22 de diciembre de 2019

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De raza indómita a terroristas, de Ercilla a Bachelet. Notas sobre la relación del Estado chileno con el pueblo mapuche

De raza indómita a terroristas, de Ercilla a Bachelet. Notas sobre la relación del Estado chileno con el pueblo mapuche
From indomitable race to terrorists, from Ercilla to Bachelet. Notes on the Chilean State's relationship with the Mapuche people



RESUMEN
El artículo examina la evolución y desarrollo de las formas que han adquirido las relaciones del Estado (hispano y chileno) con el pueblo mapuche a través de diversos ciclos históricos, con énfasis en el período post ocupación militar chilena en La Araucanía. A lo largo del texto se hace referencia a los principales hitos que marcan dicha relación y se relevan las imágenes y estereotipos construidos acerca del mapuche. Finalmente, el autor concluye que la relación establecida, en cada época, ha estado mediada por el prejuicio racista y el modelo político económico instalado en Chile.

ABSTRACT
The article examines the evolution and development of the relations of the state of Chile (Hispanic and Chilean) with the Mapuche people have acquired through various historical cycles, with an emphasis on the period of post-Chilean military occupation of La Araucanía. Throughout the text, reference is made to the main milestones marking that relationship, revealing the images and stereotypes built around the Mapuche. Finally, the author concludes that the relationship, in every age, has been mediated by racist bias as well as by the prevailing political and economic model in Chile.

PALABRAS CLAVE
relación chileno-mapuche | reivindicaciones territoriales | pueblo mapuche | prejuicio racista
KEYWORDS
Chilean-Mapuche relationship | territorial claims | Mapuche people | racist bias


“La trayectoria del pueblo mapuche se caracteriza por una permanente y decidida defensa del territorio ancestral, amenazado primero por los incas, luego por los conquistadores españoles y finalmente expropiado por los Estados nacionales.”
                                                                  Hernández 1993: 27.
Desde que los representantes de la Corona hispana comenzaron a adentrase en el ancestral territorio de los indios que habitaban al sur de la Capitanía General del Reyno de Chile, la relación de los peninsulares, los criollos y los chilenos con el pueblo mapuche ha estado mediada simbólica y territorialmente por sucesivos ciclos históricos caracterizados por el no reconocimiento que, en cada una de las etapas, han manifestado las autoridades hispanas, criollas y chilenas.
Siguiendo a Toledo (2006b), convendremos en la identificación de ciclos históricos que caracterizan la relación con la Corona española y con el Estado chileno, claramente delimitados por su contenido y particularidades relativas a la ocupación del territorio.

En los tiempos del Wallmapu (siglos XVI al XIX)
El tiempo del país mapuche es el período en que la frontera con la Corona se sitúa al norte del río Bio Bio; los españoles pierden la posesión de todas las ciudades al sur; es un tiempo de autonomía y expansión mapuche, llegando a conformar un territorio que se extendía desde La Araucanía hasta Las Pampas y Nor-Patagonia, desde el Pacífico al Atlántico (Toledo 2006b), constituyendo lo que Bello denomina una región cultural (1), resultado del proceso de araucanización en las áreas patagónicas argentinas (Hernández 2003).
La relación de la nación mapuche con la Corona española desde finales del siglo XVI se caracteriza por el establecimiento de acuerdos constructivos y relaciones políticas y comerciales. La batalla de Curalaba (1598) y la Rebelión de 1598-1601 pone término al período de la guerra ofensiva, dando paso a la denominada guerra defensiva que, hasta 1625, tiene como protagonista al jesuita Luis de Valdivia. La tesis apoyada desde España era simple: “hay que parar la guerra ofensiva, establecer una frontera, limitar la entrada de los militares y sólo dejar a los clérigos y frailes entrar a la tierra a predicar el evangelio. Reducir, en fin, el servicio personal, de modo que el mapuche pueda hacer la distinción entre abrazar la ley y servir, transformándose en vasallo” (Bengoa 1992: 102).
A partir de la guerra defensiva los españoles construyen el estereotipo del indígena. Si medio siglo antes, Alonso de Ercilla destacaba las bondades de los naturales del Reyno de Chile, describiéndolos como “ágiles, desenvueltos, alentados, animosos, valientes, atrevidos, duros en el trabajo y sufridores de fríos mortales, hambres y calores” (La Araucana, canto I), son otros peninsulares quienes en las primeras décadas del siglo XVI, caracterizan a los mapuche como flojos, degenerados, bárbaros y borrachos.
Terminada la guerra defensiva en 1625, se vuelve a la guerra abierta, “se fortalece la representación del indígena no confiable, doble, traicionero, que ataca por la espalda, imagen estereotipada que persigue la fantasmagoría nacional y que origina el racismo y la discriminación” (Bengoa 1992: 105). Se instala el tema del indio bárbaro y será la barbarie la que dominará la relación del pueblo mapuche con la Corona y las nacientes nuevas repúblicas en ambos lados de los Andes por los siguientes doscientos años.
Éste es un período de importantes transformaciones en el mundo indígena. Resultado de procesos de aculturación, los mapuche incorporaron el trigo, los metales, el caballo, el ganado vacuno y ovino; fortalecieron la cultura propia y crearon las bases territoriales y económicas para el despliegue de su sociedad. En lo político, se desarrollaron diversas formas territoriales de poder y alianzas, los fütalmapu (2) y la compleja red de entidades socio-espaciales (Toledo 2006b). El poder de los caciques pasó a ser reconocido más allá de las relaciones familiares, “a través de una intrincada red de alianzas (…) el poder comenzó a concentrarse, a jerarquizarse y a hacerse hereditario” (Centro de Estudios y Documentación Mapuche Liwen 1989: 12), transformando la diferenciación política también en diferenciación social.
De esta época datan los parlamentos (3) suscritos por autoridades tradicionales mapuche con la Corona y la naciente República de Chile que sustentan las reclamaciones territoriales de finales del siglo XX y comienzos del XXI. En éstos, se asentaban las paces – si había estado de guerra – o se ratificaban si se estaba en paz (León 1990, Zavala 2008).

