19 de marzo de 2022

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INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA por Pierre Castres (Cap. 5)

 

INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA

por Pierre Castres

Título del original francés: Recherches d’anthropologie politique © Éditions du Seuil, París, 1980

1.* edición en Barcelona, mayo de 1981

© by GEDISA

Capítulo 5.  Mitos y ritos de los indios de America del sur*

No podríamos intentar una exposición seria de las religiones indígenas de América del Sur sin enunciar antes, aunque sea esquemáticamente, un cierto número de datos generales relativos a esta área cultural. Sin duda evidentes para el especialista, deben sin embargo servir de introducción a la exposición para facilitar el examen del problema de la religión al lector menos familiarizado con estos temas. En efecto, ¿se puede abordar el campo de las prácticas y creencias de los indios sudamericanos sin saber primeramente cómo vivían esos pueblos, como funcionaban sus sociedades? Recordemos, por lo tanto, esto que es una perogrullada sólo en apariencia: América del Sur es un continente cuya inmensa superficie (salvo raras excepciones, como el desierto de Atacama en el extremo norte de Chile) estaba enteramente ocupada por el hombre en el momento del descubrimiento, a finales del siglo xv. Se trataba, por otra parte, de una ocupación muy antigua que se remonta a casi treinta mil años, como lo atestiguan los trabajos de los prehistoriadores. Conviene observar también que, contrariamente a una convicción que hasta hace poco estaba muy difundida, la densidad de la población indígena era relativamente alta. Las investigaciones demográficas, sobre todo las de la escuela de Berkeley en Estados Unidos constituyen un cuestionamiento radical del punto de vista clásico, según el cual América del Sur, salvo en su parte andina, era casi un desierto. Por la antigüedad y número de la población (algunas decenas de millones), por la amplitud continental de su territorio, América del Sur ofrecía las condiciones para una gran diferenciación cultural y, por lo tanto, religiosa.

¿Cuáles son las características socio-culturales principales, 1 determinaciones etnológicas esenciales de los pueblos sudameric nos? La extensión territorial y la variación climática que de el resulta dan origen a una sucesión de ambientes ecológicos y pais jes que van desde la selva ecuatorial húmeda del norte (la cuen< amazónica) hasta las planicies de la Patagonia y los rudos clim de la Tierra del Fuego. Las diferencias en el medio natural, p< las adaptaciones específicas que exigen de los hombres, formare modelos culturales muy contrastados: agricultores sedentarios c los Andes, agricultores itinerantes sobre chamicera de la selv cazadores-recolectores nómadas. Pero es necesario recalcar que < América del Sur las culturas de cazadores son absolutamente min ritarias. Su área de expansión corresponde, esencialmente, a zon¡ en las que la agricultura era imposible, ya sea a causa del clin (Tierra del Fuego) o a causa de la naturaleza de la vegetación ( pampa argentina carece de bosques). Allí donde la agricultura < posible con la tecnología indígena (utilización del fuego, el hach de piedra, el palo para cavar, etc.) ésta se lleva a cabo desde hat muchos milenios, como lo enseñan los descubrimientos de los a queólogos y los etno-botánicos: la mayor parte del continente sut americano. Y se ha podido establecer que en esos islotes de soci< dades de cazadores que rompen bizarramente la monotonía d< paisaje cultural, la ausencia de agricultura no resulta de la persí tencia de un modo de vida pre-agrícola sino de una pérdida: 1c Guayaki del Paraguay, los Siriono de Bolivia, practicaban, com sus vecinos, la agricultura sobre chamicera pero, por circunstancia históricas diversas, la perdieron en épocas más o menos antiguas se convirtieron en cazadores-recolectores. En otras palabras, e lugar de una infinita variedad de culturas más bien se observa u enorme bloque homogéneo de sociedades con modo de producció semejante.

Pero sabemos, por otra parte, que para señalar un principio d orden en la diversidad de pueblos que habitan una región dada para someter a una primera clasificación la multiplicidad de su culturas, se apela preferentemente a un criterio lingüístico. Y se v entonces desvanecerse la imagen de una casi perfecta unidad cul tural, sugerida por la recurrencia poco menos que continental d bases materiales muy parecidas. ¿Cuál es en efecto, a grandes ras gos, el cuadro lingüístico de América del Sur? Quizá no haya ei ninguna otra parte del mundo un fraccionamiento lingüístico tai acabado. Las grandes familias lingüísticas se cuentan por decenas ___1-____J- -H-.-_____________.__ alejados de la lengua madre como para que la intercomunicación entre los que los hablan sea imposible. También se han encontrado un número considerable de lenguas a las que se considera aisladas porque no se las puede integrar en las principales existencias lingüísticas. De esta extraordinaria fragmentación en el plano de las lenguas resulta una especie de atomización cultural. En efecto, la unidad de lengua generalmente fundamenta la unidad cultural de un pueblo, el «estilo» de su civilización, el espíritu de su cultura. Sin duda se descubrirá alguna excepción a esta «regla». Así, los Guayaki, cazadores nómadas, pertenecen desde el punto de vista de su lengua a la gran vertiente tupí-guaraní que agrupa a tribus de agricultores. Estos casos aberrantes son muy raros y proceden de conjunciones históricas difíciles de establecer. Un punto esencial debe aquí llamar nuestra atención: los Tupí-Guaraní, por ejemplo, ocupaban por millones un territorio inmenso y hablaban la misma lengua, con variaciones dialectales demasiado débiles como para impedir la comunicación. Por lo tanto, a pesar de las distancias que separan a los grupos más alejados, la homogeneidad cultural es notable, tanto en lo que se refiere a su vida socio-económica como a la actividad ritual o a la estructura de los mitos. Se sobreentiende que unidad cultural no significa unidad política: las tribus tupí-guaraní participan del mismo modelo cultural sin constituir una «nación», debido a que permanecen en un constante estado de guerra entre sí.

Pero al reconocer esta afinidad entre lengua y cultura y descubrir en la primera el principio de unidad de la segunda, nos vemos constreñidos a aceptar al mismo tiempo la consecuencia más inmediata de esta relación: habrá, en suma, tantas configuraciones culturales, y por consiguiente, tantos sistemas de creencias, como lenguas. A cada etnia corresponderá un conjunto particular de creencias, ritos y mitos. El problema, en lo sucesivo, es de orden metodológico. Evidentemente no se puede adoptar la solución ilusoria de un «diccionario» que haría sucederse una interminable lista de tribus conocidas y la variedad hormigueante de sus creencias y prácticas. La dificultad para elegir un método de presentación de los hechos religiosos proviene en gran parte de la contradicción entre la homogeneidad cultural que se verifica en el plano socioeconómico y la irreductible heterogeneidad en el plano de la cultura propiamente dicha, de tal manera que cada etnia posee y cultiva su personalidad particular entre las bases materiales y el «amor propio». ¿No podríamos, acaso, descubrir unas líneas de transversales aptas para agrupar diferencias demasiado específicas? Una división de este tipo entre los pueblos amerindios es la que utilizaron los primeros europeos que llegaron al Nuevo Mundo: pot una parte las sociedades de los Andes, sometidas al poder imperial de la poderosa maquinaria estatal incaica; por otra parte las tribus que poblaban el resto del continente, indios de la selva, la sabana y la pampa, «gentes sin fe, sin ley y sin rey», como decían los cronistas del siglo xvi. No debe sorprendernos que este punto de vista europeo, ampliamente fundado en el etnocentrismo de quienes lo formulaban, se hiciera eco de la opinión que tenían los Incas de los pueblos que se apretujaban contra las fronteras del Imperio: no eran para ellos más que despreciables salvajes, buenos solamente si se lograba reducirlos a pagar tributos al rey. Tampoco debe sorprendernos saber que la repugnancia que los Incas sentían hacia la gente de la selva se debía a sus costumbres, que consideraban bárbaras, en particular sus prácticas rituales.

Es esta línea la que separa y reparte los pueblos indígenas de América del Sur: los Andinos y los otros, los Civilizados y los Salvajes, o, en términos de clasificación tradicional, las altas culturas por una parte, las civilizaciones selváticas por otra. La diferencia cultural (y aún más, la religiosa) está más enraizada en el modo de funcionamiento político que en el modo de producción económico. En otros términos, no hay diferencia sustancial —desde el punto de vista de ritos y mitos— entre pueblos cazadores y pueblos agricultores que forman en conjunto un bloque cultural homogéneo frente al mundo andino: oposición que también puede enunciarse como sociedades sin Estado (o sociedades primitivas) y sociedades con Estado; criterio que al menos permite estructurar el espacio religioso de la América precolombina y asegura también la economía de la exposición que nos concierne. Es por esto que la primera parte estará consagrada al mundo religioso de las sociedades primitivas, agricultores y cazadores juntos. La presentación de la religión andina ocupará la segunda parte. Se tratará de distinguir en ella dos planos autónomos, uno inscrito en la antigua tradición de las comunidades campesinas de esta región, el otro, mucho más reciente, consecutivo a la formación y expansión del Estado inca.

Habremos así asegurado la «cobertura» de los dos dominios en los que se despliega la espiritualidad de los indios sudamericanos. Conforme con las dimensiones socio-culturales generales de estas sociedades, la bi-partición del campo religioso no ofrecería, sin embargo, una imagen suficientemente exacta de su objeto. En efecto, un cierto número de etnias que se relacionan con el modelo «primitivo» clásico tanto por su modo de producción como por sus instituciones políticas, se separan sin embargo de este modelo precisamente por las formas extrañas, enigmáticas, que adoptan su pensamiento y su práctica religiosa. Esta diferencia llega al extremo en las tribus tupí-guaraní, cuya etnografía religiosa exige un desarrollo especial que constituirá, en consecuencia, la tercera parte de esta exposición.

Debemos considerar todo documento concerniente a la América india como una fuente etnográfica. La información disponible es, pues, muy abundante, ya que comienza a constituirse desde el momento del descubrimiento. Pero también es incompleta: de numerosas tribus desaparecidas no subsiste más que el nombre. Esta falta, no obstante, se compensa ampliamente por los resultados de las investigaciones de campo realizadas desde hace veinte años en pueblos poco o nada destruidos. Poseemos, entonces, documentos sobre las sociedades primitivas que se escalonan desde las crónicas del siglo xvi a los trabajos más recientes. En cuanto a las religiones andinas, extirpadas por los españoles casi desde mediados del siglo xvii, las conocemos gracias a las descripciones de los compañeros de Pizarro y los primeros colonizadores, sin contar con los testimonios de los sobrevivientes de la aristocracia inca recogidos por vía directa, inmediatamente después de la conquista.

