29 de octubre de 2024

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Macartismo y represión del pensamiento antropológico

Macartismo vs comunismo
El Macartismo, el movimiento anticomunista que se extendió por Estados Unidos durante la década de 1950, tuvo un impacto significativo en los antropólogos estadounidenses, muchos de los cuales fueron acusados de tener simpatías comunistas. Esta era de paranoia exacerbada, instigada por las tensiones geopolíticas derivadas de la Guerra Fría, llevó a los intelectuales, incluidos los de las ciencias sociales, a enfrentar el escrutinio y el ostracismo. Las consecuencias para los antropólogos incluyeron repercusiones profesionales, como la pérdida de empleos, la inclusión en listas negras y una cultura generalizada de autocensura que sofocó el discurso crítico sobre temas políticamente sensibles como la raza y el colonialismo.[1] [2] El clima de miedo creado por el Macartismo llevó a muchos antropólogos a evitar involucrarse en temas controvertidos, lo que limitó el potencial de la disciplina para la crítica social y la innovación. Los fondos para la investigación cada vez más favorecían proyectos que se alineaban con las ideologías del gobierno, lo que restringía aún más la investigación antropológica y marginaba a los estudiosos enfocados en la compleja interacción entre cultura y política.[3]

Este cambio no solo afectó las carreras de académicos individuales, sino que también alteró el panorama de la antropología en su conjunto, llevando a un legado de cautela al abordar temas políticos que persisten hasta el día de hoy.[4]

En respuesta a estas presiones, asociaciones profesionales como la American Anthropological Association defendieron la libertad académica y condenaron las cacerías de brujas, enfatizando la importancia de la comprensión cultural sobre la ideología política. A pesar de esto, el efecto inhibidor del Macartismo fomentó un entorno en el que muchos antropólogos eligieron autocensurarse, comprometiendo el potencial de la disciplina para un diálogo rico y crítico.[4] Las implicaciones de esta era obscura se extendieron más allá de la década de 1950, moldeando la evolución de la antropología y sirviendo como una advertencia sobre la fragilidad de la libertad intelectual ante la represión política.[5]

Discurso antropológico y autocensura


El temor a ser etiquetados como comunistas llevó a muchos antropólogos a autocensurarse, sofocando las discusiones críticas sobre problemas sociales como la raza, la desigualdad y el colonialismo, temas centrales para la disciplina. Al distanciarse de temas políticamente cargados, los ricos diálogos que caracterizaban la antropología estadounidense comenzaron a disminuir. Los estudiosos se centraron en cambio en temas menos controvertidos para salvaguardar su posición académica, limitando así el potencial de la disciplina para la crítica social y la innovación.

El financiamiento federal para la investigación, que había sido un salvavidas para muchos antropólogos, también se vio afectado. El gobierno priorizó cada vez más los proyectos que se alineaban con su ideología política, lo que llevó a una redirección de la investigación antropológica hacia temas más conservadores y no controvertidos. Este cambio restringió el alcance de la investigación antropológica y marginó a los académicos que querían explorar la compleja interacción entre cultura y política en un mundo que cambiaba rápidamente.[4]

El giro posmoderno


A medida que se desarrollaba el Macartismo, algunos antropólogos comenzaron a comprometerse críticamente con el concepto mismo de cultura, influenciados por las teorías posmodernas que ganaron prominencia durante esta era, no olvidemos que el "Congress for Cultural Freedom (CCF)", fundado en 1950 y financiado secretamente por la CIA, tuvo un impacto significativo en la teoría de las ciencias sociales durante la Guerra Fría (1950 - 1970). Este organismo se estableció como una respuesta a la expansión del comunismo y buscó promover una cultura liberal que denunciara el totalitarismo, especialmente el comunista, como una amenaza a la libertad intelectual y cultural. A través de la organización de congresos, seminarios y publicaciones, el CCF reunió a intelectuales de diversas corrientes, desde liberales hasta socialdemócratas, quienes contribuyeron a la creación de un consenso intelectual que priorizaba el anticomunismo y defendía el liberalismo como única alternativa viable en el contexto global. [6] El CCF influyo en: Albert Camus, Isaiah Berlin, o Bertrand Russell [7], y pocos afirmarían que estos autores no influenciaron en los posmodernos.