La ocupación militar del territorio mapuche por las nuevas repúblicas (Chile y Argentina)
Durante las primeras décadas del siglo XIX, el naciente estado nacional de Chile mantuvo intacta la frontera al sur del Bio Bio y los diferentes cacicazgos – ante la inminente invasión militar – desarrollaron diversas estrategias de negociación con las autoridades chilenas. Fue después de 1850 que se produce la ocupación militar del territorio mapuche y el fraccionamiento a ambos lados de la cordillera de los Andes, conocidas por la historia oficial como “conquista del desierto” (Argentina) y “pacificación de La Araucanía” (Chile).
En un proceso que tomó tres decenios “el Wallmapu fue invadido, fraccionado e incorporado militarmente a la soberanía de los estados chileno y argentino en un proceso de expansión republicana, desatado por profundos procesos ideológicos, geopolíticos y económicos” (Toledo 2006b: 26). Luego de la fundación de Angol (1862), la ocupación del territorio va acompañada de la quema de sementeras, el robo de ganado, la interrupción del comercio y el rapto de mujeres y niños mapuche (Centro de Estudios y Documentación Mapuche Liwen 1989).
Hacia 1859 la exportación de la producción triguera y el imaginario liberal del progreso conducen a las elites gobernantes, a ver en las tierras del sur la expansión de la economía nacional y la anexión de los nuevos territorios que requería la república. Así, las leyes de 1874 y 1883 no solamente buscaron radicar a los mapuche en reducciones delimitadas territorialmente, sino que también y muy específicamente dejaron “el territorio libre para el desarrollo de un programa de colonización por parte del Estado” (Ministerio de Planificación y Cooperación 1999).
La intelectualidad de la época, encabezada por Diego Barros Arana, entrega una imagen deplorable acerca de los mapuche: se trata de salvajes de principio a fin, carentes de sentimientos, fuente de incultura y brutalidades, cuyas tierras incultas deben ser cultivadas y civilizadas. Para la sociedad de la época, los mapuche son bárbaros peligrosos y salvajes (Millaleo 2004). Antonio Varas, parlamentario y ministro de estado, en 1849 plantea que es inhumano mantener en la oscuridad a las tribus indígenas y es menester del Estado chileno civilizarlos, cuestión que queda expresamente plasmada en la Ley de 2 de julio de 1852 que autoriza al Presidente de la República para reglamentar la protección de los indígenas “para proveer a su más pronta civilización”. Wilhelm Frick, jefe de la Comisión de Ingenieros de Valdivia y férreo partidario de la colonización europea en las tierras del sur, en 1865 tilda a los mapuche de ambos lados de la cordillera como indios salvajes, cáncer de ambas repúblicas, ante lo cual “había que buscar una solución hábil, como las expropiaciones y la ocupación militar” (Bello 2011: 244). Fue éste, precisamente, el fundamento sobre el cual en 1866 todas las tierras al sur del Malleco fueron declaradas fiscales, implementándose posteriormente la política de inmigración europea y la ocupación del territorio: “en nombre de la civilización se cometió uno de los actos menos civilizados que han ocurrido en este poco civilizado territorio” (Bengoa 1992: 128).
La ocupación militar del Wallmapu representó:
“la pérdida de soberanía, el colapso de sus estructuras de poder, cuantiosas pérdidas de vidas, la usurpación de grandes posesiones, el saqueo de sus riquezas, y la incorporación de los sobrevivientes esquilmados y sus descendientes al orden republicano, en estatus de indígenas. Fue el inicio de una época de pobreza, discriminación, nacionalización forzosa, reproducción y reelaboración de la cultura. Los mapuches fueron ciudadanos incorporados a la fuerza a un orden republicano etnocrático, sin derecho a su lengua, a su religión, a su cultura; sin derecho a decidir por sí mismos su destino; y sin derecho a participar en igualdad de condiciones, como colectivo, en la definición de la voluntad general de la República” (Toledo 2006b: 28).
A la pérdida de territorio y tierras, de independencia y soberanía, se suman la destrucción de la base económica de la sociedad mapuche y la “sedentarización forzada de los individuos y de los grupos de parentesco” (Vidal 1999: 74).
Del patriota araucano al que O’Higgins otorgó la condición de ciudadano chileno (marzo de 1819), termina el siglo XIX con el mapuche estigmatizado como salvaje y bárbaro; imagen que prevalecerá hasta entrado el mil novecientos. La tesis del “buen salvaje” cultivada un siglo antes fue solamente una cuestión romántica.

Constitución de la propiedad rural en Arauco, Malleco y Cautín (1884-1929)
Tras la Pacificación de la Araucanía se consolida un modelo territorial de base económica que favoreció la constitución de la propiedad rural y la formación del sistema urbano en el sur de Chile, con Temuco como ciudad de enclave.
La consolidación del nuevo espacio territorial se logró a través del proceso de radicación, reducción y entrega de títulos de merced llevado adelante por el Estado chileno desde 1884 hasta 1929. Este proceso “significó la liquidación de los espacios territoriales jurisdiccionales de los mapuches y la “reducción” de las propiedades a las tierras de labranza alrededor de las casas que con anterioridad habían tenido” (Bengoa 1999: 53), provocando una crisis sin precedentes en la sociedad mapuche: numerosas disputas internas, usurpaciones por parte de particulares y conflictos que ya no podían resolverse del modo tradicional pasaron a ser resueltos por las autoridades chilenas.
La política de ocupación territorial y arreduccionamiento implementada por el Estado chileno es ya visiblemente representada en el discurso político mapuche de los primeros años del siglo veinte. Manuel Aburto Manquilef, dirigente de la Corporación Araucana expresa que:
“primero le robaron sus mujeres, después pretendieron robarle su libertad, enseguida sus animales, y por último su suelo querido (…) han propalado a los cuatro vientos que somos una raza degenerada, que somos ladrones, flojos, viciosos (…) puedo decir que la primera semilla de la ignominia fue arrojada (…) por los conquistadores de nuestro territorio” (citado en Centro de Estudios y Documentación Mapuche Liwen 1989: 16).
El liberalismo imperante de la época sustenta que la causa de la pobreza indígena es que los mapuche no tienen claro el concepto de la propiedad privada y que, al hacerlos propietarios lograrían progresar y salir de sus carencias económicas. Sin embargo, “al dividirse la comunidad en título individual de dominio se produjeron ventas fraudulentas, ventas bajo presión, arriendos transformados en compras y ventas y todo tipo de latrocinios” (Bengoa 1990: 29), sin que ello se tradujera en el progreso económico propugnado por las autoridades de principios de siglo.
De las cifras que entrega el Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola (3.078 títulos de merced entregados favoreciendo a 77.751 indígenas) y el Censo de Población de 1907 (101.118 araucanos), se concluye que durante la constitución del nuevo territorio al sur del Bio Bio muchos mapuche quedaron sin tierras y, los que las recibieron se hicieron propietarios de una ínfima porción respecto a la que recibieron los colonos europeos: “mientras que se distribuía en promedio 6,1 ha. a cada mapuche, se entregaba a cada colono lotes de quinientas hectáreas” (Jeannot 1972: 8); “a sólo un millar de colonos no indígenas, se les entregó casi la misma extensión de tierras que a 83.000 mapuches” (Hernández 2003: 185).
El intervencionismo estatal en la sociedad mapuche en este casi medio siglo “no sólo les quitó las tierras, sino que los agrupó en forma arbitraria y, así, los obligó a convivir de un modo por completo artificial. Es por ello que se rompió profundamente la sociedad mapuche. El Estado chileno actuó de manera tal que partió en pedazos las solidaridades y propugnó la división al interior de las familias mapuches” (Bengoa 1999: 54).