LAS SOCIEDADES DE LA SELVA

Viajeros, misioneros o etnólogos siempre han subrayado, para celebrarlo o deplorarlo, el vivo apego que los pueblos primitivos sienten hacia sus costumbres y tradiciones, su profunda religiosidad. Una estancia un poco prolongada en el seno de una sociedad amazónica, por ejemplo, permite comprobar no sólo la piedad de los Salvajes sino también la influencia de la preocupación religiosa en la vida social al punto que parece disolverse la distinción entre lo laico y lo religioso, y borrarse el límite entre el dominio de lo profano y la esfera de lo sagrado: la naturaleza, tanto como la sociedad, está atravesada de un extremo al otro por lo sobrenatural. Es así que animales o plantas pueden ser a la vez seres naturales y agentes sobrenaturales: una caída de árbol que traiga como consecuen-cía la herida de una persona, una mordedura de serpiente, el ataque de una bestia o el pasaje de una estrella fugaz, serán interpretados no como accidentes sino como efectos de una agresión deliberada de poderes sobrenaturales tales como los espíritus de la selva, las almas de los muertos, y a veces, chamanes enemigos. Esta negación tajante del azar y de la discontinuidad entre lo profano y lo sagrado debería conducir lógicamente a abolir la autonomía del campo religioso, reconocible entonces en todos los actos individuales y colectivos de la vida cotidiana del grupo. En realidad, aun cuando no esté jamás totalmente ausente de los múltiples aspectos en que se despliega una cultura primitiva, la dimensión religiosa se afirma como tal en ciertas circunstancias rituales específicas. Ellas serán más fácilmente determinables si aislamos antes el lugar y la función de las figuras divinas.

Los dioses

De acuerdo con la idea europea de la religión y su definición de las relaciones entre hombres y dioses o, más precisamente, entre los hombres y el dios, evangelistas e investigadores obsesionados, tal vez por ignorancia, por la convicción de que no hay hecho religioso auténtico si no es monoteísta, han intentado descubrir entre los indios sudamericanos versiones locales del gran dios único o gérmenes embrionarios de la unicidad de lo divino. La etnografía nos demuestra lo vano de la empresa. Las prácticas de culto de estos pueblos se desarrollan, casi siempre, sin referencia implícita a una figura única o central de lo divino. En otras palabras, la vida religiosa aprehendida en su realización ritual se despliega en un espacio exterior a lo que el pensamiento occidental acostumbra denominar esfera de lo divino: los «dioses» están ausentes de los cultos y los ritos que celebran los hombres porque no les están destinados. Pero, ¿la ausencia de culto significa ausencia de lo divino? Se ha creído poder descubrir en los mitos de diversas tribus, figuras divinas dominantes. ¿Pero quién decide este predominio, quién evalúa la jerarquía de esas representaciones de lo divino? Son precisamente los etnólogos o más frecuentemente los misioneros, quienes, guiados por el fantasma del monoteísmo, imaginan su búsqueda colmada por el descubrimiento de esta o aquella divinidad reconocible. ¿Quiénes son esos «dioses» que ningún culto celebra? Sus nombres designan los cuerpos celestes visibles: Sol; Luna; estrellas; constelaciones referidas en muchos mitos que cuentan su metamorfosis de seres humanos en astros; fenómenos naturales «violentos» tales como el trueno, la tempestad, el rayo. Con mucha frecuencia los nombres de los «dioses» no remiten al orden de la naturaleza sino al de la cultura: fundadores míticos de la civilización, inventores de la agricultura que están destinados de antemano a cumplir su tarea terrestre y luego convertirse en cuerpos celestes o animales: los Gemelos, héroes míticos de las tribus tupí-guaraní que abandonaron la tierra para transformarse en el Sol y la Luna. Por más que el Sol, nuestro hermano mayor, juegue un papel muy importante en el pensamiento religioso de los Guaraníes contemporáneos, no es objeto de ningún culto especial. En otras palabras, todos estos «dioses» generalmente no son más que nombres, más comunes que personales que designan el más allá de la sociedad, lo Otro de la cultura: alteridad cósmica de los cielos y los cuerpos celestes, alteridad terrestre de la naturaleza cercana. Sobre todo, alteridad originaria de la propia cultura: el orden de la Ley, como institución de lo social (o cultural) no es contemporáneo de los hombres sino de un tiempo anterior a ellos. Se origina en el tiempo mítico, pre-humano, la sociedad encuentra su fundamento en el exterior de ella misma, en el conjunto de reglas e instrucciones legadas por los grandes ancestros o los héroes culturales generalmente designados con el nombre de Padre, Abuelo o Nuestro Verdadero Padre. El nombre de este dios lejano y abstracto, indiferente al destino de los hombres, de este dios sin culto y, por lo tanto, privado de la relación general que une los seres humanos a los divinos es el nombre de la Ley que, inscrita en el corazón de lo social, garantiza el mantenimiento de su orden y no exige a los hombres más que el respeto de la tradición. Es lo que nos enseña claramente el ejemplo de las tribus de Tierra del Fuego entre las que los americanistas creyeron encontrar las figuras más acabadas del monoteísmo «salvaje»: el Temaukel de los Ona o el Watauinewa de los Yahgan resumen bajo su nombre las normas intangibles de la vida social que estos dioses han dado a los hombres y se enseñan a los adolescentes durante los ritos iniciáticos. Por otra parte, se percibe que, a diferencia de las sociedades andinas, los demás pueblos sudamericanos no representan jamás a los «dioses». Las únicas excepciones notables son los zemi, ídolos de los Taíno-Arawak de las Antillas y las imágenes divinas que abrigan los templos de ciertas tribus de Colombia y Venezuela. En uno y otro caso los historiadores de la religión invocan la influencia de las llamadas altas culturas: de América central para los primeros, de los Andes para los segundos. ¡Extraña religión sin dios la de los indios sudamericanos! Una ausencia tan irritante que más de un misionero proclama que estos pueblos son verdaderos ateos. Sin embargo, son pueblos de una extrema religiosidad sólo que, antes que individual y privada, es social y colectiva por cuanto concierne a las relaciones de la sociedad como mundo de los vivos frente a ese Otro que es el mundo de los muertos.

Los rituales de la muerte

En primer lugar es necesario distinguir entre culto a los ancestros y culto a los muertos. El pensamiento indígena discrimina netamente entre los muertos antiguos y los muertos recientes, y cada una de estas categorías de no-vivientes recibe tratamientos ' diferentes. Entre la comunidad de los vivos y la de los ancestros se establece una relación diacrónica marcada por la ruptura de la continuidad temporal y una relación sincrónica marcada por la voluntad de continuidad cultural. En otras palabras, el pensamiento indígena sitúa a los ancestros en un tiempo anterior al tiempo, en un tiempo en el que se desarrollan los acontecimientos que relatan los mitos: tiempo primordial en el que tienen lugar los diversos momentos de la fundación de la cultura y de la institución de la sociedad, verdadero tiempo de los ancestros con los cuales vienen a confundirse las almas de los muertos antiguos, anónimos y separados de los vivos por una gran brecha genealógica. Por otra parte, la sociedad instituida como tal en el acto fundador de los ancestros míticos, reafirma sin cesar por boca de sus jefes y chamanes o por medio de sus prácticas rituales la voluntad de perseverar en su ser cultural, es decir, de adaptarse a las normas y reglas legadas por los ancestros y transmitidas por los mitos. En este sentido, los ancestros generalmente son honrados con rituales cuyas circunstancias determinaremos. Lejos de poder ser asimilados a los muertos, los ancestros y su actitud mítica son considerados la vida misma de la sociedad.

La relación con los muertos es completamente distinta. Son, en primer lugar, los contemporáneos de los vivos, aquellos a quienes la edad o la enfermedad arrancan de la comunidad, parientes y aliados de los sobrevivientes. Por lo tanto, si la muerte aniquila el cuerpo, al mismo tiempo permite alcanzar el ser, la existencia autónoma, eso que, a falta de una palabra mejor, denominamos alma. Según las creencias particulares de cada cultura considerada, el número de almas de la persona puede variar; a veces una, otras, dos o varias. Pero aún en el caso en que sean más de una, una de ellas se convierte en el fantasma del difunto, una especie de muerto viviente. En efecto, los ritos funerarios propiamente dichos en lo que concierne al cuerpo muerto, están esencialmente destinados a separar de modo definitivo de los vivos Jas almas de los muertos ya que la muerte libera con ella un flujo de poderes perniciosos, agresivos, contra los cuales deben protegerse los vivos. Las almas no quieren dejar los alrededores del poblado o del campamento; erran, sobre todo por las noches, cerca de sus parientes y amigos para quienes son fuente de peligro, enfermedad, muerte. Así como en su papel de fundadores míticos de la sociedad, los ancestros están marcados por un signo positivo y por lo tanto, permanecen cerca de la comunidad de sus «descendientes», los muertos, como destructores potenciales de esta misma sociedad, están marcados con un signo negativo, por lo que los vivos se preguntan cómo pueden desembarazarse de ellos.

De lo expuesto se concluye que no puede hablarse de culto a los muertos entre los pueblos de América del Sur: lejos de soñar siquiera con celebrarlos, más bien se preocupan por borrarlos de su memoria. Es por ello que las ceremonias como la «fiesta del alma de los muertos» de los Shipaya, o bien los ritos con que los Bororo convocan a los muertos (aroé) parecen proceder más bien de la voluntad de ganar la benevolencia de los antiguos muertos, los ancestros, que del deseo de celebrar a los muertos recientes. Con los ancestros la comunidad de los vivos busca concertar y reforzar la alianza que garantiza su sobrevivencia; contra los muertos pone en marcha los mecanismos de defensa que la protegerán de sus ataques.

¿Qué se hace con los muertos? Generalmente se los entierra. Casi sin excepción, en el área considerada, la tumba es un agujero cilindrico a veces recubierto de un pequeño techo de palma. El cuerpo se deposita allí, generalmente en posición fetal con el rostro en la dirección que se supone es la estancia de las almas. La ausencia casi total de cementerios no tiene que ver con los desplazamientos periódicos de los poblados cuando los terrenos se hacen improductivos sino con la relación de exclusión que separa a los vivos de los muertos. Un cementerio es, en efecto, un espacio fijo reservado a los muertos, que se pueden visitar y que, de esta manera, se mantienen en la permanencia y la proximidad del espacio de los vivos. La preocupación mayor de los indios es abolir hasta

el recuerdo de los muertos, ¿cómo van entonces a reservarles un espacio privilegiado, un cementerio? Esta voluntad de ruptura con ellos conduce a numerosas sociedades a abandonar el poblado cuando se produce un deceso, a fin de poner la máxima distancia posible entre la tumba del muerto y el espacio de los vivos. Todos los bienes del muerto son quemados o destruidos y un tabú se establece sobre su nombre, que no se pronunciará nunca más. Resumiendo, el muerto es completamente negado.

El hecho de que los muertos puedan obsesionar a los vivos hasta la angustia no significa que estos últimos no sientan ninguna emoción: las manifestaciones de duelo (rasuramiento del cráneo para las mujeres, pinturas negras, prohibiciones sexuales o alimentarias, por ejemplo) no son sólo sociales, ya que el dolor expresado no es fingido. Por otra parte, la inhumación del muerto no se realiza precipitadamente sino según reglas fijas. Es así que, en un cierto número de sociedades, el ritual funerario se desarrolla en dos tiempos. Entre los Bororo, al enterramiento del muerto sigue un ceremonial muy complejo: caza ritual, danzas (entre otras la llamada marídelo, ejecutada por los hombres que llevan sobre la cabeza un enorme tocado de hojas), y cantos, que se suceden durante quince días. El esqueleto, despojado de la carne, es entonces exhumado, pintado con urucú y adornado con plumas y luego se lo coloca en una urna y es finalmente conducido en cortejo hasta el río más cercano a donde se lo arroja. Los antiguos Tupí-Guaraní generalmente inhumaban a sus muertos en grandes urnas funerarias enterradas en el suelo. Igual que los Bororo, procedían, cuando se trataba de jefes célebres o chamanes famosos, a una exhumación del esqueleto que, en el caso de un gran chamán, era un objeto de culto entre los Guaraníes. Estos últimos aún conservan, en Paraguay, la costumbre de guardar a veces el esqueleto de un niño. Conjurado en ciertas circunstancias, asegura la mediación con los dioses y permite la comunicación entre seres humanos y divinos.

