas dejan, como los Conquistadores de hace cuatro siglos, volar la imaginación y creen adivinar en este Sur desconocido un nuevo y fabuloso El Dorado en el que se encontrará de todo: petróleo, diamantes, minerales raros, etc. Mientras tanto los Yanomami siguen siendo los dueños absolutos de su territorio. Actualmente muchos de ellos no han visto jamás a los Blancos, como se decía antes, y hace apenas veinte años casi todos ignoraban la existencia de los Nabe. Un regalo increíble para un etnólogo. Lizot estudia a estos indios, ha pasado entre ellos dos años agitados, habla muy bien su lengua e inicia ahora una nueva estancia. Yo lo acompañaré durante algunos meses.

Pasamos la primera quincena de diciembre haciendo nuestras compras en Caracas: un motor para la piragua, un fusil, comida, objetos para intercambiar con los indígenas, como machetes, hachas, -kilómetros de hilo de pesca de nylon, millares de anzuelos de todas las medidas, cajones de cerillas, decenas de bobinas de hilo de coser (utilizado para atar las plumas a la flecha), bella tela roja para que los hombres confeccionen sus taparrabos. De París trajimos una docena de kilos de finas perlas negras, blancas, rojas y azules. Como yo me sorprendiera de las cantidades, Lizot comenta brevemente: «Ya verás. Todo esto desaparecerá más rápido de lo que puedes imaginarte.» Efectivamente, los Yanomami son grandes consumidores y es necesario cumplir este requisito si se quiere ser no ya bien recibido sino simplemente ser recibido.

Un pequeño bimotor del ejército nos conduce. El piloto, a causa del peso, no quiere llevar toda nuestra carga; dejamos entonces la comida: dependeremos de los indios. Cuatro horas más tarde, después de haber sobrevolado la región de las sabanas y el comienzo de la gran selva amazónica, aterrizamos mil doscientos kilómetros al sur, en la pista de la misión salesiana establecida desde hace diez años en la confluencia del Ocamo y el Orinoco. Nos detenemos un momento, el tiempo justo para saludar al misionero, un italiano gordo, jovial y simpático que luce una barba de profeta; cargamos la piragua en la que ya hemos colocado el motor y partimos. Cuatro horas de piragua río arriba.

¿Hay que felicitar al Orinoco? Se lo merece. Incluso cerca de su nacimiento no es joven sino que parece un viejo río sin impaciencias, que distribuye su fuerza de meandro en meandro. A miles de kilómetros de su delta todavía es muy ancho. Si no fuera por el ruido del motor y el crepitar del agua bajo la quilla nos creeríamos inmóviles. No hay paisaje, todo es similar, cada lugar del espacio es idéntico al siguiente: el agua, el cielo y, sobre las dos orillas, las líneas infinitas de una selva planetaria... No tardaremos en ver todo esto desde el interior. Grandes pájaros blancos levantan vuelo de los árboles y revolotean estúpidamente delante de nosotros; finalmente comprenden que es necesario virar de borda y pasan atrás. De tiempo en tiempo algunas tortugas, un caimán, una gruesa raya venenosa confundida con el banco de arena... Poca cosa. Los animales salen por la noche.

Crepúsculo. De la inmensidad vegetal emergen colinas plantadas como pirámides. Los indios no las suben jamás: allí reside una nube de espíritus hostiles. Pasamos la desembocadura del Mava-ca, afluente de la orilla izquierda. Algunos cientos de metros más. Una figura corre por la alta ribera agitando una antorcha y coge la amarra que le lanzamos: hemos llegado a Mavaca, aldea de los Bichaansiteri. Lizot construyó allí su casa, muy cerca de su chabuno (casa colectiva). Hay cordialidad en el reencuentro entre el etnólogo y los salvajes; los Indios están visiblemente contentos de volver a verlo (él es, en verdad, un Blanco muy generoso). Inmediatamente resuelve una cuestión: yo soy el hermano mayor... En la noche ya se oyen los cantos de los chamanes.

No teníamos remolcador. Al alba del día siguiente, partida para una visita a los Patanawateri. Es bastante lejos: primero media jornada de navegación rio arriba, luego una jomada completa de marcha a velocidad indígena. ¿Para qué esta expedición? La madre de un joven compañero de equipo de Lizot es oriunda de ese grupo, aunque se casó en otro. Desde hace varias semanas se encuentra visitando sus parientes y su hijo quiere verla. (En realidad ese deseo filial encubre otro muy diferente. Ya volveremos sobre esto.) La > cosa se complica un poco porque el grupo del hijo (o del padre) y el grupo natal de la madre son enemigos encarnizados. Por lo tanto, el joven, que tiene edad para ser un buen guerrero, corre : el riesgo de hacerse flechar sin más si se presenta por allí. Pero el \ jefe Patanawateri, tío materno del joven ha hecho saber a los ¡ guerreros: «¡Pobre del que toque al hijo de mi hermana!». Resu- I miendo: que podemos ir.

Hacia allá vamos, y no es un viaje de placer. Toda la zona sur del Orinoco es particularmente cenagosa: fondos inundados en los que uno se hunde hasta el vientre con los pies enredados en las raíces, en un esfuerzo por arrancarse de la succión del barro intentando seguir el ritmo de los demás que se ríen a carcajadas viendo a un Nafre en dificultades. Imaginas lo que sería toda una vida furtiva en el agua (las grandes serpientes venenosas) y siempre avanzar en la misma selva, virgen de cielo y de sol. ¿Es la Amazonia el último paraíso? Depende para quién. Yo la considero más bien infernal y más vale no hablar de ello.

Bivac al anochecer en un campamento provisorio que cae a pico. Colgamos las hamacas, encendemos el fuego y comemos lo que tenemos, sobre todo plátanos cocidos en las cenizas. Cada uno vigila a su vecino para que no saque ninguna ventaja. Nuestro guía, un hombre de edad mediana, tiene un apetito increíble. Con gusto se apoderaría de mi ración, pero tendrá que esperar.