Frente a las presiones del Macartismo, emergió una tradición neoboasiana, dentro de la antropología cultural (Clifford Geertz por ejemplo). Este movimiento priorizó enfoques humanísticos sobre los científicos, rechazando las ambiciones científicas asociadas con el materialismo cultural. Los defensores de esta perspectiva buscaron crear una antropología más empática y culturalmente sensible, centrándose en las experiencias humanas.

Macartismo tuvo un impacto devastador en la antropología estadounidense durante la década de los 50's y 60's generando un clima de miedo y autocensura que limitó la capacidad de la disciplina para abordar temas políticos y sociales críticos, ahondando en teorías antropológicas marxistas o simplemente criticas al orden de posguerra. La presión para evitar temas controvertidos y el financiamiento federal condicionado a proyectos que se alineaban con la ideología gubernamental llevaron a una pérdida de libertad intelectual y a una restricción del alcance de la investigación antropológica. En respuesta a estas presiones, surgieron nuevas tradiciones y enfoques dentro de la antropología, como el giro posmoderno y la tradición neoboasiana, que priorizaron la empatía y la sensibilidad cultural. A pesar de esto, el legado del Macartismo persiste en la antropología contemporánea, recordándonos la importancia de defender la libertad intelectual y la necesidad de abordar temas políticos y sociales críticos de manera crítica y sin miedo a la represión.

11 de octubre de 2024

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Historia del Dinero. Una aproximacion


La historia del dinero es la historia de la humanidad. Desde los primeros intercambios hasta las modernas criptomonedas, el dinero ha evolucionado junto con nuestras sociedades, adaptándose a nuevas necesidades y tecnologías.

La deuda como origen del dinero y la reciprocidad como base de las relaciones sociales

A diferencia de la teoría del trueque, muchos historiadores y antropólogos, como David Graeber, sostienen que el dinero no surgió a partir del trueque, sino de sistemas de deuda y crédito. En las primeras sociedades, la gente intercambiaba bienes y servicios a través de acuerdos basados en la confianza y las relaciones sociales. Las deudas y promesas de pago fueron, en realidad, el mecanismo que permitió las primeras transacciones económicas.

Por ejemplo, si un agricultor necesitaba herramientas, podía recibirlas de un vecino con el acuerdo de que devolvería el favor en forma de alimentos en el futuro. Estas transacciones no requerían un intercambio inmediato de bienes, sino una red de obligaciones que se mantenía en equilibrio dentro de la comunidad. Así, el crédito y la deuda eran los pilares fundamentales de la economía antes de la aparición del dinero físico.

Este enfoque de la deuda como origen del dinero se puede interrelacionar con la teoría de la reciprocidad de Dominique Temple. Temple argumenta que la reciprocidad es la base de las relaciones sociales y que estas relaciones de reciprocidad son esenciales para el desarrollo de la economía comunitaria. En el contexto de las primeras sociedades, el intercambio no era un acto puramente económico, sino una forma de fortalecer lazos sociales. Los favores y las deudas no eran sólo obligaciones materiales, sino que ayudaban a consolidar la cohesión del grupo.

De este modo, tanto Graeber como Temple reconocen que el origen del dinero y del intercambio económico no puede entenderse sin la dimensión social. Mientras que Graeber enfatiza la importancia de las deudas y promesas como fundamento del dinero, Temple pone de relieve la reciprocidad y la importancia de la solidaridad comunitaria. Los sistemas de deuda tempranos no se trataban de intercambios individuales sino de obligaciones colectivas, y la reciprocidad era el medio por el cual se aseguraba el bienestar del grupo. La deuda y la reciprocidad, por lo tanto, trabajaban juntas para sostener el tejido social y permitir el funcionamiento económico antes de la formalización del dinero.

Con el paso del tiempo, estas deudas se hicieron más complejas, y la necesidad de registrar y estandarizar estos acuerdos llevó al desarrollo del dinero. Los templos y las instituciones religiosas a menudo cumplían el papel de mediadores, llevando registros de las deudas y facilitando el comercio. Esta estructura evolucionó hacia sistemas más formales que finalmente dieron lugar al uso del dinero como una unidad de cuenta y un medio de intercambio.