Canibalismo

Sin embargo, algunas sociedades no entierran a sus muertos: se los comen. Este tipo de antropofagia debe distinguirse del tratamiento, mucho más extendido, reservado por algunas tribus a sus prisioneros de guerra, tales como los Tupi-Guaraní o los Caribes que ejecutaban y consumían ritualmente a sus cautivos. El acto de comer los propios muertos y no los del enemigo se denomina endocanibalismo y puede revestir distintas formas. Los Yanomami de la Amazonia venezolana queman el cadáver en una hoguera, recogen los fragmentos óseos que escaparon a la combustión y los reducen a polvo. Este será más tarde consumido, mezclado con una papilla de plátanos, por los parientes del muerto. Inversamente, los Guayaki de Paraguay asan sobre una parrilla de madera el cadáver descuartizado. La carne, acompañada de pulpa de palmera pindó es consumida por toda la tribu, excluyendo la familia del muerto. En cuanto a los huesos, son quebrados y quemados o abandonados. El efecto aparente del endocanibalismo es una integración total entre muertos y vivos, ya que unos absorben a los otros. Por lo tanto se poJría pensar que este ritual funerario se opone completamente a la actitud habitual de los indios que buscan, por el contrario, acentuar al máximo la distancia que los separa de los muertos. Pero es sólo una apariencia. El endocanibalismo, en realidad, extrema la separación de vivos y muertos ya que los primeros, al comer a los segundos, los privan del último anclaje en el espacio: una tumba. Ya no existe ninguna posibilidad de contacto entre unos y otros; el endocanibalismo lleva a cabo de la manera más radical la misión importantísima que se asigna a los ritos funerarios.

Vemos, por lo tanto, cuán equivocada es la confusión entre culto a los ancestros y culto a los muertos. No existe en las tribus sudamericanas ningún culto a los muertos porque éstos están destinados al olvido definitivo pero, además, el pensamiento indígena considera tan positivamente su relación con los ancestros míticos como juega negativamente la que mantiene con el mundo de los muertos reales. La sociedad busca la conjunción, la alianza, la inclusión con los ancestros-fundadores, en tanto que la comunidad de los vivos mantiene con la de los muertos la disyunción, la ruptura, la exclusión. De ello resulta que todo acontecimiento susceptible de alterar la persona viva remite lógicamente a la alteración suprema, la muerte, como división de la persona en un cadáver y un fantasma hostil. La enfermedad, como riesgo de muerte, no solamente concierne al destino individual de la persona sino al futuro de la comunidad. A ello se debe que la terapéutica busque, más allá de la cura del enfermo, la protección de la sociedad, y es por esto también que la cura médica, con la teoría de la enfermedad supuesta en ella y que pone en marcha, es una práctica esencialmente religiosa.

Chamanismo y enfermedad

En su papel de médico, el chamán se sitúa en el centro de h vida religiosa del grupo que le encomienda asegurar la buena salud de sus miembros. ¿Cómo es que uno se enferma? ¿Qué es la enfermedad? La causa no está referida a un agente natural sino a un origen sobrenatural: agresión de tal o cual espíritu de la naturaleza, o del alma de un muerto reciente, ataque de un chamán perteneciente a un grupo enemigo, trasgresión (voluntaria o involuntaria) de un tabú alimentario o sexual. La etiología indígena relaciona inmediatamente la enfermedad, como malestar corporal, y el mundo de los poderes invisibles. El chamán tiene como misión determinar cuál de entre ellos es el responsable. Pero cualquiera sea la causa del mal, cualesquiera sean sus síntomas perceptibles, la forma de la enfermedad es casi siempre la misma: consiste en una anticipación provisoria de aquello que la muerte realiza de una manera definitiva: la separación entre el cuerpo y el alma. La buena salud se mantiene cuando coexisten el cuerpo y el alma unificados en la persona y la enfermedad es la pérdida de esta unidad por la partida del alma. Curar la enfermedad, restaurar la buena salud es reconstituir la unidad cuerpo-alma de la persona. El chamán, en tanto médico, debe descubrir el lugar en que el alma está prisionera, liberarla de la cautividad en que la mantiene el poder que se ha apoderado de ella, reconducirla finalmente al cuerpo del paciente.

El Chamán

En primer lugar hay que descartar decididamente, a propósito de este personaje esencial para la vida de toda comunidad primitiva, la convicción muy extendida y —desgraciadamente— difundida por ciertos etnólogos, de que el chamán es una especie de enfermo mental que la sociedad toma a su cargo, arrancándolo a la enfermedad y la marginalidad, con objeto de asegurar la comunicación entre el mundo terrenal y el más allá, entre la comunidad y lo sobrenatural. Transformando al psicópata en médico, la sociedad lo integraría aprovechando sus «dones» y anularía así el desarrollo probable de su psicosis. El chamán ya no sería el médico de su tribu sino un gran enfermo curado por su sociedad. El absurdo de tal discurso sólo se explica porque quienes así piensan, naturalmente, no han visto jamás a un chamán.

En efecto, el chamán no tiene nada de diferente a sus pacientes salvo que posee un saber que pone a su servicio. La obtención de ese saber no depende de la personalidad del chamán sino de un largo trabajo, de una paciente iniciación. En otras palabras, rara vez se está predispuesto a convertirse en chamán de modo que en última instancia, no importa quién puede convertirse en chamán, si ése es su deseo. Hay quienes sienten ese deseo y hay quienes no. ¿Cuáles son los motivos para desear ser chamán? Un incidente (sueño, visión, encuentro extraño) puede ser interpretado como signo de que ésa es la vía a seguir y la vocación de chamán se desencadena. Esta elección «profesional» puede también estar determinada por el deseo de prestigio: la reputación de un chamán «con éxito» puede ser que desborde ampliamente el marco del grupo en el que ejercita su talento. Sin embargo, lo más decisivo parece ser el componente guerrero de la actividad chamánica, la voluntad de poder, poder que quiere ejercer no sólo sobre los hombres sino también sobre los enemigos de los hombres, el nutrido pueblo de poderes invisibles, espíritus, almas, demonios. El chamán los enfrenta en su calidad de guerrero y tanto desea vencerlos como devolver su salud al enfermo.

Algunas tribus (por ejemplo en el Chaco) remuneran de alguna manera los actos médicos del chamán mediante donativos de comida, telas, plumas, ornamentos, etc. Pero si el chamán goza en todas las sociedades sudamericanas de un status considerable, su «trabajo» implica ciertos riesgos. El es tanto dueño de la vida, que puede devolver a los enfermos, como de la muerte. Se supone que esos mismos poderes le confieren la posibilidad de enviar la muerte a los otros, se considera que así como puede curar, puede matar. No tanto por maldad o perversidad personal; la figura del brujo que hace maleficios es rara en América del Sur. Pero si un chamán sufre varios fracasos sucesivos en sus curas o bien si tienen lugar dramas incomprensibles en la sociedad rápidamente se acusa al propio chamán. Si es incapaz de curar a sus pacientes se pensará que es porque no lo desea. Si surge una epidemia o una muerte extraña se pensará que el chamán se ha aliado con espíritus malignos para agredir a la comunidad. Es, pues, un personaje de destino incierto: detentador de un inmenso prestigio pero al mismo tiempo responsable en primera instancia de la desgracia del grupo, chivo emisario predispuesto a la culpabilidad. Y no debe subestimarse la pena a la que se expone; generalmente es la muerte.

Por regla general los chamanes son hombres. Pero también conocemos algunas excepciones: en las tribus del Chaco por ejemplo (Abipones, Mocovi, Tobas, etc.) o aún entre los Mapuche de Chile o los Guajiros de Venezuela, esta función es cumplida a menudo por mujeres que se distinguen tanto como los hombres. Cuando se ha asegurado en su vocación chamánica, el joven emprende su formación profesional. De duración variable (desde algunas semanas hasta varios años), generalmente se adquiere bajo la dirección de otro chamán reconocido o, simplemente, es el alma de un chamán muerto el que se encarga del novicio (como entre los Campa del Perú). Entre los Caribes de las Guayanas (Surinam) hay verdaderas escuelas de chamanes. La instrucción de los aprendices de chamanes adopta la forma de una iniciación: puesto que las enfermedades que deben curar son los efectos sobre el cuerpo de una acción de las potencias sobrenaturales, se trata de conquistar los medios de actuar sobre esas potencias para controlarlas, manipularlas, neutralizarlas. La preparación del chamán, por lo tanto, está encaminada a procurarle la protección y la colaboración de uno o varios espíritus guardianes que serán sus auxiliares en sus tareas terapéuticas. El fin del aprendizaje es que el alma del novicio y el mundo de los espíritus se pongan en contacto directo. Muy comúnmente conduce a lo que llamamos «trance», es decir, el momento en que el joven sabe que los poderes invisibles lo reconocen como chamán, conoce la identidad de su espíritu guardián y obtiene la revelación del canto que, de ahí en más, acompañará todas sus curas. Para permitir el acceso iniciático del alma al mundo sobrenatural es necesario suprimir de alguna manera el cuerpo. Esta es la razón de que la formación de chamán pase por la ascesis del cuerpo: mediante ayunos prolongados, privación continua del sueño, aislamiento en la selva o en el monte, absorción masiva de humo o de jugo de tabaco (Tupí-Guaraní, tribus del Chaco, etc.) o de drogas alucinógenas (noroeste amazónico), el aprendiz llega a un estado de agotamiento físico y de deterioro corporal tal que lo pone al borde de la muerte. Es entonces que el alma, liberada de la gravedad terrestre, aligerada del peso del cuerpo, se encuentra por fin en igualdad de condiciones con lo sobrenatural: momento último del «trance» en el que, mediante la visión de lo invisible que se le ofrece, el joven es iniciado en ese saber que hará de él, de ahora en más, un chamán.