Al día siguiente, hacia el mediodía, baño rápido en un arroyo. Es la etiqueta, ya que el chabuno no está lejos y conviene presentarse limpios. No tardamos en penetrar en los grandes vergeles en los que crecen centenares de plátanos. Nuestros dos jóvenes se pintan el rostro con urucú. Unos pasos más adelante se encuentra la masa del gran tejado circular. Rápidamente nos dirigimos hacia el sector ocupado por las tías maternas de nuestro amigo Hebewe. Una sorpresa: no hay un solo hombre, exceptuando tres o cuatro viejos, cbafruno^jenoxmt que cobija por lo menos a ciento cincuenta personas. Un grupo numeroso de’ ñiños’ juega en la plaza central, uñós^perros esqueléticos ladran débilmente. La madre y las tías de Hebewe, sentadas sobre sus talones, comienzan una larga letanía de recriminaciones contra su hijo y sobrino. La madre no lo encuentra suficientemente solícito: «Hace mucho que te esperaba y tu no venías. ¡Qué desgracia tener un hijo así!». En cuanto a él, tendido en su hamaca, muestra la más absoluta indiferencia. Hecho esto se nos recibe, es decir, nos traen mucho puré de plátanos caliente que es muy bien venido. Por otra parte, durante los tres días que pasamos allí, la madre de Hebewe, una encantadora y fina dama salvaje, nos trajo comida a todas horas, en pequeñas cantidades cada vez: frutos de la selva, pequeños cangrejos y peces de las ciénagas, carne de tapir, etc. Los plátanos verdes cocidos en ceniza lo acompañan todo. Son unas vacaciones; comemos, nos quedamos echados en las hamacas, conversamos, nos echamos pedos. (Los Yanomami son verdaderos artistas en esto a causa de los plátanos, muy adecuados al efecto. En el silencio nocturno parecen disparos de fusil. En cuanto a los nuestros, sus decibelíos apenas se dejan oír...) Hay peores suertes.

En realidad, la apacible lentitud de las cosas tiene mucho que ver con la ausencia de los hombres. Las mujeres son mucho más reservadas y menos insolentes que sus esposos. Todos ellos se han ido a guerrear contra un grupo enemigo, los Hasubueteri. Una guerra Yanomami es un raid por sorpresa: se ataca al alba, cuando la gente todavía duerme, lanzando las ¿lechas sobre los techados. Los heridos, y raramente alguno que otro muerto, lo son por azar, según caen las flechas. Entonces los atacantes huyen a toda carrera, porque los otros pasan inmediatamente al contraataque. De buena gana esperaríamos el regreso de los guerreros que, según Lízot, da lugar a una ceremonia muy impresionante. Pero no podemos quedamos mucho tiempo de visita sin volvernos inoportunos y, además, nuestros compañeros están bastante ansiosos por partir. Ya han hecho lo que querían y no ven por qué prolongar la estancia. El día de nuestra llegada, Hebewe conversó largamente con su madre. Le preguntó por sus parientes para saber quiénes eran sus primos. Pero el muy bribón no buscaba enriquecer su saber genealógico sino conocer aquellos de quienes no era pariente, es decir, saber cuáles eran las jóvenes con las que podía acostarse. En efecto en su propio grupo, los Karohiteri, es pariente de casi todo el mundo, tiene prohibidas todas las mujeres. Por lo tanto, necesita buscarlas afuera y ese es el motivo principal de su viaje. Va a conseguirlo. A la caída de la noche sus propias tías le traen una joven de catorce o quince años. Los dos están en la misma hamaca, a mi lado. A juzgar por el trajín, los movimientos violentos que agitan la hamaca, los murmullos sofocados, la cosa no parece ir muy bien porque la joven no quiere. Luchan un buen rato y la joven consigue escaparse. Nosotros nos burlamos de Hebewe, pero él no ceja, ya que algunos minutos más tarde aparece una niña de doce o trece años de senos incipientes. Ella sí que quiere, y sus juguetees duran toda la noche con una discreción extrema. El ha debido hacerle honor siete u ocho veces. Ella no tiene de qué quejarse.

Unos minutos antes de partir, distribución de los regalos. Todos los que quieren alguna cosa la consiguen, en la medida de nuestras posibilidades, y siempre a cambio de otra cosa: puntas de flechas, carcajs, plumas, adornos para las orejas, etc., o bien en una especie de crédito: «Dame hilo de pescar y cuando vuelvas te daré pescado.» Los Yanomami entre ellos jamás dan algo sin nada a cambio, por lo que conviene hacer lo mismo. Por otra parte, el intercambio de bienes no es solamente una transacción que, en principio, deja satisfechas a ambas partes, es también una obligación: rechazar una oferta de intercambio (cosa casi impensable) será interpretado como un acto de hostilidad, una violencia cuya respuesta última puede ser la guerra.¡ «Yo soy un hombre muy generoso.

¿y tu?», dice la gente cuando llegas a su tierra. «¿Tienes bastantes objetos en tu bolsa? Anda, coge estos plátanos.»

Retomo agotador, cumplido en una jornada. Los muchachos tienen miedo de encontrar a los guerreros mientras regresan y en tal caso no se sabe qué puede ocurrir. Uno de ellos insiste en cargar con la mochila de Lizot: «Camina delante con tu fusil. Si los guerreros nos atacan, tu nos defenderás». Por la tarde llegamos al río sin haber encontrado a nadie. Pero en el trayecto nos indicaron un claro estrecho. Allí, el año pasado, un guerrero, que había sido herido durante un ataque, había muerto cuando intentaba volver. Sus compañeros alzaron la pila funeraria para quemar el cuerpo y llevar las cenizas al chabuno.

Dos días de reposo en casa. Lo necesitábamos. Los Bichaansi-teri constituyen un grupo bastante numeroso repartidos en dos chabuno, uno sobre la orilla derecha del Orinoco, el otro en frente. Entre los primeros se ha instalado una misión salesiana (hay tres en la región, todas a orillas del río) y con los segundos, de nuestro lado, una colonia de protestantes yanquis. No me sorprenden porque los he conocido en otros sitios: fanáticos, embrutecidos, medio analfabetos. Tanto mejor. Es un placer comprobar la amplitud del fracaso evangélico. (Los Salesianos no tienen mucho más éxito, pero los indios los soportan mejor.) El jefe y el chamán del grupo de la orilla derecha se quejan del Americano que predica sin cesar contra el uso de la droga, proclama que los Hekura (espíritus constantemente invocados por los brujos) no existen y que el jefe debería abandonar a dos de sus tres esposas. ¡Amén! «Este buen hombre comienza a molestarnos. Este año vamos a construir el chabuno mucho más lejos, para apartarnos de él.» Nosotros aprobamos calurosamente. Qué tormento debe ser para ese cretino de Arkansas oír todas las tardes a los chamanes embriagados de droga danzar y cantar en el chabuno... Le demuestra la existencia del diablo.