El modelo de desarrollo hacia adentro y el arreduccionamiento indígena (1929-1962)
Desde 1929 en adelante el escenario relacional Estado chileno-pueblo mapuche se caracteriza por la crisis del modelo primario exportador que conduce a la articulación interna entre microrregiones del llamado modelo de desarrollo hacia adentro, se conforma un sistema de hacienda-reducción, surgen las presiones para liquidar la propiedad comunitaria indígena y los primeros conflictos con los latifundistas y usurpaciones de tierras mapuche entregadas con títulos de merced. Se trata de un período rico en legislación nacional pro reducción/división de tierras y comunidades indígenas, hay abundamiento de usurpación legal y legalizada a favor de nacionales y extranjeros no indígenas.
La dictación, en agosto de 1927, de una ley que crea el Tribunal Especial de División de Comunidades y que autoriza la división de los títulos de merced, permitió que entre 1931 y 1948, 832 comunidades indígenas fueran divididas y fraccionadas en 12.737 hijuelas, lo que a su vez, favoreció la venta de tierras y usurpaciones. Queda así expresada, por la vía legal, la voluntad del Estado chileno de poner fin a la propiedad indígena comunitaria, haciendo del mapuche “un minifundista sin acceso al crédito, sin acceso a la educación, sin acceso a los circuitos que le permitirían salir de su estado de dominación” (Jeannot 1972: 9).
En 1953 se decreta la creación de la Dirección de Asuntos Indígenas (DASIN) para dar cumplimiento a la ley sobre división de comunidades indígenas, al tiempo que incorporarlas en la lógica mercantil estatal mediante la constitución de cooperativas, sociedades o asociaciones económicas, para asegurar la explotación racional de los predios agrícolas en manos de indígenas.
La Comisión Radicadora de Indios fue suprimida en enero de 1930, dando paso a la creación de los Juzgados de Indios a cargo de la división de las tierras indígenas. Éstos, en 1961 fueron transformados en Juzgados de Letras de Indios, manteniendo la facultad para dividir comunidades indígenas y resolver sobre materias relativas al título de merced y a las tierras comunes; asimismo, estos nuevos juzgados tenían la prerrogativa de expropiar tierras indígenas y radicar en tierras fiscales a quienes no poseyeran títulos de merced. Esta nueva institucionalidad representa el perfeccionamiento del sistema judicial iniciado hacía poco más de tres decenios. Según Ormeño y Osses, “a través de diversas leyes se perfeccionan los métodos de despojo legal de las tierras” (1972: 22), primero en nombre del Estado y luego, en su propio nombre so pretexto de incorporar al indígena a la nacionalidad chilena.
En este período los mapuche son sometidos a un proceso de campesinización forzosa que los transforma de indígenas ricos en campesinos pobres; de guerreros transmutan a minifundistas; la otrora familia extendida da paso a una nueva estructura familiar, la familia nuclear; el ejército y la escuela son las instituciones estatales que chilenizan a los mapuche (Bello 1995). Rápidamente, el mapuche es transformado en un indígena ignorante: “el sabio ulmén de la sociedad indígena independiente desconoce los mecanismos y vericuetos de la sociedad huinca que se le impone; desconoce el manejo de su propiedad y las nuevas formas de relacionarse con la autoridad local, y es por esta razón víctima de abusos de todo tipo” (Bengoa 2000: 363).
Para Salazar y Pinto, una de las constantes que en este período caracteriza la relación del Estado chileno con el pueblo mapuche es “aquella que pretendía disolver comunidades para crear propiedades individuales y enajenables, de las que se apropiaron particulares no mapuches” (1999: 157); producto de las diversas prácticas de usurpación legalizada, a comienzos de la década de 1970, el promedio de tierra por mapuche se redujo a una cifra que oscila entre 0,9 y 1,4 has., habían desaparecido 168 comunidades, 832 habían sido divididas, las tierras fueron usurpadas y sus antiguos propietarios tuvieron que emigrar.