Los primeros objetos de valor: conchas, metales preciosos y el Kula

Para facilitar el registro y el intercambio de deudas, diferentes culturas comenzaron a utilizar objetos específicos que todos reconocían como valiosos. Estos objetos servían como un medio de intercambio y una unidad de cuenta. En algunas sociedades, se usaban conchas marinas; en otras, metales preciosos como el oro y la plata empezaron a ganar popularidad. Estos metales eran apreciados por su durabilidad, divisibilidad y por ser relativamente escasos, lo que les confería un valor intrínseco. Así se comenzaron a establecer las primeras formas de dinero.


Una práctica interesante que también refleja la importancia del intercambio ritual y la reciprocidad es el Kula, conocido como el circuito Kula, descrito por Bronislaw Malinowski. En las Islas Trobriand, en el Pacífico Sur, el Kula consistía en el intercambio ceremonial de collares de conchas y brazaletes entre diferentes comunidades. Este sistema no se basaba en el valor material de los objetos, sino en el prestigio y las relaciones que generaban estos intercambios. El Kula servía para reforzar las relaciones sociales y era un ejemplo claro de cómo los objetos simbólicos podían tener un papel central en la economía de las primeras sociedades, mucho antes de la aparición del dinero tal como lo conocemos hoy.

Para facilitar el registro y el intercambio de deudas, diferentes culturas comenzaron a utilizar objetos específicos que todos reconocían como valiosos. Estos objetos servían como un medio de intercambio y una unidad de cuenta. En algunas sociedades, se usaban conchas marinas; en otras, metales preciosos como el oro y la plata empezaron a ganar popularidad. Estos metales eran apreciados por su durabilidad, divisibilidad y por ser relativamente escasos, lo que les confería un valor intrínseco. Así se comenzaron a establecer las primeras formas de dinero.

 

9 de septiembre de 2024

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Carta a un amigo japonés (Jacques Derrida)

Carta a un amigo japonés (Jacques Derrida)

Esta carta, publicada en primer lugar en japonés y más tarde en otras lenguas, apareció en francés en Le Promeneur, XLII, a mediados de octubre de 1985. Publicada, últimamente, en Psyché. Inventions de l’autre, París, Galilée, 1987. Toshihiko Izutsu es el célebre islamista japonés.



Traducción de Cristina de Peretti, en El tiempo de una tesis: Deconstrucción e implicaciones conceptuales, Proyecto A Ediciones, Barcelona, 1997, pp. 23-27


Querido Profesor Izutsu:

[...] Con ocasión de nuestro encuentro, le prometí unas reflexiones -esquemáticas y preliminares- sobre la palabra «desconstrucción». Se trataba, en suma, de unos prolegómenos a una posible traducción de dicha palabra al japonés. Y, con vistas a ello, de intentar al menos una determinación negativa de las significaciones o connotaciones que deberían evitarse en la medida de lo posible. Por consiguiente, la cuestión sería: ¿qué no es la desconstrucción? O, más bien ¿qué debería no ser? Subrayo estas palabras («posible» y «debería») dado que, si bien es factible anticipar las dificultades de traducción (y la cuestión de la desconstrucción es, asimismo, de cabo a cabo la cuestión de la traducción y de la lengua de los conceptos, del corpus conceptual de la metafísica llamada «occidental»), no por ello habría que empezar creyendo -eso resultaría una ingenuidad- que la palabra «desconstrucción» se adecua, en francés, a alguna significación clara y unívoca. Existe ya, en «mi» lengua, un oscuro problema de traducción entre aquello a lo que se puede apuntar, aquí y allá, con esta palabra y la utilización misma, los recursos de dicha palabra. Y resulta ya claro que las cosas cambian de un contexto a otro, incluso en francés. Mejor aún, en los medios alemán, inglés y, sobre todo, americano, la misma palabra está ya vinculada a unas connotaciones, a unas inflexiones, a unos valores afectivos o patéticos muy diferentes. Su análisis sería interesante y merecería todo un trabajo en otra parte.