Tumulto, gritos, cabalgata en medio de la siesta. Todo el mundo está en la orilla, los hombres van armados con arcos y mazas, el jefe blande su hacha. ¿Qué ocurre? Un hombre del grupo de enfrente ha venido a llevarse a una mujer casada. Los partidarios del ofendido se apiñan en las piraguas, atraviesan el río y van a reclamar justicia a los otros. Y allí, durante por lo menos una hora, es una explosión de injurias, de vociferaciones histéricas, de acusaciones a los alaridos. Parecería que van a matarse y, sin embargo, el conjunto es más bien divertido. Los viejos de los dos campos,

en particular, son los verdaderos instigadores. Excitan a los hombres a batirse con un coraje y un furor aterradores. El marido engañado permanece inmóvil; apoyado en su maza desafía al otro a un combate singular. Pero el hombre y su amada se han escapado a la selva sin alboroto. En consecuencia no hay duelo. Poco a poco cesan los clamores y todos vuelven a sus cabales. Había mucho de teatro, aunque la sinceridad de los actores no pueda ponerse en i duda. Además, muchos hombres llevan en la parte superior de su ; cráneo rasurado grandes cicatrices como consecuencia de duelos semejantes. En cuanto al cornudo, recuperará a su mujer al cabo, de unos días, cuando, cansada de hacer el amor y ayunar, vuelva' al domicilio conyugal. Entonces recibirá un buen correctivo, de . eso puede estar segura. Los Yanomami no siempre son tiernos/ con sus esposas.                                                   /

Sin alcanzar la potencia del Orinoco, el Ocamo es un gran río. El paisaje es siempre fastidioso, la selva continúa, pero la navegación se hace menos monótona: hay que estar atento a los bancos de arena, a las rocas a flor de agua, a los árboles enormes que barren su curso. Nos dirigimos hacia el Alto Ocamo, territorio de los Shiitari como los llaman los Yanomami del sur. Tres indios nos acompañan, entre ellos Hebewe y el jefe de los Bichaansiteri de la orilla derecha. Al momento de la partida se presenta vestido de pies a cabeza, camisa con faldones que le llegan hasta las pantorrillas, pantalones y, lo más sorprendente de todo, zapatillas de baloncesto. Habitualmente está desnudo, como casi todo el mundo, con el pene atado por el prepucio a un cordelito que lleva anudado alrededor de la cintura. Se explica: «Los Shiitari son grandes brujos. Seguramente dispondrán encantamientos en todos los caminos. Con esto me protejo los pies.» Quiso venir con nosotros porque allí abajo reside su hermano mayor, al que hace por lo menos veinte años que no ve. En cuanto a nosotros, queremos visitar grupos nuevos y comerciar con ellos. Como el viaje se hace íntegramente por agua podemos traer muchos objetos, sin límite de peso, al contrario de cuando caminamos.

La topografía ha cambiado poco a poco. Una cadena de colinas domina la orilla derecha y la selva cede su lugar a una suerte de sabana de vegetación dispersa. Distinguimos claramente una cascada que relumbra bajo los rayos del sol. Para el menú de la noche, un pato que Lizot ha matado durante el día. Yo exijo que sea asado y no hervido como de costumbre. Los indios consienten de mal grado. Esperando que se cocine me aparto un poco. Me alejo unos doscientos metros y desemboco en un campamento provisional. Esta selva, para un Blanco que es consciente de la hostilidad de la naturaleza, es en realidad un hormigueo de vida humana secreta; está recorrida, surcada, habitada de un extremo al otro por los Yanomami. Es raro caminar durante una o dos horas sin encontrar alguna traza de su paso: campamentos de cazadores en expedición, grupos en plan de visita, bandas dedicadas a la recolección de frutos salvajes.

El pato ya está cocinado, y archicocinado. Lo comemos. Está bueno, aun sin sal. Pero hete aquí que diez minutos más tarde nuestros tres compañeros se ponen a gimotear: «¡Estamos enfermos! ¡Qué enfermos estamos! —¿Pero qué tenéis? —¡Nos habéis obligado a comer carne cruda!» Su mala fe es cínica, pero es gracioso ver a esos valientes restregarse la barriga y a punto de echarse a llorar. Disgustados por nuestras bromas deciden que, para curarse, es necesario comer un poco más. Uno se va a pescar, otro (que sabe disparar) coge un fusil e intenta localizar una perdiz salvaje que ha cantado en las proximidades... Se oye un disparo, la perdiz ha sido cazada. En cuanto al pescador, no tarda en volver con dos gruesas pirañas. En estas aguas abundan los peces carnívoros. Si la carne de la perdiz es deliciosa, esos pescados, por el contrario, no valen nada, lo cual no impide a los indios hervir todo al mismo tiempo en la marmita... Pronto lo único que queda del contenido es un montón de huesos y espinas.

Al día siguiente cruzamos cuatro piraguas. Los Yanomami descienden por el río para comerciar con los grupos de río abajo. Los barcos están repletos de droga. Todos los indios (al menos los hombres) son grandes consumidores de ebena, en especial los chamanes, que no sabrían operar sin administrarse (por inhalación) fuertes dosis. Pero el árbol que produce esos granos alucinógenos no crece en cualquier sitio de manera que algunos grupos, como los de la sierra Parima, casi no tienen. Por el contrario, los Shiitari, que ejercen casi un monopolio sobre la producción de droga, apenas si tienen necesidad de cultivar estos árboles que crecen naturalmente en las sabanas de su región. Recolectan mucho y por intercambios sucesivos de grupo en grupo la ebena llega por fin hasta quienes carecen de ella.

Nos detenemos unos instantes para conversar con los indios. Tres de ellos, dos jóvenes y un hombre maduro, cuando se enteran que vamos a visitarlos saltan a nuestra piragua y remontan el río con nosotros. Poco antes del mediodía llegamos a una pequeña cala. Es el rápido de Arataporá. Según nuestros pasajeros el Cha-buno todavía está lejos. Por lo tanto hay que descargar la piragua, cargar el equipaje quinientos metros río arriba y luego botar la piragua en las aguas espumosas. La corriente es fuerte, pero nosotros somos muchos. De todas maneras, el procedimiento requiere cerca de dos horas de esfuerzos. Descansamos un momento a la orilla de la cala. El sitio es bonito, la selva menos espesa deja libre una playa de arena fina de la que emergen gruesas rocas. Decenas de estrías, de más de dos centímetros de profundidad cubren su superficie: son pulidores. Aquí hay todo lo necesario para la fabricación de hachas de piedra pulida: la arena, el agua, la piedra. Pero no son los Yanomami quienes marcan así las rocas, pues no saben trabajar la piedra. Cada tanto encuentran en la selva o en la orilla de un río un hacha pulida, que suponen obra de los espíritus del cielo. La utilizan para aplastar los granos de ebena contra el fondo de una vasija. ¿Quiénes fueron esos pacientes pulidores? No se sabe. En todo caso, antiguos ocupantes del territorio actual de los Yanomami, probablemente desaparecidos desde hace siglos. Sólo subsisten, desparramadas por la región, las huellas de su labor.