Terapéutica, viaje, droga

El pensamiento indígena determina, lo hemos visto, la enfermedad (excluyendo toda la patología introducida en América por los europeos) como ruptura de la unidad personal alma-cuerpo, y la curación como restauración de esa unidad. De ello se sigue que el chamán, en tanto médico, es un viajero; debe partir en busca del alma capturada por los espíritus del mal y, asistido por su espíritu auxiliar, embarcarse en un viaje de exploración del mundo invisible, combatir a los guardianes del alma y traerla nuevamente al cuerpo del enfermo. De suerte que cada cura, repetición del viaje iniciático que permite al chamán adquirir sus poderes, le exige colocarse en estado de trance, de exaltación del espíritu y de ligereza del cuerpo. Así es que una cura, es decir, la preparación de un viaje, casi nunca se realiza sin consumir en gran cantidad tabaco fumado o en forma de jugo o drogas diversas, cultivadas sobre todo en el oeste o el noroeste amazónico, del que los indios hacen gran uso. Para ciertos pueblos, los Guaraníes por ejemplo, el alma en tanto principio de individuación que hace del cuerpo viviente una persona, se confunde con el nombre propio: el alma es el nombre. Así, una enfermedad particularmente grave puede ser diagnosticada como inadecuación del nombre a la persona enferma. La causa de la enfermedad es el error de denominación, el enfermo no posee el nombre-alma que le conviene. Entonces el chamán parte en viaje de descubrimiento del verdadero nombre. Cuando los dioses se lo han comunicado, lo hace conocer al enfermo y a su familia. La cura prueba que efectivamente ha encontrado el verdadero nombre del paciente.

Mientras su espíritu busca el alma perdida (a veces muy lejos, en el Sol) el chamán danza y canta alrededor del paciente sentado sobre un asiento o tirado en el suelo. En numerosas sociedades el chamán ritma su danza y su canto por medio de un sonajero (maraca), instrumento de música pero también voz de los espíritus con los que dialoga. Según la naturaleza del mal diagnosticado (la identidad del espíritu captor del alma) el chamán puede tener necesidad de metamorf osearse para lograr el éxito de la cura: se transforma en jaguar, serpiente, pájaro, etc. De tiempo en tiempo interrumpe su movimiento para soplar sobre el enfermo (generalmente el humo de tabaco), masajearlo, chupar la parte del cuerpo de la que se queja. En todas partes se cree que el aliento y la saliva de los chamanes son poseedores de una gran fuerza. Cuando el alma extraviada se ha reintegrado al cuerpo enfermo, éste se supone sano y la cura terminada. Muy frecuentemente el chamán prueba su éxito exhibiendo, como final de la cura, una sustancia extraña que ha logrado extraer del cuerpo del enfermo: espina, pequeña piedra, pluma de pájaro, etc., que conservaba en su boca. La ausencia de alma y la presencia de un cuerpo extraño no son, en realidad, dos causas distintas de la enfermedad. Por el contrario, parece que el espíritu del mal ha dejado, en el lugar vacante por la captura del alma, un objeto que testimonia, por su sola presencia, la ausencia del alma. Así, la reínserción de esta última está públicamente significada, según la misma lógica, por la «extracción» del objeto que, perceptible y palpable, garantiza al paciente la realidad de su cura y prueba la competencia del médico.

Aunque esencial, la función terapéutica no es la única que cumple el chamán. Ya hemos subrayado la dificultad de trazar, en las culturas indígenas, una línea de demarcación neta entre lo social y lo religioso, lo profano y lo sagrado, lo cotidiano y lo sobrenatural. Es decir que la intervención del chamán es constantemente requerida por los acontecimientos que marcan la vida individual de las personas o la vida social del grupo. Así, será llamado para interpretar tal sueño o visión, para decidir si este o aquel signo es favorable o nefasto; por ejemplo, cuando se prepara una expedición guerrera contra una tribu enemiga. En este último caso, además, el chamán puede actuar como brujo o echador de maleficios: es capaz de enviar sobre los enemigos enfermedades que van a debilitarlos o aún matarlos. Sintetizando, no hay ninguna actividad ritual de cierta importancia en la que el chamán no juegue un rol decisivo.

Ritos y ceremonias

Es obvio que la vida religiosa de las sociedades consideradas no se reduce a la ritualización de su relación con los muertos o con la enfermedad. Tan importante como ésta es la celebración de la vida, no sólo en sus manifestaciones naturales (nacimiento de un niño) sino también en sus aspectos más propiamente sociales (ritos de pasaje). Conforme con la profunda religiosidad de estos pueblos, vemos a la esfera religiosa participar e impregnar las grandes etapas del destino individual para desplegarlas en acontecimientos socio-rituales.

Nacimiento

El nacimiento de un niño sobrepasa ampliamente su dimensión biológica. No concierne sólo a los padres del recién nacido sino a toda la comunidad, a causa, precisamente, de sus implicaciones y sus efectos en el plano religioso. La llegada de un miembro suplementario del grupo conlleva un desarreglo del orden cósmico, ya que ese excedente de vida, por el desequilibrio que instaura, provoca el despertar de toda clase de poderes de las que el grupo debe proteger al niño por ser estos poderes de muerte, hostiles a toda nueva vida. Esta empresa de proteción se traduce (antes y después del nacimiento) en múltiples ritos de purificación, tabús alimentarios, prohibiciones sexuales, cazas rituales, cantos, danzas, etcétera, que encuentran su justificación en la certeza de que, de no realizarse, el niño sería amenazado de muerte. El empollar, practicado por todas las tribus tupí-guaraní ha llamado la atención de los observadores: el padre del niño, desde el parto hasta la caída del cordón umbilical se tiende en su hamaca y ayuna, sin lo cual la madre y el niño correrían graves riesgos. Entre los Guayaki, un nacimiento, por el desarreglo cósmico que desencadena, amenaza al niño pero también al padre: so pena de ser devorado por un jaguar, debe partir a la selva y matar una pieza de caza. La muerte de un niño se imputa, sin dudar, a la derrota de los hombres frente a los poderes del mal.

Iniciación

No debe sorprendernos descubrir una analogía estructural entre los ritos que rodean un nacimiento y aquellos que sancionan el pasaje de jóvenes y jovencitas a la edad adulta. Pasaje inmediatamente legible a dos niveles: en primer lugar marca el reconocimiento social de la madurez biológica de los individuos que ya no pueden considerarse niños, en segundo lugar traduce la aceptación por parte del grupo de la entrada de nuevos adultos en su seno, de la pertenencia plena de los jóvenes a la sociedad. La ruptura con el mundo de la infancia es percibido por el pensamiento indígena y expresado en el rito como una muerte y un renacimiento: convertirse en adulto es morir para la infancia y nacer a la vida social, ya que desde ese momento jóvenes y chicas pueden dejar que su sexualidad se exprese libremente. Se comprende así que los ritos de pasaje se desarrollen, como los ritos de nacimiento, en una atmósfera dramatizada al extremo. La comunidad de adultos representa en ellos la negativa a reconocer a sus nuevos iguales, su resistencia a aceptarlos como tales, finge ver en ellos competidores, enemigos. Pero también, por medio de la práctica ritual, quiere mostrar a Jos jóvenes que si ellos sienten el orgullo de acceder a la edad adulta es al precio de una pérdida irremediable, la pérdida del mundo despreocupado y feliz de la infancia. Es por esto que en numerosas sociedades sudamericanas, los titos de pasaje implican un componente de pruebas físicas muy penosas, una dimensión de crueldad y dolor que hace de ese pasaje un acontecimiento inolvidable: tatuajes, escarificaciones, flagelaciones, picaduras de avispas o de hormigas, etc., que los jóvenes iniciados deben soportar en el mayor silencio; se desvanecen, pero sin gemir. Y en esta pseudomuerte, en esta muerte provisoria (el desmayo deliberadamente provocado por los maestros del rito) aparece claramente la identidad de estructura que establece el pensamiento indígena entre nacimiento y pasaje: este último es un renacimiento, una repetición del primer nacimiento que debe, por lo tanto, estar precedido por una muerte simbólica.

Mito y sociedad

Pero también sabemos que los ritos de pasaje se identifican con los rituales de iniciación. Todo desarrollo iniciático tiende a hacer pasar al postulante de un estado de ignorancia a uno de conocimiento, tiene por objeto conducirlo a la revelación de una verdad, a la comunicación de un saber. ¿Qué saber comunican los ritos de los indios sudamericanos a los jóvenes, qué verdad les revelan, en qué conocimiento los inician? La pedagogía inmanente en los ritos iniciáticos no concierne, en sentido propio, la relación interpersonal que une a maestro y discípulo, no se trata de una aventura individual. Lo que aquí está presente pone en juego lo social como tal, la propia sociedad por una parte y por otra los jóvenes en tanto que futuros miembros plenos de esa misma sociedad. En otros términos, los ritos de pasaje, en su carácter de ritos de iniciación, tienen por misión comunicar a los jóvenes un saber sobre la sociedad que va a acogerlos. Y aún más, este saber adquirido por vía iniciática no es, de hecho, un saber sobre la sociedad y, por lo tanto, exterior a ella. Es, necesariamente, el saber de la sociedad misma, saber que le es inmanente y que, como tal, constituye su sustancia, su Ser sustancial, lo que ella es. En el rito iniciático, los jóvenes reciben de la sociedad —representada por los ordenadores del ritual— el saber de lo que es la sociedad, de aquello que la constituye, la instituye como tal: el universo de sus reglas y sus normas, el universo ético-político de su ley. Enseñanza de la ley, y por consiguiente, prescripción de la fidelidad a esa ley en tanto que ella asegura la continuidad, la permanencia del ser de la sociedad.

Mito y fundación

¿Cuál es el origen de la ley como fundamento de la sociedad, por quién fue promulgada, quién es el legislador? El pensamiento indígena, como hemos visto, encubre la relación entre la sociedad y su fundamento (es decir entre la sociedad y ella misma) como una relación de exterioridad. O, en otras palabras, la sociedad es auto-reproductora de ella misma pero no auto-fundadora. La función de asegurar la auto-reproducción de la sociedad, la repetición de su Ser, de acuerdo con las reglas y normas tradicionalmente en vigor le es confiada en particular a los ritos iniciáticos. Pero el acto fundador de lo social, la institución de la sociedad, remiten a lo pre-social, a lo meta-social: son la obra de aquellas que han precedido a los hombres en un tiempo anterior al humano, son la obra de los ancestros y el mito, como relato de la gesta fundadora de la sociedad por los ancestros, constituye el fundamento de la sociedad, el repertorio de sus máximas, de sus normas y sus leyes, el conjunto del saber transmitido a los jóvenes en el ritual de iniciación.

En resumen, la dimensión iniciática de los ritos de pasaje remite a la verdad hacia la que son conducidos los iniciados; esta verdad se convierte en signo respecto del fundamento de la sociedad, como su «ley orgánica»; y este saber de sí de la sociedad afirma su propio origen en el acto fundador de los Ancestros, cuyo mito constituye la crónica. Es por esto que los ancestros están, implícita o explícitamente, implicados y presentes necesariamente en el desarrollo concreto de los momentos del ritual. ¿Acaso no es de ellos de quienes los jóvenes se aprestan, de hecho, a recibir las enseñanzas? Figuras mayores de todo rito de iniciación, los ancestros son en realidad el objeto real de culto en los ritos de pasaje: los verdaderos cultos de los ancestros míticos o de los héroes culturales son los ritos de iniciación que adquieren, desde entonces, una importancia central en la vida religiosa de los pueblos amerindios.