La Alianza para el Progreso, la reforma agraria y el cautinazo (1962-1973)
El período iniciado en 1962 representa la entrada en escena de un movimiento social mapuche centrado en las reclamaciones de tierras indígenas perdidas y usurpadas a partir de la ocupación de la Frontera. Los gobiernos de Alessandri, Frei y Allende llevaron adelante una reforma de la propiedad rural que permitió restituir -temporalmente- parte del espacio territorial ancestral. La década 1962-1973, a través de una reforma agraria como política estatal, marca la ruptura del cerco reduccional al que fueron confinados los indígenas del sur.
Durante la segunda mitad del gobierno de Jorge Alessandri (1962-1964), con la impronta los acuerdos de la Alianza para el Progreso (4), se promulga la primera ley de reforma agraria que transforma la Caja de Colonización Agrícola en la Corporación para la Reforma Agraria (CORA). Si bien no hubo avances significativos, se hizo lo suficiente para visibilizar las demandas indígenas y asumir la reforma como una necesidad nacional.
Desde la promulgación de la primera ley de reforma agraria (1962) hasta 1966, la presión ejercida por el campesinado tuvo un carácter casi exclusivamente económico; el 1% de las tomas de fundos, huelgas y pliegos de peticiones fueron reivindicaciones por tierras. No obstante, “la presión por la tierra (fue) significativa en los movimientos de los pequeños productores mapuches, planteándose la hipótesis que detrás de ella hay un trasfondo cultural ya que la presión se expresa como la búsqueda de la restitución de sus tierras usurpadas” (Echenique 1971: 8).
En 1965, bajo la administración de Frei Montalva, se inicia el proceso de expropiación de tierras y liquidación del latifundio establecido en la ley de reforma agraria. La acción estatal recayó en la CORA y el Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP), llegando a establecer variadas relaciones clientelares con el campesinado del sur del Chile, tanto indígenas como no indígenas. En el período se realizaron 160 expropiaciones en las provincias de Arauco, Malleco y Cautín, de las cuales sólo 36 favorecieron a campesinos mapuche.
En octubre de 1970 el pueblo mapuche inicia un masivo proceso de recuperación de tierras ancestrales conocido como cautinazo, que lleva a la incorporación de las demandas territoriales indígenas en la política agraria del gobierno de la Unidad Popular (UP). A partir de estas reclamaciones, el gobierno de la UP impulsó una política de restitución de las tierras usurpadas, que consideró la suscripción de un convenio entre la CORA y la DASIN (Dirección de Asuntos Indígenas) para aplicar la ley 16.640, la ejecución de juicios de restitución y la restitución por la vía administrativa o extra-judicial. Con esta política, la reposición territorial debía ser rápida y la CORA asignaría tierras a los indígenas organizados en cooperativas campesinas. Para lo cual la administración del presidente Allende introdujo modificaciones a las leyes de reforma agraria, acelerando el proceso expropiatorio e incorporando masivamente a las comunidades mapuche, manteniendo el énfasis desarrollista de la época, al considerar ” la expropiación de todos los latifundios, la entrega de la tierra a los campesinos, (…) la asistencia técnica y el crédito necesario para producir (…) la transformación de las relaciones comerciales e industriales para la venta y compra de los productos” (Instituto de Capacitación e Investigación en Reforma Agraria s/f: 2). Dicho proceso tuvo por finalidad asegurar a los indígenas nacionales tierras suficientes para la producción agrícola.
De las 586 expropiaciones realizadas entre 1971 y 1973, solamente la cuarta parte de ellas (152 predios) fueron entregadas a comunidades mapuche, ubicadas en las provincias de Arauco, Malleco y Cautín. De la superficie comprometida en estas expropiaciones solamente el 18% quedó en posesión de campesinos indígenas. Para Jacques Chonchol -Ministro de Agricultura de la época- “la evaluación del proceso de reforma, al año 1973, arroja déficit desde la perspectiva de los intereses y derechos mapuches. Muchas tierras fuertemente reclamadas no pudieron ser expropiadas, pues no eran aplicables las causales establecidas en la ley de Reforma Agraria” (citado en Toledo 2006b: 36). Aún así, de las 1.443 has. restituidas a campesinos mapuche durante los gobiernos de Alessandri y Frei Montalva (1962 a 1970), en el transcurso del primer año del gobierno de la Unidad Popular esta cifra tuvo un aumento explosivo, llegando a las 68.381 has. (Camacho 2004).
En este período el estereotipo del araucano revolucionario que construyó el movimiento obrero en décadas anteriores se representó con nuevas imágenes de los indígenas del sur. Antes de los setenta la izquierda chilena consideraba a las comunidades mapuche como organizaciones campesinas y durante la UP se les calificó como minorías étnicas y una subcultura campesina chilena que debía integrarse a la sociedad nacional; aquellos grupos que se resistieron a esta integración fueron tildados de indios pequeño burgueses. “Por su parte, el campesinado chileno regional (…) percibió a los mapuches y sus reclamaciones como una competencia a sus propias pretensiones de acceso a las tierras, por lo cual mostró una alta dosis de racismo, incluso más tajante que los latifundistas” (Hernández, citada en Toledo 2006b: 37).
Para Bengoa, el final de esta historia es conocido: “los militares confunden a los mapuches, que luchaban por recuperar sus pequeños retazos de tierra, con feroces bolcheviques rusos que pretenden atacar el poder y revertir la sociedad civilizada. La civilización occidental contra la barbarie moderna (…) vuelven a enfrentarse” (1999: 131).
El cautinazo representa “el punto de inflexión en la historia de la relación de los mapuches con el Estado y la sociedad chilena y su constitución como sujeto político (…) reafirmó la centralidad de la memoria mapuche como política y agencia. (Desde finales de 1973) el quiebre simbólico del arreduccionamiento mapuche pasó a ser irreversible” (Toledo 2006b: 38), germinando un movimiento social indígena en demanda de derechos como pueblo y de la restitución de las tierras ancestrales usurpadas por las más diversas vías que ideó el Estado chileno desde hacía más de una centuria.