Volvemos a cargar la piragua, partimos y quince minutos más tarde ...llegamos: el chabuno está en realidad muy cerca del rápido cuyo fragor todavía se deja oír. Los indios nos han mentido. Lo que querían era presentarse en casa con los Blancos en un barco a motor. Han dejado que nos ajetreemos durante dos horas cuando hubiéramos podido fácilmente terminar a pie. Ahora se hacen los importantes. Los habitantes (una cincuentena) llaman desde la orilla. Entre ellos hay un hombre de barbita, el hermano de nuestro compañero Bichaansiteri. Se reconocen inmediatamente. El mayor está muy excitado, se agita y habla mucho mientras nos conduce a su casa. En cuanto al menor no está menos feliz, pero no lo deja ver como conviene a un visitante. Extendido en su hamaca, una mano cubriendo la boca, una fingida expresión de descontento en el rostro, deja pasar un momento. Seguidamente, toma puré de plátanos y puede distenderse. Así son las reglas del saber vivir. Para celebrar el acontecimiento el hermano mayor organiza una sesión de droga y prepara la ebena. Algunos hombres han corrido bajo su tejadillo y reaparecen más o menos vestidos. Dos jóvenes robustos se han cubierto con largos vestidos: no están al corriente de la diferencia entre vestimenta masculina y femenina. Nuestros compañeros, más acostumbrados al comercio con los blancos, no se molestan en burlarse de estos patanes. (Es una manía imbécil de los misioneros distribuir a los indios unos vestidos que no necesitan para nada, a diferencia de los utensilios metálicos, del hilo de pescar, etc., que les brindan innegables servicios facilitándoles su trabajo. Estos vestidos, convertidos rápidamente en unos trapos mugrientos, no son para sus nuevos propietarios más que puros bienes de prestigio.) La crítica va aún más lejos cuando nos ofrecen la comida: «¡Estas gentes son irnos salvajes! ¡Sirven a sus invitados unos pescados sin limpiar!»

Aplastada, luego secada y mezclada con otra sustancia vegetal, la ebena, polvo fino y verde, está lista para ser consumida: se carga con ella un tubo de caña y luego, con una potente expiración, el que prepara la droga la introduce en los senos frontales del otro por la nariz. Todos los hombres se arrodillan formando un círculo. Estornudan, tosen, lagrimean, escupen, babean: la droga es buena, potente, tal como se deseaba; todo el mundo está contento. Buena puesta en marcha para una sesión chamánica. El hermano visitante, que ocupa en su grupo una posición de jefe, es también chamán de mediana categoría. En el escalón inferior, los pequeños chamanes cuidan de su familia o de los perros. Adquiridos a los Blancos hace poco, estos animales ocupan en la jerarquía de los seres un lugar próximo a los humanos: como la gente, cuando mueren son incinerados. Pero los indios tienen pocos cuidados con ellos: casi no los alimentan. Por fuerza, los perros tienen que ocuparse de la limpieza de desperdicios del chabuno.

Los chamanes considerados grandes sobrepasan a los otros en experiencia, savoir-faire, por el número de cantos que conocen y de espíritus que pueden invocar. Entre los Bichaansiteri hay uno de esta categoría. Oficia casi cotidianamente, aun cuando no haya nadie enfermo (a ello se debe que necesite gran cantidad de droga). Es que hay que proteger sin descanso a la comunidad de todos los males y espíritus destructivos que los chamanes de grupos enemigos movilizan contra ella. Su tarea consiste en enviar al exterior todas las enfermedades que pueden aniquilar a los otros. Según los indicios, un pueblo de fantasmas acecha el mundo de los hombres.

Los cantos, una repetición obsesiva de la misma línea melódica, permiten, sin embargo, cienos efectos de voz: oscilan entre el gregoriano y la música pop. Agradables de oír, concuerdan exactamente con el movimiento lento de la danza, un vaivén con los brazos en cruz o alzados a lo largo de los tejadillos. Pobre del que ponga en duda la seriedad de estos ritos (después de todo, se trata de la vida y de la muerte). Y sin embargo, el chamán se detiene de tiempo en tiempo para decir a su mujer: «¡Lleva cuan-on

to antes unos plátanos a nuestro pariente Untel! ¡Hemos olvidado de dárselos!» O bien, aproximándose a nosotros: «Oye Lizot, necesito con urgencia un poco de hilo de pescar.» Y, a continuación, retoma su oficio.

Remontamos un poco más el Ocamo para una partida de caza nocturna, lo que nos valió un encuentro inesperado. Un pequeño grupo Yanomami acaba de instalarse en la orilla del río, el chabuno todavía no está completamente terminado. Somos sus primeros Blancos, el exotismo está de nuestro lado. Para nosotros no se diferencian en nada de los otros, no hay la menor sorpresa. Todas las tribus poseen ahora instrumentos metálicos, aun aquellas con las que no se establecerá contacto antes de muchos años. De tal manera que entre los grupos de la orilla del Orinoco y los del interior las diferencias son poco marcadas: los primeros aparentan mendicidad (debida a la vestimenta andrajosa) pero no demasiado ya que la vida social y religiosa no ha sido afectada para nada (hasta el presente al menos) por las vanas tentativas de los misioneros. Sintetizando, no hay Yanomami «civilizados» (con todo lo que este estado significa de degradación repugnante) opuestos a Yanomami todavía «salvajes»: todos son igualmente orgullosos y paganos guerreros.

Cuatro jóvenes gesticulan en la orilla. Nos acercamos. Están en la gloria y no lo disimulan. Su excitación delante de los Nabe es tan grande que no pueden expresarse bien, y los chasquidos de la lengua detienen el torrente de palabras mientras grandes palmadas sobre los muslos ritman sus saltitos en el mismo lugar. Es un verdadero placer verlos y oírlos tan jubilosos. Simpáticos Shiitarí. A la vuelta, horas más tarde, les regalamos uno de los tres caimanes que ha matado Lizot.

El día de la partida cambiamos nuestros bienes por droga. No para uso personal sino con vistas a llegarla a las tribus de la Parima que no tienen. Será para nosotros un excelente pasaporte. El jefe está contento, ha realizado buenos negocios con la gente de su hermano que le prometió una visita más tarde. A cambio de todos sus vestidos (que sabe podrá reemplazar fácilmente con los misioneros) obtuvo mucha ebena. En el momento de soltar amarras, incidente: uno de los dos jóvenes que hablados traído con nosotros de río arriba (debía tener trece o catorce años) salta bruscamente dentro de la piragua. Quiere irse con nosotros, conocer el territorio. Una mujer, su madre, se echa al agua para retenerlo. El agarra un pesado zagual e intenta golpearla. Otras mujeres vienen al rescate y consiguen arrancarlo, loco de rabia, de la embarcación. Muerde fuertemente a su madre. La sociedad Yanomami es muy liberal con los jóvenes, les permite hacer casi todo lo que quieren. Es más, se los alienta desde pequeños a mostrarse violentos y agresivos. Los pequeños practican juegos muchas veces brutales, cosa rara entre los indios, y los padres evitan consolarlos cuando acuden a ellos berreando por haber recibido un bastonazo en la cabeza: «¡Madre, me ha golpeado!» «¡Golpéalo tú con más fuerza!» El resultado —buscado— de esta pedagogía es la formación de guerreros.

Sorteamos el rápido fácilmente. Trayecto en sentido contrario por los mismos espacios. No es más divertido. Bivac para pasar la noche. Hace algunas horas que dormimos, cuando se desencadena un chubasco. A toda velocidad descolgamos las hamacas y nos abrigamos, como podemos, bajo las grandes hojas. El chubasco pasa, nos volvemos a acostar, volvemos a dormirnos. Una hora más tarde todo recomienza: lluvia, despertarse en un sobresalto, abrigarse, etc. Sucia noche de Año Nuevo.