Entre los Yahgan de Tierra del Fuego, el momento privilegiado de la vida religiosa era el rito de iniciación de chicas y chicos: consistía, esencialmente, en enseñar a los iniciados las reglas tradicionales de la sociedad instituidas en el tiempo mítico por Wataui-newa, el héroe cultural, el gran ancestro. Entre los Bororo, las almas de los ancestros (aroé) son invitadas por un grupo específico de chamanes (aroettaware} a participar en ciertas ceremonias; entre otras, la iniciación de los jóvenes cuyo pasaje a la edad adulta y entrada en el mundo social se operan así bajo la égida de los ancestros fundadores. Los Cubeo de Brasil, igualmente, articulan la iniciación de los jóvenes a la invocación de los ancestros, representados en esta circunstancia por grandes trompetas, como lo están en otras partes por las calabazas-maracas. Es también muy probable que entre las tribus del noroeste amazónico (Tucano, Witoto, Yagua, Tucuna, etc.), o del Alto Xingú (Kamayura, Awetó, Bacairi, etcétera), o de la Araguaya (Karaja, Javae), que representan sus «dioses» bajo la forma de máscaras llevadas por los danzantes masculinos, estas máscaras, al igual que los instrumentos de música, simbolicen no solamente los espíritus de la selva o de los ríos sino también los ancestros.

Las sociedades primitivas de América del Sur se comprometen totalmente en su vida religiosa y ritual que se despliega como afirmación repetida sin cesar de su Ser comunitario. Cada ceremonia es una nueva ocasión de recordar que si la sociedad es buena, soportable, es gracias al respeto de las normas legadas mucho tiempo atrás por los ancestros. Se comprende entonces que la referencia a los ancestros esté implicada en los ritos iniciáticos: solamente el discurso mítico, la palabra de los ancestros y ellos mismos garantizan la perennidad de la sociedad y su repetición eterna.

EL MUNDO ANDINO

Cuando se penetra en el mundo andino se accede a un horizonte cultural, a un espacio religioso, bien diíerente al de los Salvajes. Para estos últimos, por más que haya una gran mayoría de agricultores, tienen un gran peso las fuentes alimenticias naturales: caza, pesca, recolección. La naturaleza no es negada como tal por los huertos, y las tribus selváticas aprovechan tanto de la fauna y las plantas salvajes como de las plantas cultivadas. No se trata de una deficiencia técnica —les bastaría con aumentar la superficie de las plantaciones— sino a causa del menor esfuerzo que requiere la explotación «depredadora» de un entorno ecológico frecuentemente muy generoso (caza, peces, raíces, bayas y frutas). La relación tecno-ecológica que sostienen los pueblos andinos con su medio natural sigue una línea completamente distinta: ellos son todos, propiamente, agricultores, en el sentido de que los recursos salvajes casi no cuentan para ellos. Esto significa que los indios de los Andes mantienen con la tierra una relación infinitamente más intensa que los de la Amazonia. Para ellos la tierra es realmente la madre nutricia y esto conlleva incidencias profundas en la vida religiosa y la práctica ritual. Desde el punto de vista de la ocupación real y simbólica del espacio, los indios de la selva son gente del territorio, en tanto que los de los Andes son gente de la tierra: son, en otras palabras, campesinos.

Esta enraización en la tierra es muy antigua en los Andes. La agricultura se encuentra presente desde el tercer milenio antes de nuestra era y conoció un desarrollo excepcional como lo prueban la especialización extrema de las técnicas de cultivo, la amplitud de los trabajos de irrigación, la sorprendente variedad de especies vegetales obtenidas por selección y adaptadas a los diferentes estratos ecológicos que se escalonan desde el nivel del mar hasta lo alto de la meseta central. Las sociedades andinas se distinguen en el horizonte sudamericano por una propiedad ausente en otros lugares: están jerarquizadas, estratificadas, en una palabra, divididas según el eje vertical del poder político. Las aristocracias o las castas religiosas y militares reinan sobre una masa de campesinos que deben pagarles tributo. Esta división del cuerpo social en dominantes y dominados es muy antigua en los Andes, como lo ha establecido la investigación arqueológica. La civilización de Chavín, que data de principios del primer milenio antes de nuestra era, muestra que ya entonces el hábitat era urbano y que la vida social se organizaba alrededor de los templos, lugares de culto y peregrinaje, bajo la égida de los sacerdotes. La historia de los Andes parece ser, a partir de esta época, una sucesión de apariciones y derrumbamientos de imperios fuertemente teñidos de teocratismo, siendo el último y más conocido el de los Incas. Sobre las religiones andinas pre-incaicas sólo se tienen datos fragmentarios, extraídos del material funerario de las tumbas, los monumentos que han subsistido, los tejidos, la cerámica, etc. El período incaico, que se extiende desde el siglo xm hasta la llegada de los españoles es, naturalmente, mejor conocido por la gran abundancia de documentos arqueológicos pero también por las encuestas de los misioneros que se encargaron de extirpar sistemáticamente las idolatrías con objeto de cristianizar a los indios.

La fundación y expansión del imperio inca, como puede esperarse, modificó el rostro religioso de los Andes, pero sin alterarlo en profundidad. En efecto, el imperialismo político de los Incas era al mismo tiempo cultural y particularmente religioso, ya que los pueblos sometidos debían no solamente reconocer la autoridad del emperador sino también admitir la religión de los vencedores. Pero, por otra parte, los Incas no intentaron en ningún momento sustituir las creencias de los pueblos integrados al imperio por las suyas propias: no emprendieron ninguna extirpación de cultos y ritos locales. Por esta razón encontramos en los Andes, durante este período, dos grandes sistemas religiosos: el de los Incas propiamente dichos, cuya difusión corría a la par con la expansión política y el de las religiones locales, vigentes mucho antes de la aparición del Estado inca.

La religión popular

Expresa claramente la visión del mundo de los indígenas andinos, ya que es esencialmente una religión de campesinos, agraria, ya se trate de los habitantes del litoral o de la meseta. La preocupación principal de los indios andinos era conciliar todas las potencias que, presidiendo la repetición regular del ciclo de las estaciones, aseguraban la abundancia de las cosechas y la fecundidad de los rebaños de llamas. Por esta razón podemos hablar, más allá de particularidades locales, de cultos y creencias pan-andinas, englobando el litoral y la meseta, o los Quechua y los Aymará y los Mochica.

Los dioses

Los elementos naturales que regulan la vida cotidiana de estos pueblos campesinos son elevados a la categoría de potencias divinas: el Sol y la Luna que, por lo general, son pensados como hermanos a la vez que esposos; las estrellas del atardecer y del amanecer; el Arco Iris; la Pacha Mama, Tierra Madre, etc. Todas estas figuras divinas eran objeto de culto y de imponentes ceremonias, como lo veremos más adelante. La planta esencial de la agricultura andina, el maíz, estaba representada mediante numerosas imágenes de espigas de oro, plata o piedra: son las sara-mama, madres del maíz, de las que se espera una recolección abundante. Se honraba estas divinidades con ofrendas, libaciones (bebidas realizadas con maíz fermentado) o sacrificios, en particular inmolaciones de llamas cuya sangre se esparcía sobre los campos de maíz y que luego era untada al rostro de los participantes del ritual.

Los cultos a los ancestros y a los muertos

Muestran la profunda diferencia que separa a las tribus «salvajes» de los pueblos andinos. Entre los primeros, como ya hemos visto, los ancestros no son los muertos contemporáneos de los vivos sino los fundadores míticos de la sociedad. En los Andes, por el contrario, la vida socio-religiosa se apoya en gran medida en el culto de los ancestros y los muertos conjuntamente; éstos eran los descendientes de aquéllos, y el pensamiento andino, a diferencia del pensamiento amazónico se esfuerza por marcar la continuidad entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Es la continuidad de la comunidad campesina que ocupa el mismo terruño bajo la protección de sus dioses y sus muertos. El ancestro mítico fundador era frecuentemente representado por una roca, markayok, venerada igualmente que el lugar, pakarina, por donde el ancestro había surgido del mundo subterráneo. Cada comunidad o ayllu tenía así su ancestro y le rendía culto: markayok y pakarina testimoniando la permanencia y la identidad del ayllu a través del tiempo, fundaban la solidaridad de las familias que componían la comunidad.

Mientras que los ritos funerarios de los indios selváticos tienden sobre todo a extinguir a los muertos para arrojarlos al olvido, los andinos, por el contrario, los instalaban en verdaderos cementerios. Las tumbas estaban reagrupadas al abrigo de cavernas, o en especies de panteones construidos en forma de torre, o en agujeros realizados en los acantilados. Los muertos continuaban participando en la vida colectiva, ya que los parientes los visitaban para consultarlos, ofrendas regulares aseguraban su benevolencia, se les ofrecía sacrificios. Por lo tanto, lejos de olvidar a sus muertos, los indios de los Andes hacían todo lo posible para que los muertos no olvidaran a los vivos y velaran por su prosperidad: se trata, pues, de una relación de alianza e inclusión, y no de exclusión y hostilidad como en la selva. Es por esto que, según dicen los sacerdotes españoles encargados de extirpar las idolatrías, los muertos reales —bajo la forma de esqueletos o de momias (malqui)— eran objeto de culto igual que los muertos míticos y, en ciertas circunstancias ceremoniales, se los adornaba con plumas y telas preciosas.

Los huacas

Este era el nombre que los indios daban a todo ser u objeto natural que se suponía encerraba un poder sobrenatural. Las piedras sagradas representando a los ancestros eran huacas, como los muertos momificados. Pero también lo eran los ídolos o los lugares en que se encontraban, una montaña o una planta, una fuente o una gruta, un niño nacido con una malformación o un templo, una constelación o una tumba. Los lugares privilegiados de un trayecto, como un paso de montaña o un punto de descanso en el camino, estaban marcados por una pila de piedras, apachita, que los viajeros consideraban también como huaca-. agregaban su propia piedra y ofrecían una mascada de coca en sacrificio. Así, el espacio estaba enteramente cuadriculado por elementos sobrenaturales y el sistema de los buacas constituía una suerte de codificación sagrada del mundo.

Al conjunto de los huacas no pertenecían solamente los puntos de unión entre extensión espacial y esfera de lo sagrado, sino también objetos, figurillas, amuletos, que representaban los poderes tutelares de cada familia. Son las conopa, piedras de color o forma extraños o estatuillas talladas o moldeadas en forma de llama o de espiga de maíz. Las conopa familiares permanecían al abrigo de las casas para proteger a sus habitantes de la enfermedad, o enterradas en el campo cuya fertilidad garantizaban. Las conopa comunitarias (las del ayllu) eran extraídas de los escondites en los que se las ocultaba en ciertos momentos del año: se les rendía homenaje, ofreciéndoles sacrificios de llama o de coca y se les elevaban oraciones.

En cada comunidad había, por lo menos, un médico y un chamán. Frecuentemente era designado por el dios Trueno que lo alcanzaba con el rayo. Además de sus funciones terapéuticas cumplía las de adivino. Pero a diferencia de las tribus selváticas, en los Andes el chamanismo no era el centro de la vida religiosa. Esta se desarrollaba en un conjunto de prácticas rituales tendentes a rogar a los dioses, a los ancestros, a los muertos, a todos los poderes llamados huacas, que aseguraran el bienestar de los ayllu garantizando la prosperidad de la Madre Tierra. Religión eminentemente agraria que traduce el profundo lazo que unía al campesino con su tierra, sobre la que debían velar los seres divinos.