Cuando elegí esta palabra, o cuando se me impuso -creo que fue en De la gramatología-, no pensaba yo que se le iba a reconocer un papel tan central en el discurso que por entonces me interesaba. Entre otras cosas, yo deseaba traducir y adaptar a mi propósito los términos heideggerianos de Destruktion y de Abbau. Ambos significaban, en ese contexto, una operación relativa a la estructura o arquitectura tradicional de los conceptos fundadores de la ontología o de la metafísica occidental. Pero, en francés, el término «destrucción» implicaba de forma demasiado visible un aniquilamiento, una reducción negativa más próxima de la «demolición» nietzscheana, quizá, que de la interpretación heideggeriana o del tipo de lectura que yo proponía. Por consiguiente, lo descarté. Recuerdo haber investigado si la palabra «desconstrucción» (que me vino de modo aparentemente muy espontáneo) era efectivamente una palabra francesa. La encontré en el Littré. Su alcance gramatical, lingüístico o retórico se hallaba aquí asociado a un alcance «maquínico». Esta asociación me pareció muy afortunada, muy adecuada a lo que yo quería, al menos, sugerir. Me permito citar algunos artículos del Littré. «Desconstrucción / Acción de desconstruir. / Término gramatical. Desarreglo de la construcción de las palabras en una frase. “De la desconstrucción, vulgarmente llamada construcción”, Lemare, Del modo de aprender las lenguas, cap. 17, en Curso de lengua latina. Desconstruir / 1) Desensamblar las partes de un todo. Desconstruir una máquina para transportarla a otra parte. 2) Término de gramática [...] Desconstruir versos, hacerlos, suprimiendo la medida, semejantes a la prosa. / Absolutamente. “En el método de las frases prenocionales, se empieza asimismo por la traducción, y una de las ventajas consiste en no tener nunca necesidad de desconstruir”, Lemare, ibíd. 3) Desconstruirse [...] Perder su construcción. “La erudición moderna confirma que, en una región del inmóvil Oriente, una lengua llegada a su perfección se ha desconstruido y alterado por sí misma, por la sola ley del cambio, ley natural del espíritu humano”, Villemain, Prefacio del Diccionario de la Academia. »[i]

Naturalmente, va a haber que traducir todo esto al japonés, lo cual no hace más que retrasar el

problema. Es evidente que, si todas estas significaciones enumeradas por el Littré me interesaban por su afinidad con lo que yo «quería-decir», estas no concernían, metafóricamente, si se quiere, más que a modelos o a regiones de sentido y no a la totalidad de aquello a lo que puede apuntar la desconstrucción en su ambición más radical. Ésta no se limita ni a un modelo lingüístico-gramatical, ni siquiera a un modelo semántico, y menos aún a un modelo maquínico. Estos modelos mismos deberían ser sometidos a un cuestionamiento desconstructivo. Cierto es que, más adelante, dichos «modelos» han dado origen a numerosos malentendidos sobre el concepto y el término de desconstrucción, pues se ha caído en la tentación de reducir ésta a aquellos.

También hay que decir que la palabra era de uso poco frecuente, a menudo desconocido en Francia. Ha tenido que ser reconstruido en cierto modo, y su valor de uso ha quedado determinado por el discurso que se intentó en la época, en torno a y a partir de De la gramatología. Este valor de uso es el que voy a tratar ahora de precisar, y no cualquier sentido primitivo, cualquier etimología al amparo o más allá de toda estrategia contextual.