De vuelta en Mavaca nos enteramos del resultado del combate que hace dos semanas enfrentó a los Panawateri con los Hasubue-teri. Triste saldo: parece ser que han sido cuatro muertos, entre estos últimos (sobre unos efectivos de cuarenta a cincuenta hombres), tres de ellos por armas de fuego. ¿Qué fue lo que ocurrió? Los primeros se aliaron para esta incursión con otro grupo, los Mahekodoteri. Son gente muy belicosa, en guerra permanente con casi todas las tribus de la región. (De buena gana se lo cargarían a Lizot, que es amigo de sus enemigos.) Cerca de su chabuno está establecida una de las tres misiones salesianas, lo cual habla a las claras del fracaso de los sacerdotes que, en casi quince años, no han podido atemperar ni un ápice el ardor combativo de los indios. Tanto mejor. Esta resistencia está signada por la santidad.

Siempre ocurre que estos feroces Mahekodoteri poseen tres o cuatro fusiles donados por los misioneros bajo la.promesa de utilizarlos solamente para la caza y en ningún caso en la guerra. Pero ¿quién puede convencer a los guerreros de renunciar a una fácil victoria? No son santos. Esta vez han guerreado como los Blancos, pero contra las flechas de otros Yanomami. Era previsible. Los asaltantes —debían ser alrededor de ochenta— dispararon al alba una andanada de flechas sobre el chabuno y después se replegaron a la selva. Pero en lugar de correr hacia su territorio, esperaron a los otros. Cuando un grupo es atacado, los guerreros no pueden dejar de lanzarse a la contraofensiva, so pena de pasar por cobardes. La cosa se sabría .-ápidamente y su chabuno se convertiría en el blanco de los otros grupos (para raptar a las mujeres, robar los bienes y, simplemente, por el placer de guerrear). Los Hasubueteri, por lo tanto, cayeron en la emboscada. Los fusiles, que ellos no esperaban para nada, resonaron y un hombre cayó. Los otros lo acabaron flechándolo. Estupefactos, sus compañeros se retiraron desordenadamente. Se arrojaron al Orinoco para cruzarlo a nado. Y allí murieron tres de ellos, dos por herida de bala y uno por flecha. Uno de los heridos recibió el golpe de gracia después de ser sacado del agua: un arco clavado en el vientre... El odio hacia los enemigos es poderoso. Ahora los Hasubueteri preparan su revancha. Las pasiones se transmiten de padre a hijo.

Conmovidos por estos acontecimientos, los misioneros, fuertemente presionados por Lizot, deciden no proporcionar más munición a los indios durante algunos meses. Sabia decisión, ya que los Mahekodoteri, exaltados por este primer éxito, en adelante utilizarían sus fusiles en cada combate y, seguros de su superioridad, multiplicarían las incursiones y se provocaría una verdadera hecatombe, mientras que con las flechas es casi imposible. (Salvo en el caso, muy raro, en que un grupo invita a otro a una fiesta con la intención deliberada de masacrar a los visitantes en cuanto lleguen. Así fue como hace algunos años los Bichaansiteri respondieron a una invitación de tribus meridionales: treinta de ellos dejaron allí la vida, flechados a traición en el chabuno.

Pasamos las tres primeras semanas de enero circulando apaciblemente entre Mavaca y los grupos ribereños del Manaviche, otro afluente del Orinoco. Sin nada de aliento, teníamos que recuperar fuerzas entre los indios, haciendo unas breves visitas de dos o tres días. Aunque falte el pescado o la carne siempre existe el aprovisionamiento de plátanos (se cultivan más de seis especies). Las estancias entre los Karohiteri, los mejores amigos de Lizot, son muy agradables. Uno allí está relajado, las personas son amables, muy poco pedigüeñas, e incluso son capaces de gentilezas. El chamán me ofrece carne de tapir y me compromete a quedarme con ellos. Esto es diferente de otros grupos en los que apenas llegado uno es inmediatamente asaltado: «Dame esto, ofréceme aquello. No tengo más anzuelos, necesito un machete. ¿Qué hay dentro de tu bolso? ¡Es bonito tu cuchillo!, etc.» Y sin parar. Son infatigables, y si no fuera por la fuerte impresión que les produce Lizot, tratarían simplemente de robarnos todo. Las pocas frases que aprendí y retuve por haberlas pronunciado centenares de veces pueden resumirse así: «No tengo suficiente. No tengo. No tengo más. ¡Espera! ¡Más tarde!, etc.». Fatigantes Yanomami.

No les falta humor y son muy dados a la galantería. Para comenzar evitan por principio, aún entre ellos, decir la verdad. Son unos mentirosos increíbles de suerte que hace falta controlar y verificar pacientemente cada información para convalidarla. Cuando estábamos en la Parima cruzamos un camino. El joven que nos guiaba, al ser interrogado sobre su destino, respondió que no sabía a dónde se dirigía (debía haber recorrido ese camino por lo menos cincuenta veces). «¿Por qué mientes? —No lo sé.» Un día que pregunté el nombre de un pájaro me contestaron con el término que designa el pene, y otra vez con el de tapir. Los jóvenes son particularmente bromistas: «Ven con nosotros al prado. ¡Te daremos por el culo!» En ocasión de nuestro viaje a los Patanawateri, Hebewe llama a un joven de unos doce años: «Si te dejas sodo-mizar, te doy mi fusil». Todo el mundo a su alrededor estalla en carcajadas. Es una broma buenísima. Los jóvenes son implacables con los visitantes de su misma edad. Con cualquier pretexto los llevan a los prados y se las arreglan para desmocharles el pene, suprema humillación. Broma corriente: estás inocentemente som-noliento en tu hamaca cuando de pronto, una detonación te sumerge en una nube nauseabunda. Un indio acaba de echarse un pedo a dos o tres centímetros de tu cara...

La vida en los chabuno es principalmente cotidiana. Como en todas partes, las rupturas del orden habitual —guerras, fiestas, riñas, etc.— no se producen todos los días. Lo más característico de la actividad es la producción del alimento y de los medios de obtenerlo (arcos, flechas, cuerdas, algodón, etc.). No vayamos a creer que los indios están infra-alimentados. Entre la agricultura, esencial, la caza, la pesca —la caza es allí relativamente abundante— y la recolección, los Yanomami se las arreglan muy bien. Sociedad de abundancia, por lo tanto, ya que todas las necesidades de la gente son satisfechas y aún más, puesto que hay una producción de excedente que se consume durante las fiestas. Pero el orden de las necesidades está ascéticamente determinado (en este sentido los misioneros crean en algunos grupos la necesidad artificial de vestimentas inútiles). Por otra parte la fecundidad, el infanticidio y la selección natural aseguran a las tribus un óptimo crecimiento demográfico, tanto en cantidad como en calidad, por así decirlo. El índice más alto de mortalidad alcanza a los niños durante los dos primeros anos de vida: sobreviven los más resistentes. De aquí el aspecto floreciente y vigoroso de casi todo el mundo, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. No son osos hormigueros, pero todos sus cuerpos llevan su desnudez con toda dignidad.