La religión inca

Por su origen y sustancia no difiere profundamente de la religión llamada popular. Hacia el siglo xin de nuestra era, los Incas son una pequeña tribu de la región de Cuzco. Agricultores y pastores, su vida religiosa y ritual se basa, a semejanza de todas las comunidades campesinas del litoral o de la meseta, en un deseo de repetición del orden cósmico, de retorno eterno de lo mismo, y en la esperanza de que gracias a los ritos que se celebran y a los sacrificios que le son ofrecidos, los poderes divinos, los ancestros y los muertos garantizarán a los hombres la fecundidad de la tierra y la permanencia de la sociedad. Por razones que todavía son un misterio, la tribu inca inicia en el siglo xin un proceso de conquista que sólo termina con la llegada de los españoles. Pero durante este período relativamente breve, los Incas ensancharon desmesuradamente los límites de su imperio (que contaba entre doce y quince millones de habitantes en 1530) y edificaron una sorprendente maquinaria de poder, un aparato de estado que aún sorprende por la «modernidad» de sus instituciones.

La sociedad imperial, inscrita en una pirámide rigurosamente jerarquizada, expresa en primer lugar la radical división entre la aristocracia triunfante de los Incas y la masa de pueblos, etnias y tribus integradas al imperio que les reconocían poder mediante el tributo que pagaban. En la cima de la jerarquía reina el monarca, el Inca, a la vez jefe de su etnia, señor del imperio y representante en la tierra del principal poder divino. Sería incorrecto creer que el expansionismo político-militar de los Incas se acompañaba de un proselitismo religioso al punto de imponer su propio sistema a los pueblos sometidos eliminando creencias y ritos tradicionales de los vencidos. En primer lugar, porque la religión de los incas no difería en sus líneas esenciales de la de sus tributarios y además porque su empresa de dominación tenía por objeto obtener la obediencia y no, como lo hicieron los españoles, extirpar sus «idolatrías». En realidad, dejaban subsistir el «código» religioso tradicional y le imponían el «sobrecódigo» de su propia religión. Los vasallos de los Incas tenían libertad de culto a condición de, además, reconocer y honrar los dioses de los vencedores.

A medida que crecía su poder, los Incas iban revisando su antiguo sistema de creencias, exaltando algunas figuras de su pan-teón, otorgando a las fiestas y ceremonias tradicionales un carácter grandioso, confiriendo a la religión un peso socio-político considerable mediante la institución de un sacerdocio numeroso y fuertemente jerarquizado, construyendo múltiples templos y lugares de culto, asignando al sacerdocio una parte importante del tributo que se les pagaba.

El culto del Sol

El astro solar, Inti, se imponía como figura mayor del panteón inca en razón de una lógica doble: la de la tradición, que desde hacía mucho tiempo había hecho del sol una divinidad pan-peruana y la de la innovación socio-política que, mediante la institución de un sistema imperial, atraviesa casi todos los despotismos arcaicos y conduce a la identificación del señor del imperio con el Sol. Es por esto que se convierte en el dios principal inca, como gran ancestro fundador del linaje real: los emperadores eran los hijos del Sol. Así, el culto que se le rendía tenía el valor del culto a un ancestro dinástico y de una religión oficial impuesta a todos, ya que mediante el culto al Sol la religión inca era una religión de Estado.

Cuando los Incas obtenían la sumisión de una etnia, tomaban inmediatamente ciertas medidas administrativas (censo de la población, de sus recursos, etc.) y religiosas: los vencidos debían integrar a su sistema religioso el culto de Inti. Esto implicaba la puesta en marcha de una infraestructura destinada al culto, constituida por los templos que hacía falta edificar, por el sacerdocio destinado a oficiar y, lógicamente, por la disposición de recursos importantes a fin de que ese sacerdocio pudiera subsistir y llevar a cabo los sacrificios requeridos para celebrar al Sol. Se sabe que los Incas procedían para toda comunidad sometida a una tripartición de tierras: una parte quedaba a disposición de los ayllu, otra era asignada al Estado y la tercera consagrada al Sol. La construcción de los numerosos templos del Sol edificados en las provincias seguía el modelo del más célebre, el de la capital imperial, el Coricancha, verdadero centro religioso y político del imperio, lugar de culto y de peregrinaje en el que también se encontraban las momias de los emperadores del pasado. El muro que rodeaba al Coricancha, de planta rectagular, medía 400 metros de largo. A lo largo de las paredes, de factura muy cuidada, corría una banda de placas de oro fino de unos 30 o 40 cms. de alto. El Coricancha abrigaba diversos santuarios plenos de ofrendas de oro o de plata y el alojamiento del numeroso personal afectado al servicio del templo. También había un jardín en el que estaban plantadas espigas de maíz de oro. Trabajando ritualmente en este jardín, el propio Inca abría la sesión de siembra en el imperio.

El personal de cada templo del Sol comprendía, además del conjunto jerarquizado de sacerdotes, adivinos, servidores, etc., un grupo de mujeres, las vírgenes del Sol, Aclla, elegidas en todo el imperio por funcionarios reales debido a su gracia y belleza. Reunidas y educadas en especies de monasterios (aclla-huasi), aprendían allí a fabricar los lujosos tejidos de vicuña o de alpaca ofrecidos en enormes cantidades en ocasión de los sacrificios y preparaban la chicha, bebida de maíz fermentado necesaria en todas las ceremonias. Consagradas, como las vestales, a una absoluta castidad, era entre ellas que el Inca elegía sus concubinas o las mujeres que donaba a los grandes del imperio que deseaba recompensar. Un cierto número de ellas eran sacrificadas en momentos cruciales: advenimiento de un nuevo emperador, enfermedad grave o muerte del Inca, temblor de tierra, etc. Se dice que cuatro mil personas componían el personal del Coricancha, de las cuales más de mil quinientas eran vírgenes del Sol. En cada templo, las vírgenes estaban sometidas a la autoridad de una matrona, Mama-Cuna, considerada esposa del Sol. En la cima de la jerarquía religiosa del imperio se encontraba el gran sacerdote del Sol, el Vilca-Oma, tío o hermano del emperador, que vivía ascéticamente en el Coricancha desde donde dirigía la vida religiosa del imperio.

El culto a Viracocha.

Se trata de una figura divina antropomorfa muy antigua y pan-peruana ya conocida y honrada por los Aymará y los Quechua. A través de los mitos, generalmente oscuros, consagrados a Viracocha, se adivina la imagen de un dios eterno creador de todas las cosas (del cielo y la tierra, del sol y la luna, del día y la noche) y del héroe civilizador que, después de haber creado y destruido varias humanidades sucesivas, engendra los hombres actuales a quienes asigna su territorio, enseña las artes que les permitirán vivir y las normas cuyo respeto asegurará el buen orden social y cósmico. Una vez cumplida su tarea, Viracocha, llega a orillas del mar, transforma su manto en barca y desaparece definitivamente hacia el oeste. Durante los primeros contactos con los españoles, los indios los llamaban viracochas.

Los Incas impusieron a la totalidad del imperio el culto de su dios étnico, el Sol. En una acción inversa los vemos transformando a Viracocha, figura pan-andina en un dios tribal. Es bajo el reinado del gran emperador Pachacuti (que reinó de 1438 a 1471) cuando se Lleva a cabo la modificación en la jerarquía del panteón inca, al término de la cual Inti cede el lugar central a Viracocha, aunque el emperador continúa siendo descendiente del Sol. Este predominio acordado a Viracocha puede ser el efecto acumulativo de varias razones: trabajo propiamente teológico de los sacerdotes buscando una presencia religiosa más fundamental que la visible, aunque ésta fuera solar; creencia personal del propio Pachacuti a quien Viracocha ayudó, en sueños, a lograr una victoria militar esencial sobre los Chanca; finalmente, tal vez sea la lógica inmanente a todo sistema despótico cuya vocación teocrática tiende a realizarse en la afirmación y la institución del monoteísmo.

Sea por lo que fuera, Pachacuti se comprometió en esta vía e hizo construir en el Cuzco, por intención de Viracocha, un templo en el que figuraba el dios bajo la forma de una estatua de oro macizo «de la talla de un niño de diez años». En cada capital provincial también fue edificado un santuario de Viracocha, dotado de un sacerdocio consagrado a su servicio exclusivo y recursos destinados a asegurar el mantenimiento del templo y de los sacerdotes. El culto a Viracocha —Señor antiguo, Señor lejano, excelente Señor— nunca se convirtió en un culto popular como el del Sol. Tal vez a los Incas no les interesó que eso ocurriera, preocupados como estaban por instituir un culto más abstracto, más esotérico, menos enraizado en el mundo sensible que los cultos populares, a fin de marcar, también en el plano religioso, su especificidad de casta dominante. A ello se debe que el culto a Viracocha, a diferencia de los cultos populares, no sobreviviera un instante a la caída del imperio.

El culto al trueno y los huacos

Illapa, el Trueno, era también una figura pan-andina del panteón inca. Señor de la tormenta, el granizo, el rayo y la lluvia pro-Anría ci-i fr-innr x»r>                 oí                     T z-vc               <sr»/4ír»r»e en su calidad de agricultores, estaban muy atentos a las actividades de Illapa, a quien suplicaban acordara la lluvia en cantidad suficiente y a quien ofrecían grandes sacrificios en ocasiones de sequía. Es sín duda el carácter agrario de las sociedades andinas lo que explica la posición superior, después de Viracocha e Inri, que tenía Illapa en el panteón inca.

Para la casta de los Incas, como para las masas campesinas, los huacas constituían un «cuadriculado» sagrado del espacio. A la red popular de los huacas, los Incas agregaron su propio sistema, definido en lugares santificados por un lazo real o imaginario entre la persona del emperador y el lugar por el que había pasado o en el que había soñado cualquiera fuese su tipo, los huaca eran venerados y honrados con sacrificios (cerveza de maíz, coca, llamas, niños o mujeres elegidos cuyo corazón se ofrecía a la divinidad). Se dice que solamente la ciudad del Cuzco poseía quinientas. Los huacas del imperio estaban dispuestos según ejes imaginarios, los zeke, que partían del Coricancha y alcanzaban, a manera de rayos, los límites del imperio. La proliferación de divinidades, tanto inferiores como superiores, en los Andes, es el indicio de una contaminación del espacio y el tiempo por lo sagrado. A la marcación del espacio por los huacas correspondía la puntuación del tiempo por las prácticas rituales.

Fiestas y ceremonias

Los acontecimientos raros o imprevisibles daban ocasión a manifestaciones ceremoniales importantes: los eclipses de luna o de sol, los temblores de tierra y las sequías daban lugar a solemnes sacrificios con los que se intentaba apaciguar la cólera de los dioses. Por otra parte, todo lo que afectaba la persona del emperador repercutía sobre el bienestar del imperio. En su calidad de hijo del Sol era el punto de contacto entre el mundo de los dioses y el de los hombres, de suerte que el destino colectivo del pueblo dependía estrechamente del destino personal del Inca. Y a la inversa, transgredir las normas de la vida social ofendía al emperador y por lo tanto suscitaba la cólera de los dioses. Es por esto que la entronización de un nuevo Inca, la muerte del emperador, sus enfermedades, sus derrotas militares, ponían en cuestión la salud del imperio y la sobrevivencia del pueblo: numerosos sacrificios humanos (niños, prisioneros de guerra, vírgenes del Sol) intentaban restablecer el orden socio-cósmico alterado en favor de los hombres.