Dos palabras más referentes al «contexto». El «estructuralismo» dominaba por aquel entonces. «Desconstrucción»parecía ir en este sentido, ya que la palabra significaba una cierta atención a las estructuras (que, por su parte, no son simplemente ideas, ni formas, ni síntesis, ni sistemas). Desconstruir era asimismo un gesto estructuralista, en cualquier caso, era un gesto que asumía un cierta necesidad de la problemática estructuralista. Pero era también un gesto antiestructuralista; y su éxito se debe, en parte, a este equívoco. Se trataba de deshacer, de descomponer, de desedimentar estructuras (todo tipo de estructuras, lingüísticas, «logocéntricas», «fonocéntricas» -pues el estructuralismo estaba, por entonces, dominado por los modelos lingüísticos de la llamada lingüística estructural que se denominaba también saussuriana-, socio-institucionales políticos, culturales y, ante todo y sobre todo, filosóficos). Por eso, en particular en Estados Unidos, se ha asociado el motivo de la desconstrucción al «post-estructuralismo» (palabra desconocida en Francia, salvo cuando «vuelve» de Estados Unidos). Pero deshacer, descomponer, desedimentar estructuras, movimiento más histórico, en cierto sentido, que el movimiento «estructuralista» que se hallaba de este modo puesto en cuestión, no consistía en una operación negativa. Más que destruir era preciso asimismo comprender cómo se había construido un «conjunto» y, para ello, era preciso reconstruirlo. No obstante, la apariencia negativa era y sigue siendo tanto más difícil de borrar cuanto que es legible en la gramática de la palabra (des-), a pesar de que esta puede sugerir, también, más una derivación genealógica que una demolición. Esta es la razón por la que dicha palabra, al menos por sí sola, no me ha parecido nunca satisfactoria (pero ¿qué palabra lo es?) y la razón por la que debe estar siempre rodeada de un discurso. Difícil de borrar después porque, en el trabajo de la desconstrucción, al igual que lo hago aquí he tenido que multiplicar las puestas en guardia, que descartar finalmente todos los conceptos filosóficos de la tradición al tiempo que reafirmaba la necesidad de recurrir a ellos, al menos en tanto que conceptos tachados. Se ha afirmado por lo tanto, precipitadamente, que era una especie de teología negativa (lo cual no era ni verdadero ni falso, pero dejo aquí este debate).[ii]

En cualquier caso, pese a las apariencias, la desconstrucción no es ni un análisis ni una crítica, y la traducción debería tener esto en cuenta. No es un análisis, sobre todo porque el desmontaje de una estructura no es una regresión hacia el elemento simple, hacia un origen indescomponible. Estos valores, como el de análisis, son, ellos mismos, filosofemas sometidos a la desconstrucción. Tampoco es una crítica, en un sentido general o en un sentido kantiano. La instancia misma del krinein o de la krisis (decisión, elección, juicio, discernimiento) es, como lo es por otra parte todo el aparato de la crítica trascendental, uno) de los «temas» o de los «objetos» esenciales de la desconstrucción.

Lo mismo diré con respecto al método. La desconstrucción no es un método y no puede ser transformada en método. Sobre todo si se acentúa, en aquella palabra, la significación sumarial o técnica. Cierto es que, en ciertos medios universitarios o culturales, pienso en particular en Estados Unidos), la «metáfora» técnica y metodológica, que parece necesariamente unida a la palabra misma de «desconstrucción», ha podido seducir o despistar. De ahí el debate que se ha desarrollado en estos mismos medios: ¿puede convertirse la desconstrucción en una metodología de la lectura y de la interpretación? ¿Puede, de este modo, dejarse reapropiar y domesticar por las instituciones académicas?

No basta con decir que la desconstrucción no puede reducirse a una mera instrumentalidad metodológica, a un conjunto de reglas y de procedimientos transportables. No basta con decir que cada «acontecimiento» de desconstrucción resulta singular o, en todo caso, lo más cercano posible a algo así como un idioma y una firma. Es preciso, asimismo, señalar que la desconstrucción no es siquiera un acto o una operación. No sólo porque, en ese caso, habría en ella algo «pasivo» o algo «paciente» (más pasivo que la pasividad, diría Blanchot, que la pasividad tal como es contrapuesta a la actividad). No sólo porque no corresponde a un sujeto (individual o colectivo) que tomaría la iniciativa de ella y la aplicaría a un objeto, a un texto, a un tema, etc. La desconstrucción tiene lugar; es un acontecimiento que no espera la deliberación, la conciencia o la organización del sujeto, ni siquiera de la modernidad. Ello se desconstruye. El ello no es, aquí, una cosa impersonal que se contrapondría a alguna subjetividad egológica. Está en desconstrucción (Littré decía: «desconstruirse... perder su construcción»). Y en el «se» del «desconstruirse», que no es la reflexividad de un yo o de una conciencia, reside todo el enigma. Querido amigo, me doy cuenta de que, al intentar aclararle una palabra con vistas a ayudar a su traducción, no hago más que multiplicar con ello las dificultades: la imposible «tarea del traductor» (Benjamin), esto es lo que quiere decir asimismo «desconstrucción».