En América del Sur es casi unánime la opinión de que los indios son perezosos. Efectivamente, no son cristianos y no juzgan necesario ganar el pan con el sudor de su frente y, como, en términos generales, de lo que se trata es de apoderarse del de los demás, a quienes se hace transpirar, se comprende que para ellos la alegría y el trabajo sean nociones excluyentes una con respecto a la otra. Dicho esto, señalemos que entre los Yanomami todas las necesidades de la sociedad se cubren con una actividad media (para los adultos) de tres horas de trabajo por persona y día. Lizot midió esto con un rigor cronométrico. Esto no es nuevo, se sabe que es así en la mayor parte de las sociedades primitivas. En todo caso, tengámoslo presente para cuando llegue el momento de exigir la jubilación a los sesenta años. No insistamos.

Es una civilización del ocio, ya que estas gentes pasan veintiuna horas por día sin hacer nada. No se aburren. Siesta, bromas, discusiones, droga, comida, baños, así consiguen matar el tiempo. Y no hablemos del sexo. Decir que no piensan en otra cosa sería exagerado, pero que les importa, eso es indudable. ¡Ya peshi! Se oye seguido: ¡tengo ganas de hacer el amor...! Un día, en Mavaca, un hombre y una mujer luchan en la planta baja de la casa. Se oyen quejas, gritos, protestas, risas. La mujer, que parece saber lo que quiere, pasa una mano por la entrepierna del hombre y le agarra un testítculo. Al menor movimiento de huida, una pequeña presión. Debe ser doloroso, pero ella no lo suelta: «¡Ella quiere copular! ¡Ella desea copular!» Y por lo que vi, finalmente logró su propósito.

Como si las relaciones entre la gente no fueran suficientes para alimentar la vida de la comunidad, los fenómenos naturales se convierten en acontecimientos sociales. Ocurre que, en cierta medida, no hay naturaleza: un desorden climático, por ejemplo, se traduce inmediatamente en términos culturales. Una tarde, entre los Karohi-teri, se desencadena una tormenta precedida de violentos remolinos de viento que amenazan con llevarse los cobertizos. Rápidamente todos los chamanes (seis o siete, los grandes y los pequeños) se ponen en posición, de pie a lo largo de los tejadillos intentan parar la borrasca con grandes gritos y gestos. Lizot y yo somos conminados a dar también brazadas y voces. Porque este viento, estas ráfagas, son en realidad malos espíritus seguramente lanzados por los chamanes de un grupo enemigo.

Gritos agudos, imperativos y quejumbrosos a la vez, crecen frecuentemente por todos los costados en Mavaca. Hay, repartidas alrededor del chabuno, una veintena de mujeres. Cada una está provista de un ramo de hojas y golpea el suelo. Se diría que quieren hacer salir alguna cosa. Es precisamente eso. Un niño está gravemente enfermo y las mujeres buscan su alma que le ha dejado. La llaman para que reintegre el cuerpo y devuelva la salud al pequeño. La encuentran, y colocadas en línea, la ponen delante de sí en dirección al chabuno agitando sus ramos. No les falta gracia y fervor... Cerca de nosotros se encuentra el chamán. Espontáneamente comienza a contar en voz baja el mito que funda y explica este ritual femenino. Lizot anota furiosamente. El hombre pregunta si entre nosotros las mujeres hacen lo mismo: «Sí, pero hace mucho tiempo. Lo hemos olvidado todo.» Nos sentimos pobres.

También he visto los ritos de la muerte. Fue entre los Karochi-teri... Hacia medianochre nos despierta el canto profundo del chamán que intenta curar a alguien. Dura un momento y luego se apaga. Entonces se eleva en la noche un gran lamento, coro trágico de mujeres delante de lo irremediable: un niño acaba de morir. Los padres y los abuelos cantan alrededor del pequeño cadáver, acurrucado en los brazos de la madre. Toda la noche, toda la mañana sin un instante de interrupción. Al día siguiente, las voces quebradas, roncas, son desgarradoras. Las otras mujeres del grupo se relevan para asociarse al duelo, los hombres no dejan las hamacas. Es opresivo. Bajo el sol, siempre cantando, el padre prepara la hoguera. Durante este tiempo, la abuela danza alrededor de su nieto muerto sobre la tela que lo transportará: cinco o seis pasos para adelante, dos o tres para atrás. Todas las mujeres se han reunido bajo el tejadillo mortuorio, los hombres rodean la hoguera, con arcos y flechas en las manos.

Cuando el padre posa el cuerpo en la hoguera, las mujeres estallan en gemidos, todos los hombres lloran, un mismo dolor nos atraviesa. No se puede resistir al contagio. El padre rompe su arco y sus flechas y las arroja al fuego. El humo se desprende y el chamán se precipita para lograr que enfile recto al cielo, ya que encierra los espíritus maléficos. Alrededor de cinco horas más tarde, cuando las cenizas se han enfriado, un pariente cercano recoge minuciosamente en un cesto hasta los menores fragmentos que escaparon a la combustión. Reducidos a polvo y conservados en una calabaza, darán lugar más tarde a una fiesta funeraria. Al alba del día siguiente, todo el mundo ha bajado al río, las mujeres y los niños para purificarse con esmero, los hombres para lavar sus flechas, manchadas por las emanaciones funestas del humo.

Hacia el 20 de enero nos ponemos en camino para una expedición en la Sierra Parima. Al comienzo se trata de remontar el Orinoco durante cerca de dos días. Como pasamos delante del chabtino de los Mahekodoteri algunos indios nos amenazan con gestos y palabras. Lizot se mantiene cuidadosamente en el medio del río porque serían muy capaces de lanzarnos algunas flechas. Fácil pasaje de un primer rápido. Una gran nutria somnolienta sobre una roca se zambulle casi sin quebrar la superficie del agua. Con una gran habilidad manual, cortando las lianas con sus dientes, nuestros compañeros levantan un cobertizo para la noche. Se ve con claridad que si el flujo de instrumentos metálicos se agotara bruscamente, la relación de los indios con su medio no se vería excesivamente afectada: retomarían las técnicas de siempre (reemplazando el metal por el fuego). Lizot mata un grueso capivara, pero lo perdemos porque se lo lleva la corriente. Esperando que un tronco lo retenga lo buscamos en vano durante una hora. Es una verdadera lástima, había fácilmente unos cincuenta kilos de buena carne. En ese lugar encontramos también un pulidor. Al día siguiente nos detiene otro rápido, pero no lo franqueamos porque seguiremos desde allí a pie. Río arriba el Orinoco ya casi no es navegable. Perdiendo sus majestuosas proporciones se transforma poco a poco en un torrente. Estamos muy cerca de sus fuentes, reconocidas no hace mucho tiempo.