Dictadura militar, contrarreforma agraria y neoliberalismo económico (1973-1990)
Con el golpe de estado de septiembre de 1973 se inicia la instalación de un modelo de economía neoliberal y un nuevo modelo territorial que se traducen en procesos de regionalización y descentralización de economía abierta, implementación de un proceso de contrarreforma agraria y profundización de la división de las comunidades indígenas, promulgación de cuerpos legales y normativos que modifican la propiedad de los recursos de aguas, subsuelo y riberas y otorga incentivos económicos estatales a la transformación productiva forestal, sector clave en la agudización de la relación del Estado chileno con el pueblo mapuche a partir de finales del siglo XX.
En septiembre de 1973 había una mayoría mapuche que, habiendo sido favorecidos con la restitución territorial durante la reforma agraria, se encontraba en una situación de transitoriedad, pues las tierras expropiadas “no fueron tituladas a nombre de los beneficiarios de la reforma agraria ya que no se les concedió legalmente la tierra a los Mapuches que la trabajaron, sino que se mantuvo en propiedad de la CORA” (Federación Internacional de los Derechos Humanos 2003:10). Bajo la figura de la regularización de títulos de propiedad se inicia un proceso de restitución de predios a sus anteriores propietarios latifundistas, lo que se conoce como contrarreforma agraria, el que se desarrolló en un escenario de represión, persecución y pérdida de derechos territoriales (Comisión de Trabajo Autónoma Mapuche 2003).
La Comisión de Trabajo Autónoma Mapuche (COTAM) sostiene que en La Araucanía, “en términos territoriales, la revancha golpista significó que gran parte de los predios recuperados por las comunidades mapuches fueran devueltos a sus antiguos propietarios, en especial, los de las Comunas de Lautaro, Ercilla, Collipulli, Lumaco, Lonquimay, Carahue y Nueva Imperial” (2003:23). Del total de tierras expropiadas entre 1964 y 1973, con la contrarreforma un tercio de ellas fueron asignadas a campesinos, otro tercio rematadas por la CORA, el 28,5% devueltas a sus anteriores dueños y un 6% entregadas a instituciones como la Corporación Nacional Forestal (CONAF). La mayor parte de las tierras que pasaron a manos de la CORA y la CONAF durante la reforma agraria habían sido asignadas a campesinos mapuche. Parte importante de estos predios la CORA los traspasó a la CONAF y ésta, a su vez, por la vía del remate a precios irrisorios los vendió a empresas forestales; las que en menos de tres décadas transformaron a Chile “en uno de los principales exportadores de productos forestales y celulosa en el mercado internacional” (Toledo 2006a: 46), al tiempo que cambiaron el paisaje, la economía, las estructuras y dinámicas espaciales y sociales de la región mapuche (Toledo 2004). Para autores como Aylwin “esta situación explica, en parte importante, (…) los conflictos que actualmente tienen las comunidades mapuche con las empresas forestales presentes en su territorio ancestral” (2002: 9).
Durante la dictadura militar, se promulgó el Decreto Ley Nº 2.568 sobre División de las Comunidades Indígenas, cuyo único objetivo fue dividir las tierras indígenas, afirmando que: “dejarán de llamarse tierras indígenas e indígenas sus habitantes. Como dijeron todos los dirigentes indígenas de la época: ‘se nos suprime por decreto’” (Bengoa 1990: 46). En respuesta, líderes indígenas conformaron la organización política mapuche Ad Mapu (Aukiñ Wallmapu Ngulam / Consejo de Todas las Tierras 1997), que reivindica la autonomía territorial y política del pueblo mapuche y asume “la defensa de los derechos y reivindicaciones mapuche en aspectos económicos, educacionales, culturales y políticos, oponiéndose activamente a la división de las comunidades y al Decreto Ley 2.568″ (Saavedra 2002: 74).
Un análisis histórico realizado por Pinto y Salazar destaca que:
“la división no respetó espacios que siempre se consideraron comunes y que eran fundamentalmente para la reproducción material y cultural del pueblo mapuche, tales como áreas destinadas a bosques, pastizales y ceremonias religiosas. El aumento de la población, unido a lo reducido de su territorio, contribuyó a (vaciar) las comunidades de su gente y cultura” (citados en Camacho 2004: 10).
Es más, un estudio realizado una década después sobre los efectos de la aplicación del D. L. 2.568 concluye que dicho proceso fue intrascendente para los comuneros mapuche, pues con esta legislación no vieron solución a los problemas que les afectaban (López 1990).
En los dos decenios de aplicación de este decreto ley fueron divididas alrededor de 2 mil comunidades, dando origen a unas 72.000 hijuelas individuales, con el consecuente surgimiento del minifundio, “lo cual incidió en el empobrecimiento de la población mapuche rural y aceleró su migración a los centros urbanos” (Federación Internacional de los Derechos Humanos 2003: 11).
En este período se mantiene vigente la premisa de las décadas anteriores: sólo la división de las tierras indígenas con el concepto de propiedad privada instalado en la mentalidad mapuche permitiría su desarrollo, saliendo así de los círculos de pobreza y empobrecimiento que les afectaban.