Estas circunstancias excepcionales en las que sobresalía la diferencia maligna en la «prosa del mundo» requerirían de una respuesta ritual en cierto modo improvisada. Pero también existía un ciclo anual de ceremonias religiosas que seguía muy de cerca el movimiento de la vida social, movimiento articulado principalmente al ciclo agrario: siembras, recolecciones, solsticios, pagos de tributo. Si bien el año estaba dividido en doce meses lunares, lo que preocupaba a los indios de los Andes era el movimiento del sol. Cada mes estaba señalado por una fiesta particular que determinaba el momento de plantar, de recolectar, de distribuir los campos, de prepararlos para la siembra. Estas fiestas se desarrollaban en los templos y, más comúnmente, en las plazas públicas destinadas a tal efecto, sobre todo en la plaza mayor del Cuzco donde se exponían todas las figuras del panteón inca, sin olvidar las momias de los emperadores del pasado. Dentro de este ciclo ceremonial regular tres fiestas se distinguen por su importancia y amplitud: dos corresponden a los solsticios y la tercera, en su origen, era una fiesta exclusiva de la Luna.

El solsticio del invierno austral (21 de junio) estaba consagrado al Inti Raymi, celebración del Sol y al mismo tiempo glorificación de su hijo en la tierra, el propio Inca. Por esta razón, eran convocados al Cuzco todos los altos funcionarios y jefes locales del país para la ocasión. El emperador, rodeado por su parentela y la corte, esperaba en la plaza mayor de su capital que apareciera el primer resplandor del astro. Entonces todos se arrodillaban y el Inca convidaba al Sol a beber chicha en un vaso de plata. Como todas las grandes fiestas, el Inti Raymi se acompañaba de libaciones, sacrificios, cantos y danzas. Durante el período del solsticio de verano (21 de diciembre) se desarrollaba el Capac Raymi, igualmente fiesta solar, pero dedicada a cumplimentar los ritos de iniciación que marcaban el pasaje de los jóvenes nobles a la edad adulta. Mientras que en la masa campesina este pasaje no estaba señalado ritualmente, en la casta dominante, por el contrario, daba origen a grandes ceremonias: entrada en la adultez, entrada en la aristocracia de los señores. Como todo ritual iniciático, el huarachicoy (huara es el cubre-sexo entregado a los jóvenes al finalizar el ritual) comprendía, además de sacrificios a los dioses, pruebas físicas (flagelaciones, luchas, ayunos, carreras), exhortaciones a seguir el ejemplo de los antepasados, etc. Junto con el cubre-sexo de los adultos se les entregaban sus armas y se les perforaban las orejas para adornarlas con discos. En el huarachicoy se ponía más el acento en la entrada de pleno derecho en la aristocracia y en la necesidad de una fidelidad absoluta en el servicio del Inca que en el pasaje a la edad adulta.

La tercera gran ceremonia inca tenía lugar en septiembre. La sitowa era una empresa de purificación general de la capital a través de la cual expulsaban de ella todos los males. Cuando aparecía la luna nueva, el pueblo, reunido en la plaza mayor gritaba: «¡Enfermedades, desastres, desgracias, dejad este país!» Cuatro grupos de cien guerreros armados se lanzaban a las cuatro rutas principales que conducían a las cuatro regiones en las que se dividía el imperio empujando delante de ellos a los males. En la ciudad, los habitantes sacudían sus ropas a la entrada de su casa. Cantos, danzas y procesiones ritmaban la noche. Al despuntar el alba, todo el mundo tomaba un baño purificador en los ríos. Los dioses y los emperadores participaban de la sitowa ya que en la plaza se exhibían sus estatuas y sus momias. Se les ofrecían llamas blancas en sacrificio y se mezclaba la sangre de los animales con una pasta de harina de maíz preparada para la ocasión, la sanku, con la que se untaba a los dioses y las momias y de la que todos los habitantes del Cuzco comían un poco.

En esta sociedad impregnada de religiosidad de un extremo al otro, toda empresa, individual o colectiva, humilde o imperial, debía estar precedida de una encuesta a los poderes sobrenaturales. De aquí el importante papel de los adivinos que observaban la disposición de las hojas de coca arrojadas al suelo, los hilos de saliva que corrían entre los dedos, las entrañas de los animales inmolados, los pulmones de llama en los que se soplaba para interpretar el dibujo de los vasos sanguíneos. En un mundo así, todo desorden debía provenir de la transgresión (voluntaría o involuntaria) de algo prohibido y descubrir al culpable y purificarlo era tarea de los adivinos. Cuando las circunstancias lo exigían había sesiones colectivas y públicas de «confesión», destinadas a restablecer el orden socio-cósmico perturbado por las faltas cometidas. Los templos de Pachacámac y de Lima, lugares tradicionales de peregrinaje abrigaban oráculos célebres en todo el imperio; los propios emperadores no dudaban en consultarlos. Para concluir, agreguemos que, a pesar de los esfuerzos de la Iglesia, numerosos ritos indígenas, sincréticamente mezclados al culto cristiano, subsisten aún hoy entre los Aymará de Bolivia y los Quechua de Perú.

EL MUNDO TUPI-GUARANI

Por breve que sea el texto precedente, permite al menos, en sus rasgos esenciales, trazar un cuadro fiel de las creencias y prácticas religiosas de los pueblos sudamericanos. La religiosidad de las sociedades selváticas aparece a la vez extrovertida y colectiva: es cantada, danzada, actuada, y si lo sagrado, como decíamos, atraviesa lo social de un extremo al otro, a la inversa, lo social penetra totalmente lo religioso. Decir que el «sentimiento» religioso tiene principalmente una expresión pública no cuestiona la intensidad de la adhesión individual. Como todos los pueblos primitivos, los indios de América del Sur han mostrado, y aún lo hacen, una cerrazón ejemplar en la fidelidad a sus mitos y ritos. Y no es menos cierto que Ja «ecuación personal» del hecho religioso se diluye en beneficio de su componente colectiva, lo que explica la enorme importancia de la práctica ritual. Las excepciones a esta situación general no tienen mucho relieve. Diversos investigadores, en efecto, recogieron en la segunda mitad del siglo xix entre las poblaciones (hoy extinguidas) establecidas a lo largo del curso inferior y medio del Amazonas, un conjunto de textos muy diferentes del corpus «clásico» de mitos. La inquietud religiosa, mística, que allí se manifieste sugiere en esas sociedades la existencia no ya de narradores de mitos sino de filósofos o pensadores destinados a un trabajo de refle xión personal, en contraste rotundo con la exhuberancia ritual de las demás sociedades selváticas. Esta particularidad que, repitá moslo, es rara en América del Sur, se ha desplegado en extreme entre ios Tupí-Guaraní.

Este término reúne una cantidad considerable de tribus de 1í misma procedencia lingüística y de gran homogeneidad cultural Estos pueblos ocupaban un vastísimo territorio: los Guaraníes, ai sur, se extendían desde el río Paraguay al oeste hasta el litoral atlántico del este; en cuanto a los Tupí, poblaban ese mismo litoral hasts la desembocadura del Amazonas al norte y se internaban en el territorio imprecisamente. Se contaban por varios millones. Desde el punto de vísta de la vida económica y de la organización social los Tupí-Guaraní se conformaban según el modelo en vigor en toda el área selvática: agricultura sobre chamicera, caza, pesca, poblados constituidos por varias grandes casas colectivas. Un hecho notable entre estos indios es que su densidad demográfica era mucho más elevada que la de las poblaciones vecinas y las comunidades podían llegar a los dos mil individuos o más. A pesar de que todas estas tribus han desaparecido hace mucho tiempo, a excepción de unos cinco mil Guaraníes que sobreviven en Paraguay, figuran entre las mejor conocidas del continente sudamericano. En efecto, los primeros contactos entre europeos e indios, desde los albores del siglo xvi, se realizaron con los Tupí del litoral. Viajeros y misioneros de diversas nacionalidades han dejado una abundantísima literatura sobre estos pueblos, rica en observaciones de toda especie y particularmente en lo que concierne a creencias y costumbres.

Como en todas las sociedades primitivas del continente, la vida religiosa de los Tupí-Guaraní se centraba en el chamanismo. Los paje, chamanes-médicos, cumplían las mismas tareas que en otros lugares y la vida ritual se desenvolvía, cualquiera fuesen las circunstancias (iniciación, ejecución de un prisionero de guerra, entierros, etc.) con referencia a las normas que desde siempre aseguraban la cohesión social, normas y reglas de vida impuestas a los hombres por los héroes culturales (Maira, Monan, Sol, Luna, etc.) o los ancestros míticos. Hasta aquí los Tupí-Guaraní no difieren en nada de las otras sociedades selváticas. Y, sin embargo, las crónicas de los viajeros franceses, portugueses y españoles atestiguan una diferencia tan considerable que confiere a los Tupí-Guaraní un lugar absolutamente original en el horizonte de los Salvajes sudamericanos. En efecto, los recién llegados se encontraron enfrentados a fenómenos religiosos de una amplitud y de una naturaleza tal que eran rigurosamente incomprensibles para los europeos.

¿De qué se trataba? Además de las guerras incesantes que oponían a las diversas tribus entre sí, esta sociedad estaba trabajada en profundidad por un poderoso movimiento de origen e intención propiamente religiosos. Los europeos no pudieron ver en ello, claro está, más que la manifestación pagana del demonio y en los artesanos de este movimiento a los íncubos de Satán. Es el extraño fenómeno del profetismo tupí-guaraní, que da lugar a numerosos errores de evaluación. Hasta hace poco se lo interpretaba como un me-sianismo, la respuesta, habitual en muchos pueblos primitivos, a una situción de crisis grave consecutiva al contacto con la civilización occidental. Un mesianismo es, por lo tanto, una reacción al choque cultural. Explicar el profetismo tupí-guaraní asimilándolo a los me-sianismos sería desconocer su naturaleza radicalmente diferente, pot la simple e irrevocable razón de que nació entre los indios mucho antes de la llegada de los blancos, aproximadamente hacia mediados del siglo xv. Se trata, por lo tanto, de un fenómeno autóctono que nada debe al contacto con Occidente y que por ello mismo no estaba orientado contra los Blancos. Se trata de un profetismo salvaje del que la etnología no ha recogido equivalente en ningún otro lugar.