Finalizamos la jornada y pasamos la noche en el chabuno de los Shuimiweiteri que domina la alta barrera rocosa. Ritos de bienvenida habituales, damos al jefe la droga, rara aquí, inmediatamente preparada y consumida. «Quedaos con nosotros, insiste, no vayáis a ver a los otros. ¡Son malos!» Estos buenos apóstoles no se preocupan por nosotros, lo que les molesta es que vamos a distribuir regalos entre los otros grupos: querrían beneficiarse con este maná. De todas maneras nos proporcionan un guía. Ocurre con bastante frecuencia que un grupo invite a otro para intercambiar y a último momento considere que ha dado más de lo que ha recibido. Entonces, sin inquietarse, atrapan a los otros que ya se van y bajo amenaza los obligan a restituir los bienes, pero sin devolver los que ellos han obtenido de los otros. La idea de contrato sin duda les provocaría risa. No darían su palabra ni soñando. Que nosotros nos arreglemos.

Durante la noche, las quejas cada vez más fuertes de una joven mujer enferma despiertan a todo el mundo. El diagnóstico es inmediato: un espectro se ha apoderado del animal doble de la mujer, una nutria. Entonces las otras mujeres hacen caminar a la paciente a lo largo y a lo ancho durante un momento, imitando todas los gritos del animal para hacerlo volver. El tratamiento es eficaz, ya que al alba no tiene nada, se levanta sana... Se diría que las sociedades sólo se permiten las enfermedades que pueden curar, el campo de la patología está más o menos dominado. Sin duda es por esto que nuestra propia civilización, preparada por su ciencia y su técnica a descubrir tantos remedios nuevos, está asediada por tantas enfermedades. El resultado de la carrera entre el remedio y la enfermedad es incierto. Tanto peor para nosotros.

La Parima no es verdaderamente una cadena montañosa con valles debajo. Más bien parece un conjunto desordenado de montañas cónicas o piramidales comprimidas unas contra otras, generalmente de más de mil metros de altura y separadas en su base por fondos cenagosos. Los caminos entre los chabuno de la región siguen las crestas: subimos, bajamos, volvemos a subir. Es penoso, pero al fin de cuentas (y si uno goza de buena salud) menos fatigante que chapotear en el agua estancada o resbalar por los troncos podridos que sirven de puentes. Al cabo de cuatro horas llegamos a la aldea de los Ihirubiteri. Apenas nos detenemos (el tiempo justo para dejar la ebena que nos permita ser bienvenidos en el regreso) pese a la insistencia de la gente que quiere retenernos (siempre la cuestión de los regalos que vamos a distribuir entre los otros). Vamos adelante, lejos, y podemos decirlo. Yo lo digo. Al final, felizmente, entrada a la aldea de los Matowateri hacia la tarde.

La llegada tiene sus compensaciones. Valía la pena venir hasta aquí. En cuanto penetramos en el chabuno recibimos una formidable ovación. Reconocen a Lizot. Nos rodean decenas de hombres blandiendo arcos y flechas, que aúllan y danzan a nuestro alrededor: «¡Shori! ¡Shori! ¡Cuñado! ¡Cuñado! Toma estos plátanos, y estos otros. ¡Somos amigos! ¡Nohi! ¡Amigos!». Cuando hay demasiados plátanos en nuestros brazos extendidos, los quitan y reemplazan por otros. Es la alegría. ¡Aleluya! ¡Hei! ¡Hei! Al menos nos dejan descansar un poco. No mucho, no lo suficiente en cuanto a mí, porque ahí soy atrapado, cogido, transportado por una banda de exaltados que gritan todos al unísono unas cosas incomprensibles. ¿A qué se debe?

Primo, se encuentra en el chabuno (por esta razón superpoblado) un grupo visitante que jamás vio a los Blancos. Los hombres, que están al principio un poco intimidados, se ocultan detrás de los otros, sin atreverse demasiado a mirarnos (las mujeres permanecen bajo los tejadillos). Pero rápidamente pierden su reserva, se aprovechan, se acercan, tocan y ya no hay forma de detenerlos. Secundo, yo les intereso mucho más que Lizot. ¿Por qué? No puedo explicarlo sin describirme un poco. Durante las caminatas evidentemente estamos con el torso desnudo, vestidos con un pequeño short y zapatillas. Se percibe nuestra anatomía y por ende el sistema piloso (sin exagerar, el mío es de no creer) que adorna mis pectorales. Y esto fascina a los indios que, en este aspecto, no tienen para mostrar más que Lizot. Yo soy el primer bípedo sin plumas que encuentran. No ocultan su entusiasmo. «A ko'i! ¡Qué peludo es! Wa koi! ¡Eres gracioso de peludo! ¡Un perfecto y grande oso hormiguero! ¡Pero si es un verdadero oso hormiguero! ¿Habéis visto a este peludo?» Ya no se contienen, caen en el delirio y quieren que dé la vuelta completa al chabuno para que las mujeres, apaciblemente extendidas en sus hamacas, tengan el espectáculo a domicilio. ¿Qué hacer? A nadie interesa mi opinión y ahí voy, como una bestia curiosa paseada de tejadillo en tejadillo, en el corazón de un concierto ensordecedor de exclamaciones (véase más arriba). Yo, que entonces no estaba muy dispuesto a pavonearme, me sentía Jesucristo en la Pasión. Porque las mujeres no se contentan con mirar o tocar: tiran, arrancan para ver si eso se sostiene bien y yo a duras penas puedo protegerme el pito. Momentos como estos son inolvidables. Durante el paseo he recogido una buena cantidad de plátanos. Es mejor que nada... Todo el tiempo Lizot, caritativamente, se ha desternillado de risa.

En el curso de nuestra estadía hubo una bella sesión de chamanismo. Nuestra droga era bien recibida. El chamán bailó, cantó mucho y libró un rudo combate con un espíritu maligno al que finalmente consiguió aprisionar en una cesta. Entonces lo mató a hachazos y luego, completamente agotado por la lucha, cayó a tierra jadeando. Los espectadores lo alentaban calurosamente.

En lugar de internarnos más adelante en la Parima volvimos sobre nuestros pasos. No perdimos nada. Nos detuvimos en el chabuno de los Ihirubiteri, que en la ida sólo habíamos visto de paso. Y allí pudimos asistir a la fiesta más solemne de los Yanomami, el reahu, consumo ritual de las cenizas de un muerto. A alguna distancia del chabuno atravesamos un campamento provisorio ocupado por los invitados de los Ihirubiteri. Se preparan para los placeres de la siesta pero no pierden la ocasión de tirarnos de la manga: algunas cajas de anzuelos, unos rollos de hilo de pescar, siempre lo mismo.