Transición democrática y gobiernos de concertación (1990-2010)
La última década del siglo XX y la primera del siglo XXI enfrentan al Estado chileno y el pueblo mapuche en un escenario de transición democrática tras casi dos décadas de dictadura militar. Asume un gobierno democrático que sin modificar las bases del modelo económico ni la estructura territorial que lo sustenta afianza un proceso de modernización compulsiva y de penetración de las fronteras interiores del territorio mapuche. Los noventa son también una década que ve surgir el nuevo discurso etnoterritorial y pro derechos colectivos del pueblo mapuche, al tiempo que la protesta social étnica es criminalizada y judicializada por el Estado chileno, mientras desarrolla una serie de estrategias y (re)formulaciones hacia la construcción -una vez más- de una política indígena.
El 1 de diciembre de 1989 -a dos semanas de la primera elección democrática desde 1970-, en la comuna de Nueva Imperial representantes de organizaciones indígenas suscriben un acta de compromiso con Patricio Aylwin Azócar, mediante la cual el entonces candidato a la presidencia de la república se compromete “a hacer suya la demanda de los pueblos indígenas de Chile expresada en el Programa de la Concertación, especialmente en lo referido a (…) el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas y sus derechos económicos, sociales y culturales fundamentales”. Inmediatamente se crea la Comisión Especial de Pueblos Indígenas (CEPI), constituyéndose en “una de las primeras oportunidades del movimiento de participar en la arena institucional como un interlocutor válido frente al estado y la sociedad nacional, después de mucho tiempo y silencio” (Behro 2008: 7). La CEPI sienta las bases para la promulgación, en 1993, de una ley inspirada en el reconocimiento al principio de la discriminación positiva (Ministerio de Planificación y Cooperación 1999), la Ley Nº 19.253 que establece normas especiales de los procedimientos judiciales que involucran a indígenas y crea la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI). Con este acto y tras el fin de la dictadura los mapuche vieron “la posibilidad de recuperar su dignidad, derechos y propiedades perdidas durante toda la etapa anterior” (Camacho 2004: 13).
Lo más significativo del gobierno de Patricio Aylwin fue la promulgación de la actual Ley Indígena, cuyos:
“principales puntos fueron: reconocimiento de los indígenas como los descendientes de las agrupaciones humanas que existen hoy en Chile, la obligación del Estado en “respetar, proteger y promover” el desarrollo de los indígenas, proteger las tierras indígenas y limitar su adjudicación por personas no indígenas, la creación de un Fondo de Tierras y Aguas para la compra y regularización de tierras y aguas para las comunidades, constitución de un Fondo de Desarrollo Indígena para mejorar la situación socioeconómica de los indígenas, reconocer las lenguas y crear un sistema de educación intercultural bilingüe, establecimiento de un sistema judicial apropiado para las comunidades indígenas y, por último, la creación de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena” (Camacho 2004: 14).
En la decisión del Congreso Nacional de instalar a la Dirección Nacional de la CONADI en Temuco, por ser la capital indígena de Chile, Bengoa indica que “es posiblemente el peor lugar desde donde dirigir una política indígena con perspectiva de cambio de las relaciones entre el Estado y esa sociedad. Le ocurrió al primer director de la CONADI (…), quien siendo una autoridad nacional de acuerdo a su rango, era tratado como un jefe de servicio menor por las autoridades regionales y locales” (1999: 207).
Lo que ocurre, dice Bengoa, es que los estereotipos raciales están muy desarrollados en el sur; afirmación que sostiene a partir de un estudio realizado en la época sobre el racismo local, y cuyos resultados “dicen que son flojos, borrachos y alzados. Que viven de mala manera (…) Que no les interesa el progreso. Que son hediondos” (1999:208). Cabe preguntarse entonces ¿En qué ha cambiado la imagen que del pueblo mapuche tiene la sociedad chilena respecto de una o dos centurias atrás? En nada, sería una respuesta. Sin embargo, hay que reconocer que sí hay cambios; a finales del siglo XX los niveles de estigmatización del pueblo mapuche han aumentado y se les sigue discriminando en las más diversas esferas de la vida social:
“éramos tratados como ‘cabezas duras’ y las burlas de alumnos y profesores se traducían en preguntas como ¿te cortas el pelo con hacha? Señala un mapuche rememorando su vida escolar; o en el trabajo: “una prima mía que vive en Temuco me contó que, al presentarse a un trabajo de promotora, la persona a cargo de la selección le dijo: ‘no, no, no. Tú no tienes nada que hacer aquí (…) necesitamos señoritas de otra presencia… no es un problema de estudios, aunque sé que tú los tienes” (citado en Centro de Estudios y Documentación Mapuche Liwen 1989: 19).
Es la década del noventa la que ve el resurgimiento de un movimiento social mapuche que, a las reivindicaciones históricas asociadas a la restitución territorial, suma los conflictos generados por el uso indiscriminado de los recursos naturales por parte de empresas nacionales y transnacionales: construcción de centrales hidroeléctricas, carreteras, vertederos y ductos de combustibles y destrucción del bosque nativo a manos de las forestales.
Con el segundo gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia, con Eduardo Frei Ruiz-Tagle en la Presidencia, se entra en un escenario en que se califica de terrorista a las acciones de las organizaciones y comunidades mapuche que demandan la restitución de sus tierras ancestrales. “Por ejemplo, en 1994, tras sus acciones de recuperación, 144 Mapuches fueron condenados por asociación ilícita y usurpación de tierras. Así, para el gobierno, las comunidades en conflicto son las que alteran la tranquilidad y la paz social en Chile” (Federación Internacional de los Derechos Humanos 2003:12).
“Frente a ‘las tomas’ y otras movilizaciones combativas de los mapuche, las estrategias gubernamentales han sido, y seguirán siendo, las de dividirlos en dos sectores: uno formado por ‘violentistas’, ‘rupturistas’ -hoy en día terroristas- y otro constituido por aquellos que aceptan las reglas del juego, estando dispuestos a conversar y trabajar juntos. Con los mapuche que aceptan las reglas del juego se dialoga; a los violentistas se les reprime o amenaza con el uso de la fuerza” (Saavedra 2002: 169).
En este mismo sentido, la Federación Internacional de los Derechos Humanos (FIDH) sostiene que “la única respuesta frente a esas acciones por parte de las autoridades ha sido una represión violenta, absolutamente desproporcional y dirigida a salvaguardar los intereses de las grandes compañías, aludiendo al respeto de la propiedad privada. El gobierno a menudo ha criticado las acciones de los mapuches calificándolas de terroristas” (2003: 12).
La respuesta represiva contra el movimiento social mapuche que se inició en 1992 aplicando primero la ley penal común, en el gobierno de Frei Ruiz-Tagle prosiguió con la aplicación de ley de seguridad interior del Estado en 1997 y, finalmente, llegando en 2002 en adelante, bajo las administraciones de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, a la aplicación de la ley antiterrorista (5).
En cuanto a política pública, la relación del Estado chileno con el pueblo mapuche asume diversos énfasis y prioridades. En el gobierno de Aylwin se define a partir del Acuerdo de Nueva Imperial (1989), la creación de la Comisión Especial de Pueblos Indígenas CEPI (1990), la realización del Congreso Nacional de Pueblos Indígenas y la promulgación de la Ley Indígena Nº 19.253 (1993); el gobierno de Frei Ruiz-Tagle marca el período de instalación de la CONADI y la entrada en aplicación de la Ley Indígena, fundamentalmente a través de la implementación de los Fondos de Tierras y Aguas Indígenas (Decreto Supremo Nº 395 de 17 de mayo de 1994), el Fondo de Desarrollo Indígena (Decreto Supremo Nº 396 de 17 de mayo de 1994), la creación de Áreas de Desarrollo Indígena (6), la realización de los llamados Diálogos Comunales y la firma presidencial del Pacto por el Respeto Ciudadano (7); el gobierno de Lagos vendría a materializar parte de los acuerdos de su predecesor a través de la suscripción de un convenio con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) para la ejecución del Programa de Desarrollo Integral de las Comunidades Indígenas -conocido como Programa Orígenes-, la Constitución de un Grupo de Trabajo sobre Pueblos Indígenas (2001) cuya labor dio paso a la “Carta a los Pueblos Indígenas de Chile” que anunciaba la ejecución de 16 medidas, una de las cuales fue la creación, en enero de 2002, de la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato (CVHNT) (8), cuyas conclusiones fueron la base para la Política de Nuevo Trato (2004).
El informe final de la CVHNT, dado a conocer en octubre de 2003, establece entre sus principales recomendaciones el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas, la consagración constitucional de derechos colectivos políticos, territoriales y culturales, la creación de un Consejo de Pueblos Indígenas, el reconocimiento histórico de que los pueblos aonikenk y selknam fueron objeto de genocidio, la adopción de medidas para salvaguardar la sobrevivencia de los pueblos kaweskar y yagan, la ratificación del Convenio 169 de la OIT y el reconocimiento y valoración de la diversidad cultural y derechos de los pueblos indígenas ante la sociedad chilena.
A partir de estas recomendaciones, el gobierno de Lagos elabora la Política Indígena de Nuevo Trato que se define como”el resultado del proceso de construcción de confianzas entre el Estado, la sociedad y los pueblos indígenas de Chile. Un proceso que se inaugura con el Acuerdo de Nueva Imperial, se institucionaliza con la Ley Indígena y que en la Comisión de Verdad y Nuevo Trato recibe un nuevo impulso a su desarrollo” (Gobierno de Chile 2004: 34).
En el contexto de la implementación de las medidas contenidas en la nueva política indígena, el Estado chileno apoya la instalación del Foro Permanente de Pueblos Indígenas de las Naciones Unidas y el Gobierno promueve la aprobación de la Declaración sobre Derechos de los Pueblos Indígenas de Naciones Unidas. Al mismo tiempo, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU se muestra “profundamente preocupado por la aplicación de leyes especiales, como la ley de seguridad del Estado (Nº 12.927) y la ley antiterrorista (Nº 18.314), en el contexto de las actuales tensiones por las tierras ancestrales en las zonas mapuche” (citado en Federación Internacional de los Derechos Humanos 2006:26) y el Relator Especial de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU sobre la situación de los derechos humanos y las libertades fundamentales de los indígenas, denuncia que “unos dirigentes de la comunidad mapuche han sido condenados a largas penas de prisión por supuestos actos terroristas cometidos en el marco de un conflicto social por los derechos de tenencia de la tierra, lo que permite albergar serias dudas sobre las garantías procesales en el país” (2004:15).
Lo anterior refleja lo que Yáñez y Aylwin han denominado las paradojas del gobierno de Lagos y que Assies resume señalando que:
“en materia de derechos indígenas en el marco de la transición democrática chilena la historia posterior ha sido una crónica de desencuentros (…). En lo que concierne la protección y restitución de tierras los logros han sido limitados por la falta de recursos, la especulación que elevó el precio de la tierra, y la falta de voluntad política. Al mismo tiempo el gobierno impulsó proyectos de inversión en tierras indígenas o reclamadas por indígenas sin consultar a los indígenas afectados y sin considerar mecanismos de compensación” (Yáñez y Aylwin 2007: 16-17).
Emulando lo que fue el acta de compromiso de Patricio Aylwin con los pueblos indígenas de 1989, Michelle Bachelet otrora candidata a la presidencia de la República, el 6 de enero de 2006 en la ciudad de Nueva Imperial suscribe una nueva acta de compromiso con representantes de los Pueblos Indígenas para que durante su futuro gobierno se avance en el respeto a los pueblos indígenas en las decisiones que les atañen y escucha de sus propuestas y el establecimiento de mecanismos apropiados para una plena y efectiva participación indígena en los asuntos públicos, legislativos y administrativos. Así, a un año de asumir la presidencia de la nación, en 2007 se inició la segunda fase del Programa Orígenes y Bachelet anunció los Nuevos Ejes de la Política Indígena: participación política y social, reconocimiento de los derechos indígenas, política indígena urbana, mujeres indígenas y educación y cultura. Al año siguiente (2008) da a conocer la política gubernamental en materia indígena Re-conocer: Pacto social por la multiculturalidad y, tras 18 años de tramitación legislativa el Estado de Chile ratifica el Convenio Nº 169 de la OIT; recibiendo ambos hechos un reconocimiento particular por parte del Relator Especial sobre la situación de los derechos humanos y las libertades fundamentales de los indígenas, James Anaya, tras visita de trabajo realizada a Chile en abril de 2009.
El informe del Relator Especial Anaya, ilustra claramente la forma en que durante el último gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia evolucionó la relación del Estado chileno con los pueblos indígenas, en particular el mapuche; se reconocen los avances en la situación socioeconómica de los pueblos indígenas al tiempo que “aún persisten (…) severas brechas de desigualdad en el goce de los derechos económicos y de la salud y educación de los pueblos indígenas” (Comisión de Derechos Humanos de la ONU 2009:5). Se evidencian los riesgos ambientales sobre territorios indígenas a partir de la construcción e instalación de centrales hidroeléctricas, plantas químicas de tratamiento de aguas servidas y plantas de celulosa; a los que se suma la construcción de un aeropuerto en la comuna de Freire, al sur de Temuco.
En cuanto a la situación de la relación con el pueblo mapuche, el Relator Especial constata que “líderes tradicionales y otros dirigentes y comuneros mapuches han sido condenados y siguen siendo procesados bajo diversos regímenes penales por actos que de alguna manera se relacionan con la protesta social mapuche en torno a reivindicaciones de tierras” (2009: 15) y recursos naturales y, continúa más adelante, sosteniendo que resulta preocupante en materia de política penal, la aplicación de la ley antiterrorista. Concluye señalando que la falta de un mecanismo para reivindicar los derechos a las tierras ancestrales o a reparar a los indígenas por las tierras que hayan sido tomadas sin su consentimiento, los abusos y violencia ejercida por parte de la policía contra miembros del pueblo mapuche y la forma en que se ha aplicado la política penal hacia los indígenas, genera su estigmatización y “puede haber contribuido a generar un ambiente crítico de desconfianza de los indígenas hacia las autoridades estatales, que ha afectado de manera negativa a la convivencia y legitimidad democráticas, contribuyendo al descontento general sobre las iniciativas del Gobierno de Chile en materia indígena” (Comisión de Derechos Humanos de la ONU 2009: 19). El tratamiento que el Estado chileno ha brindado a la protesta social mapuche no solamente la ha tergiversado en la agenda pública, también ha estigmatizado al mapuche, ha generado nuevas formas de discriminación y ha actualizado su existencia como un peligro permanente en el acontecer nacional: “el mapuche ha existido en la historia de Chile siempre como peligro, como un riesgo de fragmentación del idealizado sueño de la nación única” (Mella 2007: 187), que no es la nación mapuche.