Si la desconstrucción tiene lugar en todas partes donde ello tiene lugar, donde hay algo (y eso no se limita, por lo tanto, al sentido o al texto, en el sentido corriente y libresco de esta última palabra), queda por pensar lo que ocurre hoy, en nuestro mundo y en la «modernidad», en el momento en que la desconstrucción se convierte en un motivo, con su palabra, sus temas privilegiados, su estrategia móvil, etc. No tengo una respuesta simple y formalizable a esta cuestión. Todos mis ensayos son ensayos que se explican con esta ingente cuestión. Constituyen tanto síntomas modestos de la misma como tentativas de interpretación. Ni siquiera me atrevo a decir, siguiendo un esquema heideggeriano, que estamos en una «época» del ser-en-desconstrucción, de un ser-en-desconstrucción que se habría manifestado o disimulado a la vez en otras «épocas». Este pensamiento de «época» y, sobre todo, el de una concentración del destino del ser, de la unidad de su destinación o de su dispensación (Schicken, Geschick) no puede dar nunca lugar a seguridad ninguna.

Para ser muy esquemático, diré que la dificultad de definir y, por consiguiente, también de traducir la palabra «desconstrucción» procede de que todos los predicados, todos los conceptos definitorios, todas las significaciones relativas al léxico e, incluso, todas las articulaciones sintácticas que, por un momento, parecen prestarse a esa definición y a esa traducción son asimismo desconstruidos o desconstruibles, directamente o no, etc. Y esto vale para la palabra, para la unidad misma de la palabra desconstrucción, como para toda palabra. De la gramatología pone en cuestión la unidad «palabra» y todos los privilegios que, en general, se le reconocen, sobre todo bajo la forma nominal. Por consiguiente, sólo un discurso o, mejor, una escritura puede suplir esta incapacidad de la palabra para bastar a un «pensamiento». Toda frase del tipo «la desconstrucción es X» o «la desconstrucción no es X» carece a priori de toda pertinencia: digamos que es, por lo menos, falsa. Ya sabe usted que una de las bazas principales de lo que, en los textos, se denomina «desconstrucción» es, precisamente, la delimitación de lo onto-lógico y, para empezar, de ese indicativo presente de la tercera persona: S es P.

La palabra «desconstrucción», al igual que cualquier otra, no posee más valor que el que le confiere su inscripción en una cadena de sustituciones posibles, en lo que tan tranquilamente se suele denominar un «contexto». Para mí, para lo que yo he tratado o trato todavía de escribir, dicha palabra no tiene interés más que dentro de un contexto en donde sustituye a y se deja determinar por tantas otras palabras, por ejemplo, «escritura», «huella», «différance», «suplemento», «himen», «fármaco», «margen», «encentadura», «parergon», etc. Por definición, la lista no puede cerrarse, y eso que sólo he citado nombres; lo cual es insuficiente y meramente económico. De hecho, habría que haber citado frases y encadenamientos de frases que, a su vez, determinan, en algunos de mis textos, estos nombres.

¿Lo que la desconstrucción no es? ¡Pues todo!

¿Lo que la desconstrucción es? ¡Pues nada!

Por todas estas razones, no pienso que sea una palabra afortunada. Sobre todo, no es bonita. Ciertamente ha prestado algunos servicios en una determinada situación. Para saber cómo se ha impuesto en una cadena de sustituciones posibles, pese a su esencial imperfección, habría que analizar y desconstruir esa «determinada situación». Resulta difícil y no lo haré aquí.

Sólo una palabra más para terminar cuanto antes, pues esta carta resulta ya demasiado larga. No creo que la traducción sea un acontecimiento secundario ni derivado respecto de una lengua o de un texto de origen. Y, como acabo de decir, «desconstrucción» es una palabra esencialmente reemplazable

dentro de una cadena de sustituciones. Esto también puede hacerse de una lengua a otra. Lo mejor para (la) «desconstrucción» sería que se encontrase o se inventase en japonés otra palabra (la misma y otra) para decir la misma cosa (la misma y otra), para hablar de la desconstrucción y para arrastrarla hacia otra parte, para escribirla y transcribirla. Con una palabra que, asimismo, fuera más bonita.

Cuando hablo de esa escritura de lo otro que seria más bonita, me refiero, evidentemente, a la traducción como el riesgo y la suerte del poema. ¿Cómo traducir «poema», un «poema»?

[...] Con mi más sincero y cordial agradecimiento.

Jacques Derrida

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