El jefe nos instala cerca de sí en el chabuno y nos ofrece puré de plátanos y patatas dulces. Posee un enorme par de testículos que se balancean graciosamente. Nos producen una fuerte impresión. En cuanto al propietario, parece encontrarse normal. Si abajo los visitantes se aprestan, aquí no nos quedamos parados. Cada hombre limpia prolijamente la entrada de su vivienda; con la mano o con pequeñas escobas el perímetro del chabuno muy pronto queda libre de excrementos de perro, trozos de huesos, espinas, cestos destrozados, carozos, astillas de madera y demás objetos molestos. Cuando todo está limpio la gente se acuesta y hay un breve tiempo muerto.

Entonces comienza la fiesta. Como propulsados, dos jóvenes de unos doce años aparecen súbitamente en el chabuno y recorren su circunferencia bailando, uno en sentido opuesto al otro, con el arco y las flechas en la mano. Inauguran la danza de presentación de los visitantes. Llegan juntos a la salida e inmediatamente los siguen dos adolescentes y luego los hombres, siempre de dos en dos y cantando. Cada cinco o seis pasos se detienen y danzan en el lugar, a veces arrojando sus armas a tierra. Algunos blanden hachas metálicas o machetes. Para empezar, comenta Lizot, exhiben durante la danza los objetos que tienen la intención de intercambiar. Los otros, de esta manera, saben desde el comienzo a qué atenerse y pueden hacer sus cálculos.

Desde todos los tejadillos prorrumpen en gritos, silbidos: los espectadores aprueban, aplauden, incitan, claman a viva voz su admiración. ¿Son sinceros? Como he comenzado a conocer a los Yanomami, lo dudo, e imagino que in petio han de decirse que «estos tipos no bailan nada bien». En cuanto a mí, yo no sería parco en elogios. Todos están magníficamente pintados y sobre los cuerpos desnudos ondulan y se mueven los círculos y las líneas de rojo urucú y de negro genipá. Otros están pintados de blanco. Algunos ostentan suntuosos ornamentos de plumas en las orejas y los brazos mientras la dura luz de la siesta hace brillar los coloridos más ricos de la selva.

Una vez que los hombres han desfilado en parejas (esta vez las mujeres no danzan) realizan todos juntos, con el mismo ritmo y al son de los mismos cánticos, una especie de vuelta de honor. Seamos simples y breves: es bello.

En cuanto los visitantes se han repartido por el chabuno, se celebra el rito que motiva la fiesta. Los hombres de los dos grupos que tienen algún lazo de parentesco con el muerto van a comer sus cenizas. Las mujeres y los niños están excluidos de la comida. Una hoja inmensa ligada en las dos extremidades —parece una canoa— es llenada de puré de plátanos casi hasta los bordes. Soy incapaz de evaluar la cantidad, pero con seguridad hay decenas de kilos o de litros. Las cenizas son diluidas en el puré, que no registrará probablemente el menor cambio de gusto. Ciertamente se trata de canibalismo, porque se come a los muertos, pero bajo una forma muy atenuada en comparación con lo que existe en otros lugares de América del Sur. Los convidados se arrodillan alrededor del recipiente, del que se sirven con sus calabazas. Los cantos de duelo de las mujeres aportan un sonido de fondo al banquete funerario de los hombres. Todo esto se lleva a cabo sin ostentación y los no-participantes continúan con su actividad o su pasividad. Sin embargo, la fiesta del reahu es un momento crucial en la vida de un grupo. Lo sagrado flota en el aire. Se vería con muy malos ojos que nos aproximáramos a la cena. En cuanto a tomar fotografías, ni soñar... Las cosas de la muerte hay que manejarlas con prudencia.

Ahora les toca a los anfitriones devolver la gentileza a los visitantes. Pintados, emplumados y engalanados, los hombres bailan. Pero ponen visiblemente menos convicción que los otros, sin duda porque piensan que no vale la pena afanarse demasiado por ellos. Seguidamente proceden al intercambio. El chabuno zumba. Se muestran las riquezas, se aprecia la talla de las puntas de flecha, la rectitud de las cañas, la solidez de la cuerda, la belleza de los ornamentos. Las cosas van y vienen, todo en un relativo silencio y en medio de una desconfianza recíproca. Se trata de no hacer malos negocios.

Ya muy avanzada la noche, la fiesta aún continúa. Ahora los adolescentes de ambos grupos (veinte o veinticinco) celebran un rito de caza. Cantando y danzando juntos durante horas, con los arcos y flechas en alto, hacen retintinear la noche martillada por sus pasos. Una vida admirable anima la potencia de sus corazones.

Nosotros casi no hemos pegado un ojo. Luego de la danza de los jóvenes cazadores, que finaliza al alba, se da el ritual de separación en que los grupos se dicen adiós. Consiste en un duelo oratorio. Un hombre de un grupo, sentado, grita fuerte y rápidamente, como una salmodia, una serie de frases. En el otro extremo del chabuno le responde su compañero que, simplemente, debe repetir lo que el otro ha dicho, sin equivocarse y sin omitir una sola palabra, y a la misma velocidad. No se dice nada especial, se intercambian noticias, mil veces repetidas, un mero pretexto para intentar que el adversario se equivoque y poder así ridiculizarlo. Una vez que dos hombres han terminado los reemplazan otros dos inmediatamente.

Cuando despunta el día todo se detiene. La fiesta ha terminado. Los invitados reciben dos paquetes enormes de comida, carne y plátanos, preparados de antemano por los organizadores del reahu y bien embalados en hojas (los Yanomami son expertos en embalaje). Es la señal de partida. Silenciosos y rápidos desaparecen en la selva...

Nosotros marchamos hacia el Orinoco. Nos detuvimos un instante para hacer aguas. Los indios siempre encuentran nuestra manera de mear muy interesante. Ellos se agachan porque es grosero que se oiga el chapoteo del chorro contra el suelo. Uno de ellos me observaba con atención: «Meas como un viejo (?); es todo amarillo». No fue un retorno triunfal sino algo mucho más modesto y cuando Lizot, que marchaba delante, gritó: «¡Escucha! ¡Es el rápido!» yo no dije por coquetería «¿Ya?».

Tracemos una raya.

¡Mil años de guerra, mil años de fiestas! He aquí mi voto para los Yanomami. ¿Piadoso? Probablemente sí. Son los últimos asediados. Una sombra mortal se extiende por todas partes... ¿Y después qué? Quizás nos sintamos mejor, una vez que se ha roto el último círculo de esta postrera libertad. Quizás podamos dormir sin despertamos ni una sola vez... Algún día, se alzarán cerca de los chabuno las torres de los petroleros, las laderas de las colinas se llenarán de las excavaciones de los buscadores de diamantes, habrá policías en los caminos y tiendas a la orilla de los ríos... Y reinará la armonía en todas partes.

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