A modo de conclusiones
Cuando Alonso de Ercilla describió a los antiguos habitantes de Chile como gente soberbia, gallarda y belicosa es muy probable que jamás haya imaginado que la exaltación de las bondades del pueblo mapuche transmutarían con el advenimiento de un estado nacional chileno hacia un pueblo ignorante, flojo y carente de cultura.
La intelectualidad independentista, heredera del siglo de las luces europeas, abogó por la chilenización del indígena, blanquear y civilizar al indio requería nacionalizarlo ciudadano chileno: el que alguna vez inspiró a los padres de la patria representando el rojo de la sangre araucana en un emblema patrio, durante la reforma agraria de los años sesenta fue visto como campesino de origen indígena y al comenzar el siglo XXI se le define como chileno de origen mapuche, categorizándolo igual que aquellos descendientes de los colonos europeos que el Estado chileno instaló en las tierras usurpadas al sur de la Frontera, chilenos de origen alemán, chilenos de origen suizo, chilenos de origen francés, y así sucesivamente.
Los impulsores del proyecto político económico del Chile decimonónico vieron en los mapuche una amenaza para la consolidación de un estado nacional moderno de economía capitalista y se actuó en consecuencia: las tierras al sur del Bio Bio fueron declaradas fiscales, ocupadas militarmente, sus habitantes ancestrales fueron confinados en pequeños retazos del territorio y la mayor parte del mismo entregado a colonos extranjeros y nacionales. Un siglo más tarde la historia se repite, sólo cambian los actores. La institucionalidad estatal ha consolidado un modelo de país unitario, el modelo económico ha favorecido la ocupación de tierras ancestrales cambiando el bosque nativo por un bosque exótico y los colonos del mil ochocientos por empresas forestales, y una política indígena que no recoge las reivindicaciones ancestrales hoy día en manos de nuevas generaciones mapuche, descendientes de quienes fueron confinados en su propio territorio.
¿Qué ha habido tras los cambios en el paisaje natural, social y cultural de La Araucanía, a ciento veinte años de la ocupación castrense? Las notas sobre la construcción de una relación conflictiva del Estado chileno con el pueblo mapuche revelan que, tras cada decisión política, en todas las épocas, ha existido siempre un conjunto de prejuicios hacia el mapuche; las acciones estatales no han sido si no que la más fiel expresión de la discriminación racial institucionalizada.