Los profetas

A pesar de no estar en condiciones de comprenderlo, los primeros cronistas supieron diferenciar a los chamanes de ciertos personajes enigmáticos que habían surgido de la sociedad, los karai. En efecto, éstos últimos no tenían nada que ver con la práctica terapéutica de la que se encargaban solamente los paje. No cumplían tampoco ninguna función ritual especializada, no eran ni los ministros de un culto tradicional ni los fundadores de uno nuevo. Ni chamanes, ni sacerdotes, ¿qué eran entonces los karai? Estos hombres se situaban total y exclusivamente en el campo de la palabra, hablar era su única actividad: hombres de discurso (cuyo contenido determinaremos seguidamente) que afirmaban estar enviados para proferirlo en todo sitio. Efectivamente, en todos los lugares y no sólo en el seno de su propia comunidad. Los karai se desplazaban sin cesar, yendo de poblado en poblado para arengar a los atentos indios. Esta vocación de nomadismo de los profetas es aún más sorprendente si se tiene en cuenta que los grupos locales, a veces reunidos en federaciones de varios poblados, llevaban entre ellos una guerra sin cuartel. Sin embargo, los karai podían circular impunemente de un campo al otro: no corrían ningún riesgo y, por el contrario, eran acogidos en todas partes con fervor. La gente llegaba hasta cubrir de follaje los caminos de acceso al poblado y correr a su encuentro para llevarlos hasta él en procesión: vinieran de donde viniesen, los karai nunca eran considerados enemigos.

¿Cómo es posible? En la sociedad primitiva, el individuo se define en primera instancia por su pertenencia a un grupo de parentesco y a una comunidad local. Una persona se encuentra desde el inicio inscrita en una cadena genealógica de parientes y en una red de aliados. Entre los Tupí-Guaraní la descendencia era patri-lineal, se pertenecía al linaje del padre. Y, sin embargo, he aquí el extrañísimo discurso que proferían a propósito de ellos mismos los karar. afirmaban no tener padre y ser hijos de una mujer y una divinidad. Hemos de detenernos menos en el fantasma megaloma-níaco que hacía autodivinizarse a los profetas que en la negación y el rechazo del padre. En efecto, enunciar la ausencia de padre significaba afirmar su no pertenencia a un linaje de parientes y, seguí-damente, a la propia sociedad. Un. discurso así, sostenido en este tipo de sociedad, llevaba una carga subversiva incomparable: en efecto, niega la estructura misma de la sociedad primitiva, lo que hasta hace poco se denominaba los lazos de sangre.

Se percibe claramente que el nomadismo de los karai no resultaba de su fantasía o de un gusto excesivo por los viajes sino más bien de su no pertenencia a la comunidad. Literalmente no eran de ninguna parte y no podían, por definición, fijarse en ninguna parte ya que no eran miembros de ningún linaje. Es sin duda por esto que a su llegada a cualquier poblado no podían ser tenidos por representantes de ningún grupo enemigo. Ser un enemigo era estar inscrito en una estructura social, lo que no era para nada el caso de los karai. Y también por esto, al no ser de ninguna parte estaban de alguna manera en todos lados. En otras palabras, su semi-divinidad, su parcial no-humanidad los constreñía, al arrancarlos de la vida humana, a vivir según su naturaleza de «seres venidos de lejos». Pero al mismo tiempo les aseguraba una seguridad total en el curso de sus desplazamientos de una tribu a otra: los indios no sentían hacia ellos nada de la hostilidad que manifestaban ante todo extranjero ya que los consideraban dioses y no hombres. Esto nos permite comprobar que los indios, lejos de considerar locos a los karai, no dudaban de la coherencia de su dircurso y estaban dispuestos a escuchar su palabra.

El discurso de los profetas

¿Qué decían los karati La naturaleza de su discurso era coherente con su posición con respecto a la sociedad. Era un discurso más allá del discurso, de la misma manera que ellos mismos se encontraban más allá de lo social. O, para decirlo de otra forma, lo que articulaban delante de la masa india fascinada, encantada, era un discurso de ruptura con el discurso tradicional, un discurso que se desarrollaba fuera del sistema de normas, reglas y valores antiguos legados e impuestos por los dioses y los ancestros míticos. Es por ello que el fenómeno profético que agitaba esta sociedad constituye un interrogante digno de atención. En efecto, he aquí una sociedad primitiva que, como tal, tiende a perseverar en su ser medíante el mantenimiento resuelto y conservador de las normas en vigor desde los albores del tiempo humano. De esta sociedad surgen, enigmáticos, hombres que proclaman el fin de esas normas, el fin del mundo que depende de tales normas y que está ordenado de acuerdo con ellas.

El discurso profétíco de los karai puede resumirse en un juicio y una promesa: por una parte afirmaban sin remilgos el carácter profundamente malo del mundo; por otra, expresaban la certeza de que era posible la conquista de un mundo bueno. «¡El mundo es malo!, ¡La tierra es fea!», decían, «¡abandonémosla!», concluían. Y su descripción absolutamente pesimista del mundo encontraba eco en la aquiescencia general de los indios que los escuchaban. Resulta que, a pesar de su diferencia completa con el discurso habitual que sobre ella misma sostiene toda sociedad primitiva —discurso de la repetición y no de la diferencia, de la fidelidad a la tradición y no de la apertura y la innovación— el discurso sostenido por los karai no les parecía a los indios un discurso enfermo, un delirio demencia!, ya que resonaba en ellos como la expresión de una verdad que estaban esperando, como una prosa nueva que hablaba de una nueva figura —figura mala— del mundo. Sintetizando, no era el discurso de los profetas lo que estaba enfermo, sino más bien el mundo del que hablaban, la sociedad en que vivían. La infelicidad de vivir en este mundo se originaba para ellos en el mal que destruía la sociedad, y la novedad de su discurso se refería exclusivamente al cambio que, poco a poco tenía lugar en la vida social para alterarla y desfigurarla.

¿De dónde provenía este cambio y cómo se operaba? No se trata aquí de intentar una genealogía de la diferencia en esta sociedad sino tan sólo de tratar de dilucidar su efecto principal: la aparición de los profetas y de ese discurso que hablaba de la inmanencia del mal. Por la radicalidad del discurso se mide la profundidad del mal que desvelaba: se trataba simplemente de que la sociedad tupí-guaraní, bajo la presión de diversas fuerzas, estaba en proceso de dejar de ser una sociedad primitiva, es decir, una sociedad negada al cambio, que rechazaba la diferencia. El discurso de los karai demostraba la muerte de la sociedad. ¿Qué enfermedad había corrompido hasta ese punto a las tribus tupí-guaraní? Por el efecto conjugado de factores demográficos (fuerte crecimiento de la población), sociólogos (tendencia a la concentración de la población en grandes poblados en lugar del proceso habitual de dispersión), políticos (emergencia de jefaturas poderosas), llegaba a esta sociedad la innovación más mortal: la división social, la desigualdad. Un malestar profundo, signo de una crisis grave, agitaba a estas tribus y es de este malestar que tomaron conciencia los karai para reconocerlo y enunciarlo como presencia del mal y la infelicidad en la sociedad, como fealdad y engaño del mundo. Se diría que los profetas, hombres más sensibles que los demás a las lentas transformaciones que se operaban alrededor de ellos, fueron los primeros en tomar conciencia y proclamar lo que todos sentían más o menos confusamente, pero con la suficiente fuerza como para que los discursos de los karai no les parecieran ninguna aberración de locos. Por lo tanto, acuerdo profundo entre los indios y los profetas que les decían: hay que cambiar de mundo.

La tierra sin mal

La emergencia de los profetas y su discurso de identificación del mundo como lugar del mal y espacio de la infelicidad resultaban de circunstancias históricas particulares de esa sociedad: reacción a una crisis profunda, síntoma de una enfermedad grave del cuerpo social, presentimiento de la muerte de la sociedad. ¿Qué remedio proponían los karai frente a esta amenaza? Exhortaban a los indios a abandonar ywy raba’ emegua, la mala tierra para alcanzar ywy mora ey, la Tierra sin Mal. Esta última es, en realidad, la estancia de los dioses, el lugar en que las flechas van solas de caza y el maíz crece sin que uno se ocupe de él, territorio divino del que está ausente toda alienación, territorio que fue, antes de la destrucción de la primera humanidad por el diluvio universal, el lugar común de seres humanos y divinos. Es así que lo que ofrecían los profetas como medio de escapar al mundo presente era el retorno al pasado mítico. Pero la radicalidad de su deseo de ruptura con el mal no se limitaba a prometer un mundo sin preocupaciones, le confería a su discurso una carga destructiva de toda norma y toda regla, una carga de subversión total del orden antiguo. Su llamada al abandono de las reglas no dejaba ninguna de lado y englobaba explícitamente el fundamento último de la sociedad humana, la regla del intercambio de mujeres, la ley que prohíbe el incesto: ¡de ahora en más, decían, dad vuestras mujeres a quien queráis!

¿Dónde se situaba la Tierra sin Mal? Aquí aparece igualmente, en toda su amplitud, la mística sin límites de los profetas. El mito del paraíso terrestre es, en la práctica, común a todas las culturas y es sólo después de la muerte que los hombres pueden acceder a él. Sin embargo, para los karai la Tierra sin Mal era un lugar concreto, real, accesible hic et nunc, es decir, sin pasar por la prueba de la muerte. Según los mitos se la situaba generalmente al este, del lado de Levante. Desde fines del siglo xv, las grandes migraciones religiosas de los Tupí-Guaraní se proponían encontrarla. Bajo la conducción de los profetas, los indios abandonaban por millares los poblados y los huertos, ayunando y danzando sin tregua; convertidos en nómades, se ponían en marcha hacia el este en busca del país de los dioses. Llegados al océano descubrieron el mayor obstáculo, el mar, más allá del cual se encontraría, seguramente, la Tierra sin Mal. Ciertas tribus pensaron, por el contrario, que la encontrarían en el oeste, del lado de Poniente. Una migración de más de diez mil indios partió así de la desembocadura del Amazonas a principios del siglo XV. Diez años más tarde, aproximadamente unos trescientos llegaron al Perú ya ocupado por los españoles: el resto había muerto por el efecto de las privaciones, el hambre y la fatiga. El profetismo de los karai era una prueba del peligro de muerte que amenazaba a la sociedad, pero traducía también, en sus efectos prácticos —la migración religiosa—, una voluntad de subversión que iba hasta el deseo de muerte, hasta el suicidio colectivo.

A todo esto conviene agregar que el profetismo no desapareció con los Tupí del litoral. En efecto, se mantuvo entre los Guaraníes del Paraguay cuya última migración en busca de la Tierra sin Mal tuvo lugar en 1947: condujo algunas decenas de indios Mbya a la región de Santos en Brasil. Si el flujo migratorio se detuvo entre los últimos Guaraníes, su vocación mística sigue inspirando a sus karai. Estos, faltos del poder de guiar a su gente hacia la Tierra sin Mal, se embarcan en viajes interiores que los comprometen en la vía de una búsqueda de pensamiento, de un trabajo de reflexión sobre sus propios mitos, una vía de una especulación propiamente metafísica, como lo atestiguan los textos y cantos sagrados que todavía se pueden escuchar de sus bocas. Como sus ancestros de hace cinco siglos, saben que el mundo es malo y esperan su fin, no ya por un imposible acceso a la Tierra sin Mal sino por su destrucción por el fuego y el gran jaguar celeste que sólo dejarán con vida a los indios Guaraníes. Su inmenso orgullo, patético, los mantiene en la certeza de que ellos son los Elegidos y que tarde o temprano los dioses los invitarán a unirse a ellos. Entregados a una espera escatológica del fin del mundo los indios Guaraníes saben que entonces llegará su reino y que la Tierra sin Mal será su verdadero territorio.

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