Notas
Una versión preliminar y resumida de este artículo fue preparada para el Modelo de Defensa Penal para Imputados Indígenas, de la Defensoría Penal Pública de Chile, año 2011. El artículo aquí publicado se encuentra ampliado, corregido y actualizado.
1. Una región cultural es “un espacio que más allá de la demarcación de sus límites y de las posibilidades reales de control territorial (político, económico) configura un espacio donde se inscribe la historia, la cultura y las identidades” (Bello 2011: 45).
2. “Agrupación territorial amplia compuesta por diferentes Ayllarewe. Su existencia se remonta a antes de la invasión española y su particularidad especial lo constituyen cierto elementos geográficos comunes. Actualmente a estas agrupaciones se les denomina Identidades Territoriales” (Mariman y otros 2006: 273).
3. Los parlamentos son actos-documentos jurídicos que, durante el período colonial y la primera fase del período independiente, fueron firmados, principalmente (pero no exclusivamente) en los actuales territorios de las Repúblicas de Argentina y Chile entre las autoridades coloniales (en nombre del rey) o autoridades republicanas (en nombre de sus respectivos gobiernos) y autoridades indígenas. La mayoría de los parlamentos fueron ratificados, directamente, por el Rey de España o por el Consejo de Indias en su nombre; los parlamentos del período independiente fueron ratificados por el Gobierno y/o el Parlamento (…) A un parlamento “asistían los caciques acompañados de varios miles de ‘conas’ o guerreros, y el gobernador con un brillante séquito de funcionarios, letrados, frailes y tropas de línea y de milicias (…) A fin de impresionar a los naturales y de dar solemnidad al acto, que en el fondo era una especie de conferencia internacional, se rodeaba al parlamento de la mayor teatralidad” (Ibarra 2003: 3).
4. En la Conferencia de Punta del Este (Uruguay), realizada por la Organización de Estados Americanos en 1961, el gobierno de Estados Unidos propuso un plan de ayuda económica y social para el continente y, así evitar que las naciones americanas siguieran el ejemplo de la revolución cubana. “Denominado Alianza para el Progreso… se propuso mejorar las condiciones sanitarias, ampliar el acceso a la educación y la vivienda, controlar la inflación e incrementar la productividad agrícola mediante la reforma agraria. De llevar a cabo su implementación, los países recibirían un aporte económico desde los Estados Unidos, aporte que finalmente no se hizo efectivo”.
http://www.memoriachilena.cl/temas/ dest.asp?id=impactodelaguerraalianza
5. Sobre la forma en que se ha aplicado la legislación antiterrorista contra representantes del pueblo mapuche, ver Mella 2007.
6. El Artículo 26 de la Ley Indígena define a las áreas de desarrollo indígena como aquellos “espacios territoriales en que los organismos de la administración del Estado focalizarán su acción en beneficio del desarrollo armónico de los indígenas y sus comunidades”, teniendo en consideración -para su establecimiento- los criterios de ser reconocidos como territorios ocupados ancestralmente por poblaciones indígenas, contar con alta densidad indígena, ser ecológicamente homogéneos y existencia de dependencia de recursos naturales para el equilibrio territorial.
7. El Pacto por el Respeto Ciudadano, producto de los Diálogos Comunales, fue suscrito en agosto de 1999 y contemplaba: el envío al Congreso de los proyectos de Reforma Constitucional y de ratificación del Convenio N° 169 de la OIT, la implementación de una política indígena acorde a los nuevos tiempos, la reprogramación y condonación de deudas de los indígenas contraídas con INDAP, la solución en un plazo no superior a 2 años del listado de predios aprobado por el Consejo de la Conadi, el concurso de riego para el desarrollo productivo por 1.700 millones de pesos, la creación de dos nuevas Áreas de Desarrollo, en Lleu Lleu en la VIII Región y Colchane en la I Región, el subsidio especial para matrimonios jóvenes indígenas por 3.200 millones de pesos, el programa habitacional especial para comunidades por 600 viviendas y el aumento de las becas indígenas de 13.800 a 18.000 en el año 2000 (Gobierno de Chile, 2004). La conclusión que el historiador Sergio Villalobos, Premio Nacional de Historia, realiza a partir de lo expresado en los diálogos comunales, serían un muestra de la ceguera de una parte de la historiografía nacional: “los afanes de carácter sociopolítico, o los relacionados con la tierra y la cultura no son importantes para los descendientes de los araucanos” (en Díaz 2006: 8).
8. Esta Comisión, presidida por el ex Presidente de la República Patricio Aylwin, tenía por finalidad “asesorar al Presidente de la República, en el conocimiento de la visión de nuestros pueblos indígenas sobre los hechos históricos de nuestro país y (…) efectuar recomendaciones para una nueva política de estado, que permita avanzar hacia el nuevo trato de la sociedad chilena y su reencuentro con los pueblos originarios” (Decreto Supremo Nº 19, de 18 de enero de 2001).



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